Vergüenza

Salman Rushdie

Fragmento

I EVASIONES

DE LA MADRE PATRIA  

1. EL MONTAPLATOS

En la remota ciudad fronteriza de Q.,1 que, vista desde el aire, a nada se parece tanto como a una pesa gimnástica mal proporcionada, había una vez tres hermanas amables y amantes. Sus nombres... pero sus verdaderos nombres no se usaban nunca, lo mismo que la mejor porcelana de la casa, que fue guardada con llave después de la noche de su tragedia común, en un aparador cuya situación llegó a olvidarse, de forma que el gran servicio de mil piezas de las cerámicas Gardner de la Rusia zarista se convirtió en un mito familiar en cuya realidad casi dejaron de creer... Las tres hermanas, debo decir sin más demora, llevaban el apellido Shakil, y eran conocidas por todos (por orden de edad descendente) como Chhunni, Munnee y Bunny.

Y un día su padre murió.

El viejo señor Shakil, en el momento de su muerte viudo desde hacía dieciocho años, había adquirido la costumbre de referirse a la ciudad en que vivía como «un agujero del infierno». En su último delirio emprendió

1. Indudablemente, Quetta, capital del Beluchistán. (N. del T.)

 un monólogo incesante y en gran parte incomprensible, entre cuyas turbias peregrinaciones los criados de la casa podían distinguir largos pasajes de obscenidades, juramentos y maldiciones, de una ferocidad que hacía hervir el aire violentamente alrededor de su cama. En esa perorata, el viejo recluso amargado recitaba su odio de toda la vida hacia su ciudad natal, ora invocando a los demonios para que destruyeran aquel montón de edificios bajos, de color pardo, «sin orden ni concierto», que había en torno al bazar, ora aniquilando con sus palabras incrustadas de muerte la blanca presunción encalada del distrito del Acantonamiento. Ésos eran los dos orbes de la pesa gimnástica de la ciudad: la ciudad vieja y el Cantt, la primera habitada por la población indígena y colonizada, y la segunda por los colonizadores extranjeros, los sahibs «angreses» o británicos. El viejo Shakil aborrecía ambos mundos y, durante muchos años, había permanecido emparedado en su residencia alta, gigantesca y de aspecto de fortaleza, que daba interiormente a un patio cerrado, semejante a un pozo y sin luz. La casa estaba situada junto a un maidan1 abierto, y equidistaba del bazar y del Cantt. A través de una de las pocas ventanas del edificio que daban al exterior, el señor Shakil, en su lecho de muerte, podía mirar fijamente la cúpula de un gran hotel de estilo clásico que se alzaba de las calles intolerables del Acantonamiento como un espejismo, y dentro del cual podían encontrarse escupideras doradas y domesticados monos araña con uniformes de botones de latón y gorros de botones de hotel, y una orquesta de tamaño natural que tocaba todas las noches en un salón de baile lleno de estucos, en medio de un tumulto enérgico de plantas fantásticas, rosas amarillas y magnolias blancas y palmeras de color verde esmeralda, tan altas como los tejados: el hotel Flashman, en pocas palabras,

1. Véase el glosario que figura al final del libro. (N. del T.)

 cuya gran cúpula dorada estaba agrietada ya entonces, pero sin embargo brillaba con el fastidioso orgullo de su breve gloria condenada a la ruina; aquella cúpula bajo la cual los uniformados-y-embotados oficiales «angreses» y los paisanos de frac y las damas llenas de anillos y ojos ansiosos se congregaban todas las noches, reuniéndose aquí, procedentes de sus bungalows, para bailar y compartir la ilusión de estar llenos de colorido... cuando en realidad no eran más que blancos o, de hecho, grises, debido a los efectos deletéreos de aquel calor despiadado en sus cutis frágiles y mimados por las nubes, y también a su costumbre de beber oscuros borgoñas en medio de la locura cenital del sol, con una hermosa despreocupación por sus hígados. El viejo oía la música de los imperialistas que salía del hotel dorado, cargada de la alegría de la desesperación, y maldecía a ese hotel de los sueños con una voz fuerte y clara.

