Serafina y la capa negra

Fragmento

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Serafina abrió los ojos y escudriñó el taller en sombras por si veía alguna rata tan tonta como para haberse colado en su territorio mientras dormía. Sabía que estaban ahí, al borde de sus dominios, correteando por las rendijas y las tinieblas del laberíntico sótano del caserón, ávidas por robar lo que sea que hubiera en la cocina y las despensas. Serafina había pasado buena parte del día dormitando en sus escondrijos favoritos, pero era allí, acurrucada en el viejo jergón de detrás de la caldera, al cobijo del taller, donde de verdad se sentía en casa. Martillos, llaves inglesas y herramientas diversas colgaban de las toscas vigas, y ese olor a aceite industrial que tan bien conocía persistía en el aire. Lo primero que pensó cuando miró a su alrededor y se fijó en la oscuridad creciente fue que hacía una noche ideal para salir de cacería.

Su padre, que años atrás había trabajado en la construcción de la Casa Biltmore y vivía desde entonces en el sótano sin que nadie lo supiera, dormía en el catre que había construido en secreto tras los anaqueles de las herramientas. Los rescoldos resplandecían en el viejo bidón sobre el cual, hacía unas horas, el padre de Serafina había preparado la cena, pollo con sémola de maíz. Se habían acurrucado junto al fuego de la improvisada cocina para calentarse mientras comían. Como de costumbre, Serafina se había comido el pollo pero había dejado la sémola.

—Cómete la cena —protestó entonces su padre.

—Ya me la he comido —respondió ella al tiempo que dejaba en el suelo la escudilla con los restos.

—Toda la cena —insistió él, y empujó el plato hacia ella—, o te quedarás más escuchimizada que un lechón.

El padre de Serafina la comparaba con un cerdo pequeñajo cuando quería sacarla de quicio, pensando que, si la irritaba lo bastante, su hija haría de tripas corazón y se zamparía la sémola, pero el truco no le daba resultado. Ya no.

—Cómete la sémola, lechoncito —repitió él para pincharla.

—No me la pienso comer —repuso ella con una pequeña sonrisa—, por muchas veces que me la pongas delante.

—Pero si solo es maíz molido, niña —dijo él, y azuzó el fuego con un palo para que los troncos ardieran mejor—. A todo el mundo le gusta el maíz menos a ti.

—Ya sabes que no me puedo tragar nada que sea verde, amarillo o que tenga grumos, papá, así que deja de gritarme.

—No te estaba gritando, y lo sabes —respondió él, antes de volver a hurgar el fuego con el atizador—, pero te tienes que comer la cena.

—Me he comido lo que está rico —replicó ella, dando por zanjada la discusión.

Antes o después, dejaban de lado el tema de la sémola y pasaban a hablar de otra cosa.

El recuerdo de la cena arrancó una sonrisa a Serafina. Apenas se le ocurría nada —exceptuando, quizá, dormitar bajo los rayos de sol que durante el día se colaban por alguno de los ventanucos del sótano— más agradable que cotorrear un rato con su padre.

Con cuidado de no despertarlo, Serafina abandonó sigilosamente el jergón, caminó sin hacer ruido por la áspera piedra del piso y se internó en el tortuoso pasillo. Mientras se frotaba los ojos para despejarse y estiraba brazos y piernas, la recorrió un escalofrío de emoción. No podía evitarlo. La seductora perspectiva de tener toda la noche por delante le provocaba un cosquilleo en todo el cuerpo. Notó cómo sus músculos y sus ojos cobraban vida, igual que una lechuza sacude las alas y dobla las garras antes de echar a volar hacia su siniestra cacería.

Recorrió la oscuridad a toda prisa, dejando atrás las lavanderías, las despensas y las cocinas. Los criados se habían pasado todo el día trajinando por el sótano, pero ahora las habitaciones estaban desiertas y oscuras, como ella las prefería. Sabía que los Vanderbilt y sus muchos invitados estaban durmiendo en el segundo y tercer pisos. Allí abajo, en cambio, no quedaba nadie. A Serafina le encantaba merodear por los interminables pasillos, por los almacenes sumidos en sombras. Estaba familiarizada con el tacto y la textura, con la luz y las tinieblas de cada recoveco y rendija. Por la noche, esos eran sus dominios, suyos y de nadie más.

Oyó un leve correteo allí cerca. La noche se precipitaba a su encuentro.

Se detuvo. Escuchó.

Dos puertas más allá, oyó el roce de unos pies minúsculos contra el suelo desnudo.

Siguió avanzando pegada a la pared.

Cuando el sonido cesó, ella se detuvo también. Cuando se reanudó, emprendió la marcha de nuevo. Se trataba de una técnica que había aprendido ella sola a la edad de siete años: muévete cuando se muevan, detente cuando se queden quietas.

Ahora oía la respiración de los animalillos, el repiqueteo de sus uñas contra la piedra, el roce de sus colas. Notó el mismo temblor de siempre en los dedos, la tensión de las piernas.

Se deslizó por la puerta entreabierta de la despensa y las vio entre las sombras: dos enormes ratas con sus abrigos de apelmazado pelo marrón que se escurrían la una detrás de la otra por la cañería hasta el suelo. Debían de ser recién llegadas, por cuanto las muy bobas andaban a la caza de cucarachas cuando podrían estar lamiendo la crema de los pasteles que se enfriaban a pocos metros.

Sin hacer el menor ruido ni tan siquiera mover el aire, Serafina caminó sigilosamente hacia las ratas. Enfocó la mirada y aguzó los oídos para percibir hasta el más mínimo de sus movimientos. Distinguía incluso el tufo de las cloacas que desprendían. Mientras tanto, ellas seguían enfrascadas en sus asquerosas faenas de rata sin sospechar ni por un momento que Serafina andaba por allí.

Se detuvo a un par de metros, al amparo de las sombras, preparada para saltar. Aquel era su momento favorito, justo antes de atacar. Mecía el cuerpo adelante y atrás, buscando el ángulo perfecto. Se abalanzó sobre ellas y, con un movimiento raudo y explosivo, agarró con las manos desnudas a dos ratas que gritaban y se retorcían.

—¡Os pillé, bichejos asquerosos! —susurró Serafina con rabia.

La más pequeña forcejeó aterrada en un intento desesperado de liberarse, pero la grande torció el cuerpo y le mordió la mano.

—¡De eso nada! —gruñó ella, que agarraba con firmeza el pescuezo de la rata con el índice y el pulgar.

Las ratas forcejeaban como posesas, pero Serafina las sujetó implacable. No las dejaría escapar. Había tardado un tiempo en aprender la lección cuando era más pequeña: una vez que las tenías, debías sujetarlas con todas tus fuerzas y no aflojar ni una pizca, pasara lo que pasase, aunque te arañasen con sus garritas y te enroscasen a la mano una sarnosa cola parecida a una serpiente gris.

Por fin, tras varios segundos de encarnizado forcejeo, las agotadas ratas comprendieron que no había escapatoria. Se quedaron quietas, y sus ojillos negros la miraron con recelo. Los húmedos hociquillos y los larguísimos bigotes temblaban de miedo. L

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