Ciudades de plástico

Jairo P. Fernández

Fragmento

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Capítulo 1

La angustia se le enredaba en el estómago. «No puede ser», repetía mentalmente mientras paseaba con su pequeño fox terrier por la calle Preciados en Madrid. No se creía lo que le ocurría. Acababan de despedirla de su trabajo de modelo en una firma de ropa importante y, para colmo, su novio se había liado con su mejor amiga. Podía aguantar sus manías, el hecho de que fuera impuntual, poco detallista, despistado, manazas, pero esto ya no lo iba a tolerar. «¡Es un cabrón!»

Ella —la llamaremos así— pensaba que él era demasiado orgulloso como para dar la cara y contarle la verdad: que estaba pirrado por su amiga desde que la había conocido hacía tres semanas en un cumpleaños. Entre los muchos defectos que tenía su novio, el peor de todos era, sin duda, su impuntualidad. Eso la desesperaba. Siempre llegaba tarde, o directamente no llegaba, como los vuelos de la aerolínea de Air Europa. Pero si la que se retrasaba era Ella... ¡Bufff! La que le montaba.

«¡Será cerdo!».

Ella era una chica bien, de clase alta, a la que la vida le había sonreído: uno setenta y cinco de altura, rubia, piel blanca, tono rojizo en los carrillos de la cara, ojos claros, en distintos tonos de marrón, con suaves matices de malva y azules, y labios carnosos, de un color rosa suave. Una Barbie hubieran dicho algunos. Sus gustos eran los de cualquier chica de su edad: escuchar música, bailar, quedar con sus amigas... Pero lo que más le gustaba era comprar.

Salir de compras era su deporte favorito, especialmente en la época de rebajas cuando tenía que correr por los pasillos buscando las oportunidades y huyendo de las ofertas baratas como en una especie de Farinato organizado por el Corte Inglés.

Era extremadamente cuidadosa con su aspecto, obsesiva: peluquería a diario, planchado, tintes, perfumes caros, pintalabios, purpurina, perfiladores, maquillaje con efecto bronceado, rímel de marca, manicura, masaje ayurvédico, masaje relajante, exfoliación diaria, cremas hidratantes, cremas antiarrugas, cremas con efecto lifting, depilación, rayos UVA, sauna, etcétera. ¡Ah! Y cada dos o tres meses revisaba y actualizaba el fondo de su armario. No podía permitirse llevar el mismo atuendo en más de dos o tres ocasiones seguidas; eso iba contra la ética de Coco Chanel y la ética de la moda en general.

Otra de sus obsesiones era todo lo relacionado con Apple, la manzanita de su vida: portátil Apple, Smartphone Apple, tableta Apple. Era una applemaniática. Su Smartphone estaba lleno de aplicaciones y tutoriales sobre belleza y moda. La pantalla de su móvil se había convertido en su espejito mágico particular: «Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más guapa del reino?».

Era una estilista, una emperatriz de la moda, una femme fatale que marcaba tendencia. Sin embargo, con tanta envoltura y superficialidad, se había convertido en una muñequita de plástico, muy mona sí, pero vacía por dentro.

Se sentía el centro del mundo: primero ella, luego ella y, por último, ella. Tenía muchas Ellas dentro al igual que una matrioska, esa muñequita rusa con otras muñequitas en el interior, una dentro de la otra, así hasta seis o siete: una Ella irascible, una Ella antipática, una Ella hipercrítica, una Ella egocéntrica, una Ella manipuladora... Pero detrás de todas esas máscaras había un precipicio enorme, un pozo oscuro y profundo en el que tenía la desagradable sensación de que habitaba una serpiente que la devoraba por dentro. Ella hacía todo lo posible por ignorar ese agujero tapándolo con capas y capas de maquillaje, Valentino y Rolf Flowerbomb. Siempre con su sempiterna sonrisa de oreja a oreja como si le hubiesen puesto una inyección de botox en la cara.

Otra cosa que le fascinaba era posar para los fotógrafos. Le encantaba que la contemplasen en las revistas, que la mirasen, que los hombres recorrieran su cuerpo y ardieran de deseo, y que las mujeres se apartasen de su camino y la observaran con admiración, o mejor aún, con envidia.

Las calles eran para Ella enormes pasarelas de asfalto y hormigón por las que desfilar y provocar. Había convertido su vida en un mundo de lujos, exuberancia y caprichos. Era antojadiza a más no poder; su único límite era el que le imponían su tarjeta de crédito. Era obsesiva compulsiva. Si algo le gustaba, atacaba hasta agotarlo. Como en las Navidades pasadas, cuando se convirtió en Míster Hyde en un segundo para arrebatarle de las manos a una señora el último frasco de Chanel N.º 5 y salir corriendo por el pasillo del Corte Inglés como una posesa.

Pero ese día, en esa circunstancia, apagó por unos momentos las luces de colores de su mundo fashion y perfecto. No le apetecía hablar con nadie. Desconectó su teléfono y atravesó la calle de Preciados como un fantasma vestido de Zara.

Al llegar a su apartamento, un piso de noventa metros cuadrados muy cerca del Corte Inglés, se preparó unos minibagels de pavo y picoteó algunos bombones de licor que uno de sus muchos admiradores le había regalado. Se comió la caja entera. En esos momentos, el chocolate era lo único que podía aliviar su malestar. Luego, se metió en su precioso cuarto pintado de rosa al estilo de Paris Hilton y se dejó caer en la cama para escuchar Only Girl de Rihanna, a todo volumen.

Se arrugó sobre sí misma como para esconderse y que nadie pudiera ver su bonita cara de porcelana triste y marchita, acanalada de tanto llorar, hecha un ovillo, cerrada como el capullo de una flor que no había florecido.

Empezó a hipar, a sollozar y, finalmente, a llorar.

Las lágrimas brotaron de sus ojos como granizo, un granizo frio y brillante que empezó a rodar por los pliegues de las sabanas como si fueran diamantes.

Miró la foto de su ex, que tenía encima de la mesita de noche, la sacó del marco de metacrilato y la rompió con rabia por la mitad; luego junto los pedazos y volvió a romperlos al medio, reunió los recortes para tratar de despedazarlos, pero no pudo; sus manos eran muy débiles, así que los fue rompiendo uno por uno, en pequeños trocitos, hasta prácticamente desintegrarlos y dejarlos hecho polvo.

Y así consumió el día: escuchando música a todo trapo, seleccionando, empacando, plegando, tirando y cambiando los pensamientos del ropero de su mente; pensando y sintiendo mil cosas a la vez; tratando de encontrarse de nuevo; intentando hallar un motivo; buceando y rebuscando en su «boutique» personal pensamientos de última moda: recuerdos, memorias perdidas, vividas y por vivir.

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Capítulo 2

Ella quedó con una amiga en un local de la calle Huertas. Cuando Sonia apareció, se paró delante de Ella y giró sobre sí misma como un pequeño tornado de color negro, lo que hizo volar algunas servilletas arrugadas que había tiradas en el suelo. Iba vestida toda de negro; casi no se la veía en el ambiente apagado del bar.

—¿Qué te parece? —le preguntó su amiga.

—Muy mona, aunque algo gótica —respondió Ella.

—Hoy no me apetecía combinar nada, pe

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