Fotocopias

John Berger

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
1. Un hombre y una mujer bajo un ciruelo
2. Mujer con un perro en el regazo
3. La pasajera con destino a Omagh
4. Hombre con niki Lacoste
5. Anciana con cochecito de niño
6. Joven con la mano en la barbilla
7. Motorista con traje de cuero y casco, de pie, inmóvil
8. Dos perros bajo una roca
9. Una casa diseñada por Le Corbusier
10. Mujer en bicicleta
11. Hombre mendigando en el metro
12. Hojas de papel sobre la hierba
13. Salmo 139
14. Teatro callejero
15. Ramo de flores en un vaso
16. Dos figuras masculinas yacentes peleando en una acera
17. Hombre con una brida en la mano
18. Isla de Sifnos
19. Paisajes iluminados con bombillas
20. Una muchacha como Antígona
21. Un amigo charlando
22. Dos hombres y una vaca
23. Hombre descubriéndose el torso
24. Una casa en las montañas sabinas
25. Dos gatas en una cesta
26. Una joven tocada con una «chapka»
27. Hombres y mujeres sentados a la mesa
28. Habitación 19
29. Subcomandante insurgente
Sobre el autor
Créditos
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Para Wolfram Schütte, de la Frankfurter Ruadschan, que fue el padrino y primer editor de estas fotocopias.

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1. Un hombre y una mujer bajo un ciruelo

Cerca de las siete, un coche amarillo se paró junto a la casa. Era el amarillo de las furgonetas de correos francesas. Pero éste tenía matrícula española. Llevaba el capó pegado con trozos de cinta adhesiva. También pintada de amarillo. Pero no exactamente el mismo. El coche quedó aparcado, no obstante, donde nadie había aparcado antes. Era un sitio razonable. No obstruía. Pero hasta entonces nadie lo había visto.

La conductora iba vestida con pantalones vaqueros y una polvorienta camisa negra con botones blancos. Venía de Galicia.

La había visto una vez en mi vida. Durante cinco minutos, en Madrid. Había ido a presentar un libro, y al terminar, una mujer de unos treinta años se acercó y me dio un rollo de papel marrón. Es un regalo para ti. Lo desenrollé y vi un dibujo. Me dijo que se ganaba la vida restaurando frescos en las iglesias. Cuando echas agua a algo que está cubierto con cal, el blanco se diluye y vuelve a aparecer el color que había debajo. Pero luego, al secarse, muchas veces se queda blanquecino. Incluso te puede pasar con tus propias uñas. Cuando la mujer me dijo que restauraba frescos, me pareció ver esta pátina blanquecina en sus ropas, en las palmas de sus manos. Antes de poderle preguntar nada más, había desaparecido.

Más tarde miré su dibujo. Tenía algo que ver con el mundo de los peces. Me habría gustado darle las gracias, pero no me había quedado con su nombre y no era fácil descifrar la firma en el dibujo. El nombre empezaba con M, y el apellido, me pareció ver, con una C.

Ahora esta desconocida restauradora de frescos había aparecido inesperadamente. Me enteré por fin de cómo se llamaba. Hablamos de unas cosas y otras: de Galicia, de los campesinos, de Paul Klee, de la Documenta de Kassel. De nada en concreto. No había venido a hablar.

Vino como uno de sus dibujos del mundo de los peces o, tal vez, del mundo animal. Vive con animales. Con ciertos animales. Conoce sus secretos, que para ellos no son tales secretos, sino sólo para nosotros. No creo que haya escogido los animales con los que vive; supongo que fueron ellos los que la escogieron. Lo que no es extraño, si se piensa que son ellos los que viven en ella. Los que la habitan. Estaban sentados junto a ella en la mesa, invisibles.

Vive con ellos como uno vive con sus riñones, su esófago o su vesícula. Si la diseccionaran sobre una mesa de operaciones, no se verían sus animales, como tampoco encuentran osos ni zorros ni pájaros carpinteros los leñadores cuando talan los árboles del bosque.

Van y vienen sus animales, y ella es consciente de cada partida, de cada nueva llegada. La irritan, la estimulan y, sobre todo, le enseñan trucos, los suyos. Estos trucos se ejecutan solos, bajo su piel. Eso pensaba yo mientras la miraba desde el otro lado de la mesa.

¿Qué animales? Si se lo preguntaran, ellos nunca la dejarían responder. Todos los animales son cautos. De modo que nunca permitirían que se hiciera un catálogo. Y ella respeta su cautela animal. Incluso la imita; lo veía en sus dedos.

Estaba sentada tomándose un café, con su camisa negra. Llevaba el pelo muy limpio, pero probablemente hacía años que no pisaba una peluquería. En otra vida, pero con su misma presencia física, podría haberse dedicado a cuidar (o robar) caballos: una figura montada en uno y conduciendo las riendas de otro, que desaparece en el lindero del bosque. Era delgada y nerviosa como los que viven cerca de los caballos. Pero en su vida presente hacía misteriosos dibujos en un papel que fabricaba ella misma, restauraba frescos y los animales más próximos a ella ya no eran del género equino.

Quizás en esta vida eran mustélidos. La belette, con su hermosa cola negra, o el armiño, sagaz y tímido, que te lleva a donde no has estado nunca. Animales que no juegan al escondite porque viven escondiéndose y que pueden morder dos orejas al mismo tiempo de rápidos que son; animales cuyos vientres blancos son apreciados por los jueces y que han aprendido de la serpiente a ondular sus cue

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