Julio Verne - Viaje a la Luna (edición actualizada, ilustrada y adaptada)

Julio Verne

Fragmento

De la Tierra a la Luna. Capítulo 1

Capítulo 1

DURANTE LA GUERRA DE SECESIÓN DE LOS ESTADOS Unidos se estableció en la ciudad de Baltimore, del estado de Maryland, un club social muy influyente: el Gun-Club.

Mientras duró la terrible lucha entre nordistas y sudistas, los artilleros figuraron en primera línea. Los periódicos de la Unión (es decir, del bando nordista) celebraban con entusiasmo sus inventos, y no hubo nadie, por insignificante que fuese, que no se devanase día y noche los sesos calculando trayectorias disparatadas.

Y cuando a un americano se le mete una idea en la cabeza, nunca falta otro americano que le ayude a realizarla.

Eso es lo que sucedió en Baltimore. El primero que inventó un nuevo cañón se asoció con el primero que lo fundió y el primero que lo taladró. Así se formó el núcleo del Gun-Club. A todo el que quería entrar en la sociedad se le imponía la condición de haber ideado o por lo menos perfeccionado un nuevo cañón, o, a falta de cañón, un arma de fuego cualquiera. Sin embargo, en todas las circunstancias los artilleros tenían preferencia.

—La predilección que se les concede —dijo un día uno de los oradores del Gun-Club— es proporcional a las dimensiones y a la distancia que alcanzan sus proyectiles.

Una vez fundado el Gun-Club, no es de extrañar que las máquinas de guerra que allí se presentaron fueran cada vez más grandes y peligrosas. La única preocupación de aquella sociedad científica era la destrucción de la Humanidad con un objeto filantrópico, y el perfeccionamiento de las armas consideradas como instrumentos de civilización. El Gun-Club venía a ser una reunión de ángeles exterminadores.

Aquellos intrépidos artilleros se llenaban de orgullo cuando el parte de una batalla arrojaba un número de víctimas diez veces mayor que el de proyectiles utilizados.

Sin embargo, un día triste y lamentable para los socios del Gun-Club, llegó la paz, y el club quedó sumido en la ociosidad. Algunos apasionados continuaron con sus cálculos de balística y pensaron en construir bombas gigantescas. Pero sin la práctica, ¿de qué servían las teorías? Los salones del club estaban desiertos y sus miembros, tan bulliciosos en otro tiempo, se adormecían en los sillones.

—¡Qué aburrimiento! —dijo un día el bravo Tom Hunter, mientras sus patas de palo se carbonizaban en la chimenea—. ¡Qué tiempos aquellos en que por las mañanas nos despertaba el alegre estampido de los cañones!

—Aquellos tiempos se fueron para no volver —respondió Bilsby, procurando estirar los brazos que ya no tenía—. ¡Entonces daba gusto! Se inventaba un obús, y, en cuanto estaba fundido, el propio inventor lo probaba ante el enemigo, y los generales aplaudían. Pero ahora los generales han vuelto a sus despachos, y en vez de mortíferas balas de hierro despachan inofensivas balas de algodón.

—Sí, Bilsby —exclamó el coronel Blomsberry—, hemos sufrido crueles decepciones. Un día abandonamos nuestros hábitos tranquilos, aprendimos a manejar las armas, nos trasladamos de Baltimore a los campos de batalla, nos portamos como héroes, y dos o tres años después estamos con las manos metidas en los bolsillos.

—¡Y no hay ninguna guerra en perspectiva! —dijo entonces el famoso J. T. Maston, rascándose su cráneo de goma elástica—. ¡Y queda tanto por hacer en la ciencia de la artillería! Yo he terminado esta misma mañana un modelo de mortero que podría cambiar las leyes de la guerra.

—¿De verdad? —replicó Tom Hunter.

—De verdad —respondió este—. Pero ¿de qué nos sirven tantos estudios? Nuestros trabajos son inútiles. Los pueblos se han empeñado en vivir en paz, y esto acabará en una catástrofe debida al aumento incesante de la población.

—Sin embargo, Maston —respondió el coronel Blomsberry—, en Europa siguen peleándose en nombre de las nacionalidades.

—¿Qué propone? —exclamó Bilsby—. ¿Poner nuestros estudios al servicio de los extranjeros!

—Es preferible a no hacer nada —respondió el coronel.

—Sin duda —dijo J. T. Maston—, pero ni siquiera podemos hacer eso.

—¿Y por qué? —preguntó el coronel.

—Porque en Europa los militares no ascienden según nuestras costumbres.

—¡Absurdo! —replicó Tom Hunter—. Si eso es así, no nos quedarán más opciones que plantar tabaco y destilar aceite de ballena.

—¡Cómo! —exclamó J. T. Maston con voz atronadora—. ¿No dedicaremos los últimos años de nuestra existencia al perfeccionamiento de las armas de fuego? ¿No sobrevendrá una complicación internacional que nos permita declarar la guerra a alguna potencia transatlántica?

—¡No, Maston —respondió el coronel Blomsberry—, no se producirá ni uno solo de los incidentes que tanta falta nos hacen!

La exasperación de los ánimos iba en aumento, cuando los miembros del Gun-Club recibieron una circular en los siguientes términos:

Baltimore, 3 de octubre

El presidente del Gun-Club tiene el honor de prevenir a sus colegas que en la sesión del día 5 del corriente les dirigirá una comunicación de la mayor importancia, por lo que les suplica que acudan a la convocatoria.

Su afectísimo colega,

IMPEY BARBICANE, P. G. C.

Capítulo 2

Capítulo 2

EL 5 DE OCTUBRE, A LAS OCHO DE LA NOCHE, UNA MULTITUD se apiñaba en los salones del Gun-Club, en el número 21 de Union Square. Todos los miembros de la sociedad residentes en Baltimore habían acudido a la cita de su presidente, y los socios de otras ciudades llegaban a centenares agrupándose en las salas próximas, en los pasillos y hasta en los vestíbulos exteriores, donde se condensaba un gentío inmenso que deseaba conocer la importante comunicación del presidente Barbicane.

El gran salón estaba reservado exclusivamente a los miembros del club, así que las personas influyentes de la ciudad y los

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