Una mujer desposeída

Shobha Rao

Fragmento

libro-4

Nota de la autora

En agosto de 1947, el ocaso del Imperio británico en el subcontinente indio desembocó en la formación de dos nuevos estados soberanos: India y Pakistán. El proceso, que comúnmente se conoce como Partición, llevó a la instauración de Pakistán como una república islámica con una mayoría de población musulmana, mientras que India se constituyó en un estado laico con una mayoría hindú. Las prisas con que se trazó la frontera que separa ambos países, la llamada Línea Radcliffe, resultó en un inmenso trasvase de personas entre las dos naciones. A pesar de que las estimaciones varían, se calcula que entre ocho y diez millones de personas quedaron desplazadas de sus hogares y aldeas, principalmente hindúes, musulmanes y sijs que esperaban encontrar refugio en la relativa seguridad de una mayoría religiosa. Este éxodo masivo propició numerosos actos de violencia por ambas partes, que se saldaron con cerca de un millón de muertos. El flujo de población entre India y Pakistán se considera el mayor movimiento migratorio en tiempos de paz de la historia de la humanidad.

Como en la mayoría de los conflictos, durante la Partición de India y Pakistán las mujeres y los niños fueron a menudo los más vulnerables. Hubo un sinfín de brutalidades infligidas específicamente sobre las mujeres, secuestros incluidos. Según datos oficiales, se calcula que fueron raptadas cincuenta mil mujeres musulmanas en India, y treinta y tres mil mujeres hindúes y sijs en Pakistán. A muchas de ellas, por añadidura, las obligaron después a volver con sus familias, que a veces las repudiaban al considerarlas mancilladas. En 1949, India reguló el regreso de estas mujeres con la Ley de (Recuperación y Restitución) de Personas Secuestradas. Aunque se suele hablar de mujeres «recuperadas», he preferido centrarme en el segundo de los términos porque, si bien es posible que una persona se recupere, no lo es que se «restituya» a su estado original, de ahí que para mí sean siempre mujeres unrestored, desposeídas de sí mismas.

libro-5

Una mujer desposeída

La noche que se enteró de la muerte de su esposo, Neela se sentó bajo el bayán que crecía junto a su choza y sintió un hambre acuciante. Fue la noche del accidente del tren. No, accidente no, se corrigió. Ni mucho menos. Sintió esa misma hambre el día de su boda. Tenía trece años y, sentada en el altar con un sari rojo centelleante y alrededor del cuello el mangal sutra de oro —fino, incluso para las modestas posibilidades de una aldea del norte sumida en la penuria—, intentaba desesperadamente acallar los rugidos de su estómago.

El hambre del día de su boda quizás se debiera a las tentadoras montañas de comida que había a su alrededor. Frutas, cocos, laddus, pilas enrevesadas de jalebi de naranja. Nunca había visto tanta comida; se le hacía la boca agua. No probaba bocado desde muy temprano, y entonces solo había tomado una escasa ración de arroz con suero de leche. A Neela se le iban los ojos tras la bandeja de plátanos y mangos colocada entre ella y el sacerdote, que recitaba plegarias en sánscrito. El que iba a ser su esposo, sentado junto a ella, enjuto y oscuro como una guindilla seca, le daba la espalda para hablar con un hombre a quien Neela no reconoció. A decir verdad, apenas reconocía al novio. El velo rojo se lo ocultaba. Además, solo lo había visto una vez, hurtando una mirada cuando trató con su padre los detalles del matrimonio, ambos agazapados como dos cuervos sobre un mendrugo de pan rancio.

Su padre dijo que era un buen partido; le había dado a su futuro esposo —un hombre de veinticuatro años y dueño de una tetería que daba servicio a los trenes regionales entre Amritsar y Lahore— dos vacas, un baúl lleno de cacerolas y loza, una bolsa de simiente y una manta de lana verde. Incluso negociaron el grosor del collar de oro. Babu, el novio, puso mala cara porque fuera tan fino, y solo se apaciguó cuando el padre de Neela dijo: «Mira. Mira a la muchacha. Fuerte como un buey. ¡No te dará menos de diez hijos!».

Neela no apartaba la vista de la fruta. No podía comerse un mango, evidentemente, pero ¿y un plátano? Si pudiera escamotearlo de la bandeja, se las arreglaría para pelarlo debajo del velo. Agachando la cabeza, no se notaría que masticaba. Acercó un brazo con disimulo. Trató de alargarlo un poco más. Suspiró. Estaba demasiado lejos. Alguien se percataría. Retiró el brazo, débil, famélica como nunca. La turgencia amarilla de los plátanos la llamaba. Las pieles suaves eran el filo de un amanecer. Eran la voz de su madre. Había muerto al dar a luz a Neela, pero ella había imaginado su voz muchas, muchas veces, impecable, valiente y fresca como la piel del plátano. Justo entonces el sacerdote movió las piernas y desplazó la bandeja. ¡Qué suerte! Quedó más cerca de Neela. Era su oportunidad. Alargó el brazo como un relámpago, desgajó el plátano que asomaba y lo escondió bajo el velo. El primer bocado se deslizó por su garganta y cayó en su estómago vacío. Se le iluminaron los ojos con la misma alegría que centelleó en los de su marido cuando abrió el baúl lleno de cacerolas relucientes.

Neela fue conociendo poco a poco los pormenores del siniestro del tren. Primero por el boletín informativo que los hombres de la aldea oyeron en el transistor de la casa de Lalla, el anciano del pueblo. Neela había visto una vez el famoso aparato de radio, el único en las aldeas vecinas. La caja de madera pulida por la que manaban voces misteriosas descansaba en un estante alto, protegida del polvo y los insectos con un paño de terciopelo; incluso la esposa de Lalla tenía prohibido tocarla. El anciano llevó la noticia a la suegra de Neela en cuanto acabó el boletín informativo, justo antes de la cena. Neela tenía hambre; estaba a punto de poner los tres platos cuando Lalla le anunció el suceso.

—Condenados musulmanes —dijo—. Prenderían fuego a un tren lleno de niños, siempre que fueran hindúes.

Su suegra, prácticamente ciega, bondadosa y tierna a tenor de lo que Neela oía comentar sobre otras suegras, se limitó a mirar a Lalla con sus ojos tristes, puros, y dijo:

—Pregunta a cualquier madre: ese tren iba lleno de niños.

Los acontecimientos, por lo que Neela alcanzó a captar desde el otro lado del biombo de bambú que separaba la cocina de la estancia principal de la choza, seguían la espiral de locura desencadenada en los meses posteriores a la Partición. El tren hacía el trayecto occidental, el último viaje de la noche a Lahore. Babu había subido con su tetera en Wagah, y nadie había vuelto a saber de él. El tren sufrió una emboscada a pocos kilómetros de las afueras de Wagah. Una horda de musulmanes había prendido fuego a los vagones, uno por uno, desde el final hasta la locomotora, como si encendiesen una hilera de velas.

—¿Y el cuerpo de mi hijo? —acertó a preguntar la suegra de Neela.

Lalla negó en silencio.

—Los tendieron en el suelo como mazorcas de maíz asadas —contestó obscenamente—. No hay manera de identificarlos.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos