Los años del terror

Lawrence Wright

Fragmento

cap-1

Prólogo

Mi experiencia en Oriente Próximo se inició como una especie de accidente histórico. Durante la guerra de Vietnam fui objetor de conciencia y tuve que pasarme dos años haciendo el servicio civil alternativo en un empleo mal pagado, a más de 80 kilómetros de casa, que en teoría era de interés nacional. Estos empleos solían consistir en cambiar cuñas en hospitales, pero era la época de la recesión de Nixon, y hasta esa clase de trabajos resultaban difíciles de conseguir. A mí no me importaba estar lejos de casa: por entonces deseaba alejarme lo máximo posible de Estados Unidos. Acudí a la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, pensando que habría un puesto que podría satisfacer tales demandas. Al parecer, la persona que me atendió ya se había encontrado a otros en mi situación. Me dijo que, aunque trabajar en la ONU no contaba como servicio civil alternativo, disponía de una lista de instituciones estadounidenses en el extranjero que sí servirían. Una de ellas tenía una oficina en la acera de enfrente. Era la Universidad Americana de El Cairo.

Cuando crucé la plaza de las Naciones Unidas, no sabía que Estados Unidos y Egipto no mantenían relaciones diplomáticas, y que apenas había estadounidenses en aquel país, aparte del reducido cuerpo docente de la universidad. Ni siquiera estoy seguro de que supiera qué lengua se hablaba en Egipto. Pero treinta minutos después de que entrara en la oficina me preguntaron si podía partir aquella misma noche. No, no podía. Mi ropa estaba en Boston, junto con mi novia; no les había dicho a mis padres lo que estaba haciendo, y también tenía que consultarlo con mi junta de reclutamiento. En tal caso, ¿podía partir al día siguiente? Cuarenta y ocho horas después daba mi primera clase a unos jóvenes egipcios cuyo dominio del inglés no era lo bastante bueno siquiera para haber sido admitidos en la universidad.

Aquel período en Egipto configuraría mi trayectoria profesional de manera decisiva. En 1998 fui coautor del guion de una película que trataba de un hipotético atentado de un terrorista árabe en Nueva York, Estado de sitio, protagonizada por Denzel Washington, Bruce Willis, Annette Bening y Tony Shalhoub. La cuestión que planteaba el filme era: ¿qué ocurriría si el terrorismo llegaba a Estados Unidos, del mismo modo en que ya se estaba experimentando en Francia e Inglaterra?; ¿cómo reaccionaría?; ¿en qué tipo de país se convertiría? Estado de sitio fue un fracaso de taquilla, debido en parte a las protestas de árabes y musulmanes molestos por verse estereotipados como terroristas. Tras el 11-S, se convirtió en la película más alquilada en Estados Unidos, y llegó a verse como una especie de espeluznante profecía.

Durante los cinco años siguientes estuve inmerso en la investigación para mi libro La torre elevada: Al-Qaeda y los orígenes del 11-S. Tres de los capítulos que aquí se incluyen son sólidos retratos que más tarde se incorporarían en diferente forma a aquel libro. «El hombre detrás de Bin Laden» me llevó de nuevo a Egipto para informarme sobre Ayman al-Zawahiri, por entonces el número dos de Al-Qaeda, que se convertiría en el líder de la organización tras la muerte de Bin Laden. Era extraño encontrar el país con el que tanto me había encariñado agitado ahora por emociones contradictorias de orgullo, vergüenza y negación engendradas por los atentados de Nueva York y Washington. También me resultaba desconcertante volver a visitar lugares que antaño me eran queridos y que ahora se veían teñidos de connotaciones tan diametralmente distintas: en las aulas de la Universidad Americana donde había enseñado rondaba el fantasma de Mohamed Atta, que había estudiado inglés allí; y el Club Deportivo Maadi, donde había participado en torneos de tenis, también había acogido al joven Ayman al-Zawahiri en el cine al aire libre de las tardes de verano.

«El antiterrorista» se inició unos días después del 11-S, cuando yo intentaba desesperadamente encontrar un modo de entender cómo y por qué había ocurrido aquello. Empecé a examinar las necrológicas que se publicaban online. En la web del Washington Post encontré la de John O’Neill, el antiguo jefe de antiterrorismo de la oficina del FBI en Nueva York, la misma oficina sobre la que yo había escrito en Estado de sitio. La necrológica daba la impresión de que O’Neill había hecho algo deshonroso: había perdido su trabajo poco antes del 11-S por haber extraído información clasificada fuera de la oficina. Poco después se convirtió en jefe de seguridad del World Trade Center y murió aquel día. En ese momento pensé que su muerte era irónica: en lugar de atrapar a Bin Laden, Bin Laden le había atrapado a él. Ahora pienso en la muerte de O’Neill como en una tragedia griega. De forma voluntaria se colocó en lo que él esperaba que sería la Zona Cero en la tragedia que veía aproximarse.

Un capítulo relacionado, también incluido aquí, es «El agente», mi semblanza de Ali Soufan, el valioso protegido de John O’Neill, que fue el agente asignado al caso del atentado contra el USS Cole perpetrado por Al-Qaeda en octubre de 2000. Soufan también desempeñó un involuntario papel en mi investigación para elaborar el guion de Estado de sitio. Yo había oído hablar de un habilidoso agente secreto en la oficina del FBI de Nueva York, un musulmán estadounidense que había nacido en Beirut y hablaba el árabe con fluidez. Basé el personaje de Tony Shalhoub en él, aunque en realidad Soufan y yo no nos conoceríamos hasta varios años después. En este capítulo planteo una serie de preguntas acerca de la incapacidad de la CIA para cooperar con la investigación de Soufan sobre el asesinato de diecisiete marineros estadounidenses. Si la agencia hubiera respondido a las peticiones de información de Soufan —pistas que habrían revelado la presencia de Al-Qaeda en Estados Unidos veinte meses antes del 11-S—, es muy probable que aquellos atentados nunca se hubieran producido. A día de hoy, la CIA todavía no ha señalado a ningún responsable de tan catastrófica negligencia.

Yo sabía que Osama bin Laden iba a ser uno de mis personajes centrales en La torre elevada, pero durante más de un año los saudíes se negaron a darme un visado como periodista. Más adelante conseguí un trabajo como mentor de jóvenes reporteros en Saudi Gazette, un diario en inglés publicado en Yeda, la ciudad natal de Bin Laden. Por lo general, cuando investigo para escribir algún artículo, permanezco en un hotel, haciendo llamadas e intentando concertar citas. En este caso viví en un piso saudí de clase media, desde donde acudía cada día al trabajo. En teoría me dedicaba a enseñar el arte del periodismo, pero mis alumnos me enseñaban mucho más sobre su país de lo que yo podría haber aprendido nunca por mí mismo. Fue una lección magistral sobre las anteojeras que llevan los reporteros cuando aterrizan en otra cultura. La crónica de mi experiencia se plasma aquí en «El reino del silencio».

El silencio es un tema que en 2006 me empujó a otro país, Siria. Oriente Próximo es una región belicosa y voluble —un paraíso para los reporteros, excepto cuando resulta ser una trampa mortal—, pero Siria permanecía extrañamente muda. De lejos daba la impresión de ser progresista y laica comparada con sus vecinos árabes, aunque también esquiva y enigmática. ¿Cómo podía

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