El sueño de la crisálida

Vanessa Montfort

Fragmento

La primera crisálida

La primera crisálida

Lo más increíble de los milagros es que suceden.

CHESTERTON

¿Cuántas horas pueden estar dos personas sentadas, una al lado de la otra, sin comunicarse? Yo he comprobado que entre ocho y trece.

¿Y dónde? En un avión y en un trabajo. Seguramente son más, pero ese, al menos, es mi récord.

En un pasado muy reciente, cuando nuestra atención aún no había sido secuestrada por el fulgor hipnótico de móviles y tablets, recuerdo haber disfrutado de conversaciones insólitas con mis compañeros de viaje: en trenes, en autobuses, vuelos transatlánticos, incluso en el metro. Viajeros anónimos que conocía durante un corto fragmento de su existencia y de los que me daba tristeza despedirme ya que, casi antes de sentarse, me confesaban su vida. Ese era mi superpoder. Uno muy útil cuando eres periodista: adulterios, ruinas económicas, enamoramientos, dramas cotidianos, incestos, dudas existenciales, fugas de agua… conocería de ellos sólo lo que estuvieran dispuestos a confesarme y que terminaba siendo más íntimo de lo que hubieran previsto, supongo, relajados ante el anonimato y la seguridad de no volver a vernos.

Sin embargo, cuando conocí a Greta en ese Boeing 747 Nueva York-Madrid, hacía años que me había vuelto invisible para mis compañeros de viaje y ellos para mí. Era como si el mundo entero me hubiera retirado su confianza. Por eso nunca imaginé que esas siete horas de conversación se prolongarían a todo un año de confesiones y mucho menos que estas serían mutuas. Notas que termino hoy de revisar y que comencé a escribir también sin prever, ni por lo más remoto, su destino final.

De alguna manera, cruzar el océano Atlántico aquella primavera de 2017 rompió mi maleficio. El que ahora sé que arrastraba desde que dejé el periodismo. Me estremece pensar en lo distintas que serían nuestras vidas de no haber comenzado aquella conversación.

Por qué su historia me enganchó como un anzuelo desde su primera palabra, por qué empecé a escribirla y he luchado tanto por publicarla son preguntas que sólo he podido contestarme al finalizar este libro.

Sin embargo, sí tuve, desde el primer instante, una certeza: la historia de Greta nunca se había contado antes. No por lo que haya en ella de polémica, sino porque habla de esa mágica capacidad nuestra para reconstruirnos.

¿La capacidad de quién? De nosotros. Del ser humano. De nuestra necesidad de transformación. De algo que ahora mismo y por culpa de Leandro Mateos, experto en insectos voladores y en mi persona a partes iguales, me obsesiona: la crisálida. Nuestro único y gran cambio vital. Algo en lo que siempre creí, pero a lo que hasta ahora no he sabido dar nombre: la sospecha de que todos los seres humanos tenemos al menos una oportunidad de realizar un cambio de ciento ochenta grados para adquirir nuestra forma más auténtica; la ocasión de poner a prueba nuestra gran capacidad de transformación, propia y de nuestro entorno. Y la tenemos, aunque a veces nos creamos incapaces de ejercitarla o de creer en ella.

Pero la primera crisálida también tuvo que soñar sus alas.

En el fondo, creo que siempre he confiado en ese poder nuestro para obrar el milagro de un cambio. Uno importante: duelos, posguerras, rupturas, heridas, tsunamis, crisis, desilusiones, pandemias, catástrofes, esos procesos capaces de llevarnos al punto de deshacernos por completo como pobres orugas destinadas a arrastrarnos por la tierra pueden inducirnos, al mismo tiempo, a un fuerte renacer con una nueva capacidad: la de volar. Curiosamente, cuando conocí a Greta, había dejado de confiar en todo esto.

Empiezo a escribir el prólogo a esta historia también, no me importa decirlo, protegida por la ficción. Y es que tras mis años de carrera periodística he comprobado aquello que una vez me dijo Ernesto, mi primer mentor en el periódico, cuando me acogió bajo su ala y aún me daba apuro levantar la mano en las ruedas de prensa: que algunas veces la ficción nos permite aproximarnos más a la realidad o sentirnos más libres para contarla. Por eso, aprovecho estas líneas previas para advertir que los nombres y los lugares de este relato han sido modificados con el fin de preservar la privacidad de sus protagonistas.

Así lo han querido y así lo respeto.

Confieso que hoy, 18 de mayo de 2018, mientras escribo las líneas que cerrarán esta historia para por fin abrirla al mundo, ha dejado de preocuparme si va a compensarme el alboroto de esa polémica que no busco, las torpes y engorrosas amenazas sufridas, los ladridos de desconocidos que no profundizarán en mis razones, las susceptibilidades de algunos amigos, el barullo deslenguado de las redes… sólo por querer contar la que considero una gran historia. Una necesaria.

¿Por qué ha dejado de preocuparme todo esto? Porque ya la he contado. Su historia pero también la mía.

El sueño de una crisálida es un sueño lleno de cosas.

No es un sueño inactivo. Es un tiempo muerto en el que se opera un proceso solitario y milagroso, en el que es necesario detenerse… y el silencio.

Dos cosas que yo nunca me habría permitido antes.

Hoy, tras este inmenso viaje de un año, creo saber lo que piensa una crisálida durante su lento y traumático proceso:

Voy a rebelarme contra este cansancio. Voy a hacer real lo que ahora sueño. Voy a transformarme en lo que quiero ser. Voy a volar a donde me apetezca. Y nunca jamás volveré a arrastrarme.

Como escribió Chesterton: «Lo más increíble de los milagros es que suceden», y yo he sido testigo de uno y quiero contarlo.

Un milagro humano. Uno de nuestro tamaño.

Tan inmenso y cotidiano como lo es el milagro del amor o de la vida.

Una vez escuché que lo único que nos aparta de la felicidad es el miedo al cambio. Greta —como decidimos juntas que la llamaría para proteger su anonimato— también lo tuvo, pero lo está venciendo. Si ha roto o no la transparente crisálida en la que durante este año se ha ido transformando, lo descubriremos más adelante. Pero soy feliz de haber tenido la suerte de que me relatara, desde el interior de su infranqueable cápsula de seda, lo que un ser humano siente al deshacerse y volver a nacer, convertida en otra cosa.

En algo mejor y más libre.

Acompañarla en ese proceso me ha aportado una luz poderosa: saber que es posible.

PATRICIA MONTMANY

Madrid, 18 de mayo de 2018

Primera parte. Fase de oruga

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