El hada carabina (Malaussène 2)

Daniel Pennac

Fragmento

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Era invierno en Belleville y había cinco personajes. Seis, contando la placa de hielo. Siete, incluso, con el perro que había acompañado al Pequeño a la panadería. Un perro epiléptico, su lengua colgaba de través.

La placa de hielo parecía un mapa de África y cubría toda la superficie del cruce que la anciana había comenzado a atravesar. Sí, sobre la placa de hielo había una mujer, muy vieja, de pie, titubeante. Hacía resbalar una pantufla por delante de la otra con milimétrica prudencia. Llevaba un capazo del que sobresalía un puerro de segunda mano, un viejo chal sobre los hombros y un aparato acústico detrás de la oreja. A fuerza de reptante progresión, sus pantuflas la habían llevado, digamos, hasta el centro del Sahara, en la placa en forma de África. Tenía que tragarse todavía todo el sur, los países del apartheid y todo eso. A menos que cortara por Eritrea o Somalia, pero el mar Rojo estaba horriblemente helado en el arroyo. Esos cómputos trotaban bajo el cepillo del rubiales de loden verde que observaba a la vieja desde su acera. Y en ese caso al rubiales le parecía tener una imaginación estupenda. De pronto, el chal de la vieja se desplegó como un velamen de murciélago y todo se inmovilizó. Había perdido el equilibrio; acababa de recuperarlo. Decepcionado, el rubiales blasfemó entre dientes. Siempre le había parecido divertido ver a alguien rompiéndose la crisma. Formaba parte del desorden de su rubia cabeza. Sin embargo, vista desde fuera, aquella cabecita parecía impecable. Ni un pelo más alto que otro en la tupida superficie del cepillo. Pero no le gustaban demasiado los viejos. Los encontraba vagamente sucios. Los imaginaba… por debajo, para decirlo de algún modo. Ahí estaba, pues, preguntándose si la vieja iba o no a escoñarse en aquel témpano africano, cuando descubrió a otros dos personajes en la acera de enfrente, que no dejaban de tener relación con África, por otra parte: unos árabes. Dos. Africanos del norte, vamos, o magrebíes, que eso depende. El rubiales seguía preguntándose cómo llamarlos para no parecer racista. Era muy importante, con las opiniones que eran las suyas, no parecer racista. Era Frontalmente Nacional y no lo ocultaba. Pero precisamente por ello, no quería que le dijeran que lo era porque era racista. No, no, como le habían enseñado antaño en la gramática, no se trataba de una relación de causa, sino de consecuencia. El rubiales era Frontalmente Nacional, de modo que había podido reflexionar objetivamente sobre los peligros de la inmigración salvaje; y había llegado a la conclusión, con perfecto sentido común, de que era preciso dar el bote enseguida a todos esos moracos, primero por la pureza de la ganadería francesa, por el paro luego y, finalmente, por la seguridad. (Cuando se tienen tantas buenas razones para tener una opinión sana, no debemos dejarnos ensuciar por ciertas acusaciones de racismo.)

En resumen, la vieja, la placa en forma de África, los dos árabes en la acera de enfrente, el Pequeño con su perro epiléptico y el rubiales que le da al coco… Se llamaba Vanini, era inspector de policía y le preocupaban, sobre todo, los problemas de Seguridad. De ahí su presencia aquí y la de los demás inspectores de paisano diseminados por Belleville. De ahí el par de esposas cromadas bamboleándose en su nalga derecha. De ahí su arma de servicio, metida en la funda, bajo la axila. De ahí el puño americano en su bolsillo y el espray paralizante en su manga, personal aportación al arsenal reglamentario. Utilizar primero éste para poder golpear tranquilamente con aquél, un truco suyo que había resultado efectivo. Porque, a fin de cuentas, existía el problema de la Inseguridad. ¡Las cuatro ancianas degolladas en Belleville en menos de un mes no se habían abierto solas en canal!

Violencia…

Pues sí, violencia…

El rubiales Vanini dirigió una larga mirada pensativa a los árabes. A fin de cuentas, no podía permitir que sangraran a nuestras viejas como si fueran cabras, ¿verdad? De pronto, el rubiales sintió una real emoción de salvavidas; allí estaban los dos árabes, en la acera de enfrente, charlando como si la cosa no fuera con ellos en su propia jerigonza, y él, el inspector Vanini, en esta acera, con su cabeza muy rubia y, en el corazón, el delicioso sentimiento que te caldea justo cuando vas a zambullirte en el Sena hacia la mano que se agita. Llegar a la vieja antes que ellos. Fuerza de disuasión. Puesta en práctica enseguida. He aquí al joven inspector que planta un pie en África. (Si algún día le hubieran dicho que haría semejante viaje…) Progresa con segura zancada hacia la anciana. Él no resbala sobre el hielo. Sus pies calzan unos borceguíes con crampones, esos que no se quita desde su Preparación Militar Superior. Hele aquí, pues, caminando sobre el hielo en auxilio de la tercera o cuarta edad, sin apartar los ojos de los árabes, allí enfrente. Bondad. En él ahora todo es bondad. Pues los frágiles hombros de la anciana le recuerdan, de pronto, los de su propia abuela, la suya, la de Vanini, a la que tanto quiso. Lamentablemente, la quiso tras su muerte. Sí, los viejos mueren a menudo demasiado pronto; no aguardan la llegada de nuestro amor. Vanini le había reprochado mucho a su abuela que no le hubiera dado tiempo para amarla cuando vivía. Pero bueno, amar a un muerto es, a fin de cuentas, mejor que no amar en absoluto. Al menos eso pensaba Vanini, aproximándose a la ancianita que vacilaba. Incluso su capazo era conmovedor. Y su aparato auditivo… La abuela de Vanini también había sido sorda durante los últimos años de su vida, y hacía ese mismo gesto que hace ahora la anciana dama: regular continuamente la intensidad de su aparato girando la pequeña ruedecilla entre la oreja y los escasos pelos de esa parte del viejo cráneo. Aquel gesto familiar con el índice, sí, era propiamente la abuela de Vanini. El rubiales, ahora, parecía amor fundido. Casi habría olvidado a los árabes. Estaba ya preparando su frase: «Permítame que la ayude, abuela», que pronunciaría con una dulzura de nieto, casi un murmullo, para que aquella brusca irrupción del sonido en el amplificador auditivo no sobresaltara a la anciana dama. Ahora estaba ya sólo a un paso de ella, lleno de amor, y entonces ella se dio la vuelta. Por completo. Tendiendo el brazo hacia él. Como señalándole con el dedo. Salvo que en vez del índice, la anciana dama blandía una P.38 de época, la de los alemanes, un arma que ha recorrido el siglo sin pasar ni una pizca de moda, una antigualla que sigue siendo moderna, un instrumento tradicionalmente asesino, de hipnótico orificio.

Y apretó el gatillo.

Todas las ideas del rubiales se diseminaron. La cosa produjo como una hermosa flor en el cielo de invierno. Antes de que el primer pétalo cayera, la anciana había devuelto el arma a su capazo y proseguía su camino. El retroceso, por lo demás, la había hecho progresar más de un metro sobre el hielo.

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