Contarlo todo

Jeremías Gamboa

Fragmento

cap-1

1

Ahora sí la música inunda toda la habitación. El disco gira, lo veo moverse desde aquí, gira a todo volumen y por ello casi no me escucho, no escucho los sonidos violentos que produzco con tan solo mis dos dedos índices golpeando el teclado de la máquina, desnudo y sentado frente a la computadora de mi cuarto esta mañana. El golpe que desató la marea ha sido una guitarra partiéndose en dos, el sonido de un platillo que latiga el aire, el bajo que se arroja como un colchón sobre todas las cosas. Después todo ha sido de él. Y de mí. Lo que dice lo pongo de epígrafe, lo escribo en la página, así. Lo que dice es lo que siento o lo que ahora creo que siento dentro de mí. Lo que dice me parece estúpido y quizás yo también lo sea. Estúpido para creérmelo todo, para imaginar que esto es todo lo que necesitaba para hacerlo, salir del baño, sentir el agua helada en el cuerpo, prender la máquina, poner su disco, golpear el teclado, sentir que soy capaz de decir lo que me venga en gana. Escribir…

Desde hace mucho tiempo he intentado infructuosamente convertirme en alguien que escribe un libro o he intentado vivir como alguien que escribe uno o como creía que tendría que vivir alguien que lo hiciera pero durante más de diez años no he escrito una sola línea que me gustara. Hasta hoy. Ahora hay un tibio sol afuera, es setiembre, es miércoles, y yo estoy en Santa Anita, vestido con una camiseta cualquiera y en short, en sandalias. Y ahora, recién salido de la ducha, me doy cuenta perfectamente de que esto es, al fin, el inicio de algo, o de todo, la llegada del día preciso para que algo así sucediera, para contarlo todo. El libro que se ha abierto hace unos segundos en mi cerebro y se ha alineado perfectamente en mi cabeza y en mis vísceras… Que ya tiene título, dedicatoria y epígrafe, también sus dos primeros párrafos, y que se narra a sí mismo. Él solo. A pesar de mí.

Entonces resulta que todo era así. Consiste simplemente en colocar sobre la pantalla que me llamo Gabriel Lisboa y que no se trata de un nombre parecido al mío o de un álter ego producto de la combinación de nombres y apellidos de otros personajes que me gustaron de otros libros y que significan algo especial para mí. Mi nombre no significa nada. Simplemente me llamo Gabriel Lisboa y tengo veintinueve años. O, mejor aún, estoy muy cerca de cumplir los treinta y siento de pronto que al fin he perdido el miedo a cumplirlos. Y también diré que ahora, con esta liberación y esta energía que me dispara los dedos sobre las teclas, tengo la sensación de que al fin empiezo a ver las cosas y a entenderlas, de que las puedo tocar. ¿Por qué me bloqueé durante tantos años?, me pregunto. ¿Por qué ahora tengo las ganas de sentarme a escribir esto y simplemente me siento y lo escribo? ¿Qué cosa me permite ahora unir cada una de estas palabras con la sensación de que al fin vencí a alguien o a algo dentro de mi cabeza y de que cada letra que pongo es pertinente y cae justa y para siempre en la página? Sin duda parte de la razón la debe de tener Lou Reed. Reed cantando «I’m So Free» pero sobre todo «Beginning to See the Light», Lou Reed gritando como un energúmeno disociado de sí mismo, desafinando. Quizás se trate simplemente de eso, de que he aprendido finalmente que la cosa es hacer y no juzgarme. Eso es. De vencerme escribiendo. Y basta.

Entonces yo hago. Leo lo que he escrito y me digo que es necesario empezar a narrar ya, empezar a contar desde alguna parte toda esta historia que tengo incrustada en la garganta. ¿Qué historia? Pues la mía: no tengo ninguna otra historia que contar. Solo puedo contar mi historia porque es todo lo que tengo a estas alturas de mi vida y porque solo yo puedo contarla. Una historia bastante larga y llena de sangre circulando que termina conmigo aquí, esta mañana, escribiendo que voy a escribirla, y que empieza cuando por primera vez empecé a unir palabras como ahora, ante una máquina, durante aquel verano de 1995 en que comencé a trabajar como practicante en una redacción inverosímil de una revista envejecida del centro de Lima. Fue entonces que todo lo que era hasta allí, esa nebulosa de días indistintos que había sido mi infancia, mi adolescencia y los primeros años de la universidad, cobraron un nuevo sentido y se modificaron para siempre. Y me modificaron también a mí. Me lanzaron sin que lo supiera a estar aquí casi diez años después, sentado esta mañana frente a mi máquina porque quiero, sin trabajo fijo y sin ingresos, sin nada salvo la ilusión de que al fin creo saber qué quiero contar y sé cómo hacerlo, en el cuarto que le rento a mis tíos hace años y en el que vivo solo, solo habitado por mis recuerdos, por la imagen de los amigos a quienes acabo de dedicarles mi libro, por los intentos hasta ahora frustrados de escribir, por Fernanda y por las pocas mujeres que conocí antes de enamorarme de Fernanda. Por mí. Un hombre que no tiene nada salvo una historia que le pertenece y la voluntad de lanzarla contra todo. De una buena vez.

Aún recuerdo con claridad la noche aquella en la que mi tío Emilio llegó a la casa con una expresión en el rostro que tía Laura y yo jamás le habíamos visto, como si le acabara de ocurrir algo extraordinario. Hubiéramos creído que se trataba de un objeto precioso encontrado en la calle o que lo habían ascendido en el trabajo si no hubiera sido porque una vez que se quitó el saco me llamó para conversar en la sala y porque en su timbre de voz se distinguía un aire de cierta forzada solemnidad: el asunto tenía que ver conmigo. Recuerdo que intenté pensar en las faltas que había cometido pero no se me ocurrió ninguna. No tenía ni la más leve sospecha de que mi vida, o lo que hasta entonces había sido mi vida, estaba a punto cambiar para siempre:

–Te tengo noticias, hijo –me dijo el tío Emilio de golpe, que siempre me llamaba «hijo»; se había adelantado sobre su asiento y había puesto los codos sobre sus rodillas–. Hay una posibilidad de empleo para ti este verano.

Recuerdo claramente que me quedé perplejo y que pensé que se trataba de una broma. Desde que mis padres se separaron y yo fui a dar, tras varias estaciones, a su casa en Santa Anita, mi tío Emilio había tenido esa clase de gestos inútiles con los que intentaba demostrar que él podía cumplir las funciones que mi verdadero papá, el hermano de su esposa, había dejado de realizar desde que abandonara a mi madre y la dejara sola con su único hijo. Hacía solo un par de años me había querido llevar a la pizzería en la que trabajaba con la intención de que lavara platos o fuera mozo como él, y en aquellas ocasiones mi tía Laura se había opuesto tenazmente a aquellas ideas. Yo siempre le agradecía su ayuda, pero en los últimos años había conseguido emplearme a mi manera: desde que me mantenía en la universidad por cuenta propia había querido demostrarles, y demostrarme a mí, que había dejado de ser una carga para cualquiera. Me sorprendía que esa noche él volviera a insistir con una nueva propuesta: mi tío sabía que ya no aceptaría de ningún modo emplearme en la pizzería en la que él trabajaba, en pleno centro de Miraflores. La sola posibilidad de encontrarme con algún compañero de la universidad, como había ocurrido el verano anterior, me causaba pánico.

–Es en Proceso –le escuché decir entonces. Estaba radiante como sabiendo que de aquella manera conjuraba de un solo golpe todo lo que pasaba por mi cabeza–. Es para trabaj

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