Brooklyn

Colm Tóibín

Fragmento

cap-1

 

Sentada junto a la ventana en el salón del piso superior de su casa, en Friary Street, Eilis Lacey vio a su hermana Rose volver del trabajo con paso enérgico. La observó mientras cruzaba la calle, del sol a la sombra, con el nuevo bolso de piel que se había comprado en las rebajas de Clery’s, en Dublín. Llevaba una rebeca color crema sobre los hombros. Los palos de golf estaban en la entrada; en pocos minutos, Eilis lo sabía, alguien iría a buscarla y Rose no volvería hasta que aquella tarde de verano se hubiera apagado.

Las clases de contabilidad de Eilis casi habían finalizado; en el regazo tenía un manual de sistemas contables y en la mesa que estaba tras ella había un libro mayor en el que había introducido, en las columnas de debe y haber, como parte de sus deberes, las operaciones diarias de una empresa de la que había anotado todos los datos la semana anterior en la escuela de formación profesional.

En cuanto oyó abrirse la puerta principal, fue al piso de abajo. Rose, en la entrada, sostenía su espejito de bolsillo y se observaba atentamente mientras se aplicaba pintalabios y maquillaje de ojos. Después contempló su aspecto en el gran espejo del recibidor y se retocó el cabello. Eilis observó en silencio a su hermana mientras esta se humedecía los labios y volvía a mirarse en el espejito de bolsillo antes de guardarlo.

Su madre salió de la cocina.

—Estás preciosa, Rose —dijo—. Serás la más guapa del club de golf.

—Estoy muerta de hambre —contestó Rose—, pero no tengo tiempo de comer.

—Te prepararé un té más tarde —dijo su madre—. Eilis y yo lo vamos a tomar ahora.

Rose revolvió en su bolso y sacó el monedero. Lo abrió y dejó una moneda de un chelín sobre el perchero de la entrada.

—Por si quieres ir al cine —le dijo a Eilis.

—¿Y yo qué? —preguntó su madre.

—Eilis ya te contará la historia cuando vuelva a casa —replicó Rose.

—¡Muy bonito por tu parte! —dijo su madre.

Las tres se echaron a reír. Un coche se detuvo fuera y se oyó una bocina. Rose cogió los palos de golf y se fue.

Más tarde, mientras la madre lavaba la vajilla y Eilis la secaba, llamaron a la puerta. Al abrir, Eilis se encontró a una chica que reconoció era de Kelly’s, la tienda de comestibles que había junto a la catedral.

—La señorita Kelly me ha enviado para darle un recado —dijo la chica—. Quiere verla.

—¿Ah, sí? —preguntó Eilis—. ¿Y ha dicho para qué?

—No. Tiene que ir allí esta noche.

—¿Por qué quiere verme?

—Dios mío, no lo sé, señorita. No se lo he preguntado. ¿Quiere que vaya a preguntárselo?

—No, da igual. Pero ¿estás segura de que el recado es para mí?

—Sí, señorita. Dice que tiene que ir a verla.

Como había decidido ir al cine otro día y estaba cansada del libro mayor, Eilis se cambió de ropa, se puso una rebeca y salió de casa. Recorrió Friary Street y Rafter Street hasta llegar a Market Square y después subió por la cuesta en dirección a la catedral. La tienda de la señorita Kelly estaba cerrada, así que llamó a la puerta lateral que llevaba al piso superior, en el que Eilis sabía que residía la propietaria. Abrió la puerta la misma joven que había ido a su casa, y le dijo que esperara en el vestíbulo.

Eilis oyó voces y movimiento en el piso de arriba, y poco después la chica volvió y le dijo que la señorita no tardaría en bajar.

Eilis conocía de vista a la señorita Kelly, pero su madre no compraba en su tienda porque era demasiado cara. Creía que tampoco le caía bien, aunque no se le ocurría cuál podía ser la razón. Se decía que la señorita Kelly vendía el mejor jamón de la ciudad y la mejor mantequilla natural, y los productos más frescos, incluida la crema de nata, pero Eilis no recordaba haber entrado nunca en su tienda, tan solo haber mirado dentro al pasar por delante y ver a la dueña en el mostrador.

La señorita Kelly bajó lentamente las escaleras y al llegar al vestíbulo encendió la luz.

—Bueno —dijo, y lo repitió como si fuera un saludo. No sonrió.

Eilis iba a decirle que habían mandado a buscarla y a preguntarle educadamente si llegaba en un buen momento, pero al ver la forma en que la señorita Kelly la miraba de arriba abajo decidió no decir nada. La actitud de la señorita Kelly la indujo a preguntarse si alguien la había ofendido y ella la habría confundido con aquella persona.

—Así que aquí estás —dijo la señorita Kelly.

Eilis vio varios paraguas negros apoyados en el perchero.

—He oído decir que no tienes trabajo pero sí muy buena cabeza para los números.

—¿De verdad?

—Oh, toda la ciudad, todos los que son alguien, vienen a mi tienda, y yo lo oigo todo.

Eilis se preguntó si aquello era una referencia al hecho de que su madre compraba siempre en otra tienda, pero no estaba segura. Las gruesas gafas de la señorita Kelly hacían difícil interpretar la expresión de su rostro.

—Y estamos hasta arriba de trabajo todos los domingos. Lógico, no hay nada más abierto. Viene gente de toda clase, buena, mala y corriente. Y, por norma, abro después de la misa de siete, y desde que acaba la misa de nueve hasta la misa de once esto está abarrotado, no cabe ni un alfiler en la tienda. Mary me ayuda, pero es muy lenta, en el mejor de los casos, así que estoy buscando a alguien espabilado, alguien que conozca a la gente y sea capaz de dar bien la vuelta. Pero solo los domingos, cuidado. El resto de la semana podemos arreglárnoslas solas. Y te han recomendado. He pedido informes sobre ti y serían siete con seis a la semana, eso podría ayudar un poco a tu madre.

La señorita Kelly hablaba, pensó Eilis, como si estuviera describiendo un desaire que le hubieran hecho, apretando los labios con fuerza entre frase y frase.

—Ya no tengo nada más que decir. Puedes empezar el domingo, pero ven mañana a aprenderte todos los precios y para que te enseñemos a usar la balanza y la cortadora. Tendrás que recogerte el pelo y comprarte una buena bata de trabajo en Dan Bolger’s o en Burke O’Leary’s.

Eilis ya estaba memorizando aquella conversación para repetírsela a su madre y a Rose; deseó que se le ocurriera algo inteligente que decirle a la señorita Kelly sin ser abiertamente maleducada. Sin embargo, se quedó en silencio.

—¿Y bien? —preguntó la señorita Kelly.

Eilis se dio cuenta de que no podía rechazar la oferta. Era mejor que nada y, de momento, no tenía otra cosa.

—Oh, sí, señorita Kelly —dijo—. Empezaré cuando usted quiera.

—El domingo puedes ir a misa de siete. Es lo que hacemos nosotras, y abrimos después.

—Muy bien —dijo Eilis.

—Pues entonces ven mañana. Si estoy ocupada te mandaré a casa, o puedes llenar paquetes de azúcar mientras esperas. Pero si no estoy ocupada, te enseñaré cómo funciona todo.

—Gracias, señorita Kelly —dijo Eilis.

—A tu madre le complacerá que tengas algo. Y a tu hermana —dijo la señorita Kelly—. He oído decir que es muy buena jugando al golf. Y ahora ve a casa como una buena chica. Tú sola encontrarás la salida.

La señorita Kelly dio media vuelta y empezó a subir despacio las escaleras. Eilis se dirigió a su casa sa

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