El último vuelo

Edwin Winkels

Fragmento

El_ultimo_vuelo-2.html

Contenido

Portadilla

Créditos

Introducción

Dedicatoria

El viaje definitivo

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

29

30

31

Epílogo

Agradecimientos del autor

El_ultimo_vuelo-3.html

Introducción

Casi todos los personajes importantes de esta novela han existido o aún viven. Los nombres son sus nombres verdaderos. Los hechos acontecieron, en su mayor parte, como se describen aquí. Los diálogos, sentimientos y pensamientos de los personajes, aunque basados en conversaciones con familiares y otros implicados, así como en fuentes escritas, son responsabilidad del autor.

El_ultimo_vuelo-4.html

Dedicatoria

Para ti, estés donde estés

El_ultimo_vuelo-5.html

El viaje definitivo

El viaje definitivo

... Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros

cantando;

y se quedará mi huerto, con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;

y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;

y el pueblo se hará nuevo cada año;

y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,

mi espíritu errará, nostálgico...

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol

verde, sin pozo blanco,

sin cielo azul y plácido...

Y se quedarán los pájaros cantando.

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, 1905

El_ultimo_vuelo-6.html

Prólogo

Prólogo

Las mujeres lloraban. La nieve sofocaba sus sollozos mientras agarraban a Luciano Otero del brazo. Él las miraba a los ojos, ocho pares de ojos que parecían no ver nada. Detrás de él bufaba su caballo, expulsando nubes de vapor en la oscuridad. A las mujeres les temblaban los labios. Hacía dos grados bajo cero en la madrugada a los pies de la montaña.

Nadie había dormido. Los familiares, que habían pernoctado junto a la chimenea de leña en el salón del albergue en la carretera a Segovia, se tambaleaban en el filo de la desesperanza y el agotamiento. Otros acababan de llegar, desde Madrid u otros lugares cercanos, donde equipos de salvamento habían centrado la búsqueda el día anterior. La noche había sido demasiada larga. Por la tarde las montañas se habían recogido en su soledad indomable sin desvelar su secreto. Las vacas llevaban una semana en los establos, los conejos se habían refugiado, los pájaros habían desaparecido. Ningún caminante se habría atrevido ese fin de semana a estar ahí arriba por placer.

Luciano Otero estaba seguro de que el avión tenía que estar ahí. Toda la gente del pueblo estaba convencida. Algunos oyeron el aparato la noche del jueves. Volaba bajo, desde el noroeste, sobre la grandiosa llanura hacia la montaña. El terreno ascendía rápidamente, las praderas se convertían en bosques y, más arriba, hasta los dos mil metros de altitud, solo se extendía una salvaje ladera de piedras. Algunos lugareños habían oído un estallido; pensaron que era la tormenta. Esa noche tronaba, hubo relámpagos, pocos se atrevieron a salir de sus casas. Pero la hora que ponía en el periódico —el último contacto con el avión de Vigo se produjo hacia las seis y cuarto— coincidía con el momento del misterioso trueno en la montaña.

Aun así, las autoridades empezaron la búsqueda el viernes, un día después de la desaparición, en otro paraje, más al sur y más al oeste de la sierra de Guadarrama, la cordillera que se prolonga como un resguardo natural —antes contra los bárbaros, ahora solo contra los vientos del norte— a lo largo de setenta kilómetros al norte de Madrid. Cientos de agentes, guardias y ciudadanos subieron al monte Abantos, ya cubierto de nieve, o buscaron en los bosques empapados del valle de Cuelgamuros, donde apenas unos meses antes Franco había enterrado en una cueva gigantesca sus primeros muertos de la Guerra Civil. La pomposa cruz, que se erigía hasta alcanzar los ciento cincuenta metros de altura, se distinguía a decenas de kilómetros de distancia.

El tiempo transcurría, ahogando la esperanza como un garrote que se apretaba lentamente. El terreno era inabarcable y a veces totalmente inaccesible. Las montañas admitían intrusos en primavera, durante el verano y en otoño si este era plácido, pero no en los primeros días oscur

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos