Vida de monos

Aldo Merlino
Josefa Araos

Fragmento

Creditos

1.ª edición: junio, 2017

© 2017 by Aldo Merlino

© Ediciones B, S. A., 2017

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-919-0

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Alejandra,

mi compañera de vida.

Un ser maravilloso que transformó mi existencia.

Gracias por apoyarme siempre.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

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Agradecimientos

Promoción

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Mi nombre es Jorge Aníbal González. Me llaman Tito.

Sí... yo soy el que estuvo cinco días en la fosa de los gorilas.

La verdad es que todavía me cuesta creer el modo en que se dieron las cosas. Todo comenzó un tiempo atrás, cuando visitaba el zoológico. Sucede que solía tener pocas distracciones y ver a los animales era una de ellas, sino la única. No pocas veces esa afición hizo que me tildaran de inmaduro, reclamándome que los zoológicos no debían existir pues eran como cárceles. Pero en aquel entonces yo no estaba en condiciones de comprender aquello, y menos aún de abandonar mi único pasatiempo.

Cumplidos mis treinta y ocho años, aún vivía con mi madre y no me sentía incómodo por ello. Bueno... de no ser por algunos detalles. Ella es una persona —cómo decirlo— algo difícil. Su marido, mi padre, nos abandonó cuando yo tenía unos pocos meses de edad, y nunca más supimos de él. Mi madre lo tomó muy mal y desarrolló un rechazo visceral hacia el género masculino, que solía explicar con largas y elaboradas descalificaciones sobre la inteligencia, la integridad y la bondad de cualquier hombre que pisara la tierra. Y creo que eso me incluía a mí.

Nunca se hablaba de mi padre y yo no preguntaba nada, jamás. Sin embargo, sospechaba que aquel hombre había tenido motivos sobrados para escapar de su esposa, y aunque yo no tenía nada que ver con el asunto, resulté la víctima más inocente de aquella huida.

Pero bueno, volviendo al asunto, aquel sábado seis de septiembre del año pasado fui a pasear al zoológico, como tantas otras veces, con el único fin de ver a los animales y pasar unas horas al aire libre. Llegué al lugar a las once, en una mañana bastante calurosa. Aunque solía evitarlo, aquella vez sucumbí a la tentación de comprar un refresco, cuyo precio hacía pensar que se trataba del último medio litro de líquido sobre el planeta.

Decidí no seguir el circuito tal como estaba diagramado para los visitantes, pues me gustaba ver a los animales grandes y no tenía interés en comenzar el recorrido por la jaula de los conejos —animal insípido si los hay— o por la estructura que albergaba a los loros y sus gritos insoportables. Por ello, me dirigí directamente a la jaula de los leones. Una vez allí, comencé a dudar de mi decisión, pues el lugar estaba invadido por un mundo de chiquillos que gritaban al unísono, señalando hacia donde estaban los reyes de la selva. En realidad, más que soberanos, lucían como empleados mal pagados, observando aburridos a un público de infantes malcriados.

Dos machos grandes, de melena bastante rala, que sin duda habían conocido tiempos mejores, yacían acostados con caras de pocos amigos

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