—Cerrad esa ventana —gritó—, para que no tenga que morirme oyendo ese alboroto. —Y, cuando Hashmat Bibi, la vieja criada, cerró los postigos, se relajó ligeramente y, haciendo acopio de sus últimas reservas de energía, alteró el rumbo de su retahíla fatal y delirante.

—Venid aprisa. —Hashmat Bibi salió corriendo de la habitación llamando a gritos a las hijas del anciano—, vuestro padreji se está mandando a sí mismo al infierno. —El señor Shakil, habiendo acabado con el mundo exterior, había vuelto la furia de su monólogo de moribundo contra sí mismo, invocando para su alma la condenación eterna—. Dios sabe por qué se ha cabreado —se desesperó Hashmat—, pero se está yendo de una forma muy poco correcta.

La viuda había educado a sus hijas con ayuda de nodrizas parsis, ayahs cristianas y una moralidad férrea que era sobre todo musulmana, aunque Chhunni solía decir que se había endurecido al sol. Las tres chicas fueron guardadas en el interior de aquella mansión laberín tica hasta el día de la muerte de su padre; prácticamente sin educar, estuvieron prisioneras en el ala de la zenana, donde se divertían mutuamente inventando lenguajes secretos y fantaseando sobre el aspecto que tendría un hombre al desnudarse, imaginando, en sus años prepúberes, extraños órganos genitales, como agujeros en el pecho en los que sus propios pezones encajarían perfectamente, «porque, por lo que sabíamos en aquellos tiempos —se recordarían mutuamente con asombro en época posterior—, se podría haber supuesto que la fertilización se produce a través de los pechos». Esa cautividad interminable forjó entre las tres hermanas un vínculo de intimidad que jamás se rompería por completo. Se pasaban las noches sentadas junto a una ventana, detrás de una celosía, mirando a la cúpula dorada del gran hotel y balanceándose al compás de la enigmática música de baile... y hay rumores de que se exploraban mutuamente los cuerpos con indolencia en la lánguida somnolencia de las tardes y, por la noche, tejían ocultos sortilegios para acelerar el momento de la defunción de su padre. Pero las malas lenguas son capaces de decir cualquier cosa, especialmente de unas mujeres bellas que viven apartadas de los desnudantes ojos de los hombres. Lo que es verdad casi con certeza es que fue en esos años, mucho antes del escándalo del niño, cuando las tres, que suspiraban todas por tener hijos con la abstracta pasión de su virginidad, hicieron su pacto secreto de permanecer trinas, unidas para siempre por la intimidad de su juventud, incluso después de tener hijos: es decir, resolvieron compartir sus niños. No puedo demostrar ni refutar la sucia historia de que ese convenio fue escrito y firmado con la sangre menstrual de aquella aislada trinidad y luego reducido a cenizas, conservándose únicamente en el claustro de sus memorias.

Pero durante veinte años sólo tuvieron un hijo. Se llamaría Omar Khayyam.



Todo esto ocurrió en el siglo XIV. Estoy utilizando el calendario de la Hégira, naturalmente: no os imaginéis que las historias de esta clase ocurren siempre hace mucho tiempo. El tiempo no puede homogeneizarse tan fácilmente como la leche y, en aquellas regiones, hasta hace muy poco, los años mil trescientos y pico estaban en su apogeo.

Cuando Hashmat Bibi les dijo que su padre había llegado a sus últimos momentos, las hermanas fueron a verlo, vestidas con sus ropas de colores más vivos. Lo encontraron con un sofocante ataque de vergüenza, pidiéndole a Dios, entre jadeos de imperioso pesimismo, que lo enviase para toda la eternidad a algún puesto avanzado del Jahannum, a algu

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