La increible historia de el chico billonario

David Walliams

Fragmento

cap-1

1

Os presento a Joe Spud

¿Alguna vez os habéis preguntado cómo sería tener un millón?

¿O mil millones?

¿O un millón de millones?

¿O tantos millones que no pudierais ni contarlos?

Os presento a Joe Spud.

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A Joe no le hacía falta imaginar cómo sería tener montones y montones de dinero. Con solo doce años, era inmensamente rico. Lo que se dice un ricachón. Vamos, que estaba podrido de dinero.

Joe tenía todo lo que podía desear.

• Una tele de alta definición con pantalla de plasma de cien pulgadas en todas las habitaciones de la casa Image

• Quinientos pares de zapatillas Nike Image

• Un circuito de Fórmula Uno en el jardín Image

• Un ciberperro japonés Image

• Un carrito de golf con la matrícula «SPUD 2» para moverse por su propiedad Image

• Un tobogán acuático que iba desde su habitación hasta una piscina olímpica cubierta Image

• Todos los videojuegos del mundo Image

• Tres salas de cine Imax 3-D en el sótano Image

• Un cocodrilo Image

• Una masajista personal disponible las veinticuatro horas del día Image

• Una bolera subterránea con diez pistas Image

• Una mesa de billar Image

• Una máquina expendedora de palomitas Image

• Una pista de monopatín Image

• Otro cocodrilo Image

• Cien mil libras de semanada Image

• Una montaña rusa en el jardín Image

• Un estudio de grabación profesional en el ático Image

• Clases de fútbol con la selección inglesa Image

• Un tiburón de verdad en una pecera Image

Resumiendo, Joe era un chico terriblemente mimado. Iba a un cole de lo más pijo. En vacaciones, viajaba en aviones privados. Una vez, hasta había hecho que cerraran Disneyland por un día, solo para no tener que hacer cola en las atracciones.

Aquí tenéis a Joe, pisando el acelerador en su circuito privado de Fórmula Uno, al volante de su propio coche de carreras.

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Algunos niños muy ricos tienen versiones en miniatura de coches fabricadas especialmente para ellos, pero no era el caso de Joe. De hecho, habían tenido que fabricarle un coche de carreras un poco más ancho de lo habitual. Veréis, Joe estaba bastante gordo. ¿Y quién no lo estaría, pudiendo comprar todas las chocolatinas del mundo?

Habréis notado que Joe sale solo en la foto. En realidad, dar vueltas a toda pastilla en un circuito de carreras no es nada del otro jueves si estás más solo que la una, aunque seas inmensamente rico. En las carreras hace falta alguien con quien competir. El problema es que Joe no tenía amigos. Ni uno.

• Amigos. Image

Veréis, conducir un coche de carreras y quitarle el envoltorio a una chocolatina Mars extragrande son dos cosas que nadie debería intentar hacer a la vez. Pero habían pasado unos pocos minutos desde que Joe había comido algo y tenía hambre. Justo cuando entraba en ese tramo de los circuitos que hace zigzag, rasgó el envoltorio con los dientes y le dio un bocado a la deliciosa barrita de caramelo y turrón recubierta de chocolate. Por desgracia, solo tenía una mano en el volante y, cuando las ruedas del coche chocaron con el borde de la pista, perdió el control del vehículo.

El coche de carreras que había costado una millonada se salió de la pista a toda velocidad, giró dando vueltas sobre sí mismo y fue a empotrarse contra un árbol.

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El árbol resultó ileso, pero el coche acabó convertido en chatarra. Joe salió como pudo de la cabina. Por suerte, no se había hecho daño, pero sí estaba un poquito mareado, y volvió a casa haciendo eses.

—Papá, he estrellado el coche —anunció Joe al entrar en el inmenso salón.

El señor Spud era bajito y gordo, tal como su hijo. Tenía bastante más pelo que este en montones de sitios, excepto en la cabeza, que era monda y lironda. El padre de Joe estaba sentado en un sofá de cien plazas de piel de cocodrilo y ni siquiera apartó la vista del diario.

—No te preocupes —dijo—. Te compraré otro.

Joe se desplomó en el sofá, junto a su padre.

—Ah, por cierto, feliz cumpleaños, Joe. —El señor Spud le entregó un sobre sin despegar los ojos de la chica de la página tres.

Joe abrió el sobre a toda prisa. ¿Cuánto dinero le habría tocado esta vez? Apartó la tarjeta, en la que ponía «Felicidades en tu 12.º cumpleaños, hijo», casi sin mirarla y cogió el talón que había en su interior.

Apenas logró disimular su decepción.

—¿Un millón de libras? —dijo, como si no se lo acabara de creer—. ¿Ya está?

—¿Qué ocurre, hijo?

El señor Spud apartó el diario un momento.

—El año pasado ya me diste un millón de libras —gimoteó Joe—. Cuando cumplí once años. Ahora que he cumplido doce, deberías darme más, ¿no crees?

El señor Spud metió la mano en el bolsillo de su nuevo traje gris de marca y sacó el talonario. El traje no solo era horrible, sino también horriblemente caro.

—Lo siento, hijo —dijo entonces—. Que sean dos millones.

Llegados a este punto, no está de más señalar que el señor Spud no siempre h

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