La caída (Colección Premios Nobel de Literatura)

Albert Camus

Fragmento

Caballero, ¿puedo proponerle mis servicios sin correr el riesgo de parecer inoportuno? Me temo que no logre hacerse entender por el estimado gorila que rige los destinos de este establecimiento. En efecto, solo habla holandés. Si no me autoriza usted a defender su caso, jamás adivinará que lo que usted desea es ginebra. Eso es, me atrevo a esperar que me ha entendido; ese gesto con la cabeza debe de significar que se rinde ante mis argumentos. Allá va, en efecto, se apresura con sabia lentitud. Tiene usted suerte, no ha gruñido. Cuando se niega a servir le basta un gruñido: nadie insiste. El privilegio de los grandes animales es ser muy dueños de su estado de humor. Pero permítame que me retire, caballero, me alegro de que se sienta en deuda conmigo. Se lo agradezco y aceptaría si estuviera seguro de no ser pesado. Es usted demasiado amable. Me instalaré, pues, con mi vaso junto al suyo.

Tiene usted razón, su mutismo es ensordecedor. Es el silencio de los bosques primitivos, cargado a reventar. A veces me asombro de la obstinación que emplea nuestro taciturno amigo para ignorar las lenguas civilizadas. Su oficio consiste en recibir a marineros de todas las nacionalidades en este bar de Amsterdam, que por otra parte él mismo ha llamado Mexico-City, vaya a saber por qué. ¿No es de temer que con tales obligaciones su ignorancia sea incómoda? ¿Qué piensa usted? ¡Imagínese al hombre de Cromañón hospedado en la torre de Babel! Lo menos que se puede decir es que sufriría algún tipo de desarraigo. Pero no, este no siente su exilio, sigue su camino, nada le afecta. Una de las raras frases que he oído salir de sus labios fue para proclamar un: lo toma o lo deja. ¿Qué es lo que había que tomar o dejar? Sin duda alguna a nuestro propio amigo. Le confesaré que me siento atraído por estas criaturas hechas de una sola pieza. Cuando se ha meditado largamente sobre el hombre, por oficio o por vocación, se llega a sentir cierta nostalgia por los primates. Ellos no tienen segundas intenciones.

A decir verdad, nuestro patrón tiene algunas, aunque las cultive oscuramente. A fuerza de no entender lo que se dice en su presencia, ha desarrollado un carácter desconfiado. Y de ahí ese aspecto de gravedad recelosa, como si sospechara que al menos hay algo que no funciona como es debido entre los hombres. Esa disposición dificulta las discusiones que no conciernen a su trabajo. Por ejemplo, observe encima de su cabeza, en la pared del fondo, ese rectángulo vacío que indica el lugar de un cuadro descolgado. Allí había, en efecto, un cuadro, y un cuadro especialmente interesante, una auténtica obra maestra. Pues bien, yo estaba presente cuando el dueño de estos lugares lo recibió, y también cuando lo cedió. En ambos casos fue con igual desconfianza, después de semanas de rumiarlo. Hay que reconocer que en ese aspecto la sociedad ha estropeado un poco la franca sencillez de su naturaleza.

Advierta que no le juzgo. Considero que su desconfianza tiene fundamento y la compartiría con gusto si mi naturaleza comunicativa no se opusiera a ello, como usted ve. Soy hablador, vaya, y me relaciono fácilmente. Aunque sé conservar las convenientes distancias, aprovecho cualquier ocasión. Cuando vivía en Francia me resultaba imposible toparme con un hombre de ingenio sin que hubiera de relacionarme al momento con él. ¡Ah! Ya veo que reacciona ante ese imperfecto de subjuntivo. Confieso mi debilidad por ese tiempo del verbo y por el lenguaje florido en general. Debilidad que llego a reprocharme, créame. Sé muy bien que la afición por la lencería fina no supone que se tengan los pies sucios. No es óbice. El estilo, como el popelín, a menudo disimula el eccema. Me consuelo diciéndome que, al fin y al cabo, los que mal hablan tampoco son puros. Pero bueno, sí, tomemos otra ginebra.

¿Será larga su estancia en Amsterdam? Bella ciudad ¿no es cierto? ¿Fascinante? Ese es un adjetivo que no oía desde hacía mucho tiempo. Desde que me fui de París, precisamente, hace años de eso. Pero el corazón posee su propia memoria y no he olvidado nada de nuestra bella capital, ni de sus muelles. París es un auténtico decorado, una soberbia escenografía en la que viven cuatro millones de siluetas. ¿Casi cinco millones según el último censo? Vamos, habrán tenido crías. No me extrañaría. Siempre me pareció que nuestros conciudadanos tenían dos manías furibundas: las ideas y la fornicación. A diestro y siniestro, por decirlo de algún modo. Pero guardémonos muy mucho de condenarlos; no son los únicos, toda Europa está en ello. A veces pienso en lo que dirán de nosotros los historiadores futuros. Una sola frase bastará para el hombre moderno: fornicaba y leía periódicos. Después de tan vigorosa definición, me atrevería a decir que el tema estará agotado.

Oh, no. Los holandeses son mucho menos modernos. Tienen tiempo, obsérvelos. ¿Qué hacen? Pues bien, estos caballeros viven del trabajo de aquellas damas. Por otra parte, tanto los varones como las hembras son criaturas absolutamente burguesas, que han llegado a esta situación, como de costumbre, por mitomanía o por estupidez. En suma, por exceso o por falta de imaginación. De vez en cuando esos caballeros sacan el cuchillo o el revólver, pero no crea usted que lo hacen por gusto. Lo exige su papel, eso es todo, y se mueren de miedo cuando disparan sus últimos cartuchos. Dicho esto, los considero de más alta moralidad que los otros, los que matan en familia, por desgaste. ¿No ha observado usted que nuestra sociedad está organizada para ese tipo de liquidación? Usted habrá oído hablar, naturalmente, de esos minúsculos peces de los ríos brasileños que atacan por millares al imprudente bañista y en pocos instantes lo limpian, con pequeños y rápidos mordiscos, hasta dejar el esqueleto inmaculado. Pues bien, esa es su organización. «¿Quiere usted una vida limpia? ¿Como todo el mundo?» Usted responde: sí, naturalmente. ¿Cómo responder que no? «De acuerdo. Le vamos a limpiar. Ahí tiene una profesión, una familia, tiempo de ocio organizado.» Y los menudos dientecillos se lanzan a la carne, hasta el hueso. Pero creo que soy injusto. No hay por qué decir que esa es su organización. Después de todo es la nuestra: todo está en ver quién limpiará al otro.

Por fin nos traen nuestra ginebra. Le deseo buena fortuna. Sí; el gorila ha abierto la boca para llamarme doctor. En estos países todo el mundo es doctor, o profesor. Les gustan las muestras de respeto, por bondad y por modestia. Al menos ellos no hacen de la maldad una institución nacional. Por otro lado, yo no soy médico. Por si quiere usted saberlo, yo era abogado antes de venir aquí. Ahora soy juez-penitente.

Pero permítame que me presente: Jean-Baptiste Clamence, para servirle. Encantado de conocerle. ¿Sin duda está usted metido en el mundo de los negocios? ¿Más o menos? Excelente respuesta. Y prudente; siempre se está más o menos en todas las cosas. Veamos, permítame jugar a los detectives. Usted tiene más o menos mi edad, el ojo bien informado de los cuarentones que conocen más o menos las vueltas de las cosas, va usted más o menos bien vestido, es decir, como se suele estar entre nosotros, y tiene usted las manos delicadas. ¡Por consiguiente, más o menos un burgués! ¡Pero un bur

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