Los frutos de la pasión (Malaussène 6)

Daniel Pennac

Fragmento

DONDE SABEMOS QUE THÉRÈSE

ESTÁ ENAMORADA

Y DE QUIÉN

1

Debiéramos vivir a posteriori. Decidimos demasiado pronIto. No debí invitar nunca a aquel tipo a cenar. Una rendición apresurada, de desastrosas consecuencias. Debo decir que la presión era enorme. Toda la tribu se había empeñado en convencerme, cada cual en su registro, una terrible potencia de fuego:

–¿Cómo? –aullaba Jérémy–, ¿Thérèse está enamorada y no quieres ver a su chorvo?

–Nunca he dicho eso.

Louna tomó el relevo:
–Thérèse conoce a un señor que se interesa por ella, un fenómeno tan improbable como un tulipán en el planeta Marte. ¿Y te importa un bledo?

–No he dicho que me importara un bledo.
–¿Ni siquiera una pizca de curiosidad, Benjamin?
Ésta era Clara, con su voz de terciopelo…
–¿Sabes, al menos, qué hace en la vida el amigo de Thérèse? –preguntó el Pequeño, tras sus gafas rosadas.

No, yo no sabía por lo menos lo que hacía.
–¡Se dedica a contar!
–¿A contar?
–Es lo que ha dicho Thérèse: ¡se dedica a contar! Prohibir nuestra quincallería a un cuentista suponía aniquilar el sistema de valores del Pequeño. De mi propia persona a Loussa de Casamance, pasando por el amigo Théo, el viejo Risson, Clément Clément, Thian, Yasmina o Cissou la Nieve, el Pequeño no había visto otra cosa desde que nació.

–¿Es cierto? –le pregunté algo más tarde a Julie–. ¿El theresófilo es un cuentista?

–Cuentista o mecánico –repuso Julie–, tendrás que pasar por ello, mejor será que cedas enseguida. Organiza una cena.

Mamá, por su parte, estaba en algún lugar, en pleno amor, como de costumbre. Por teléfono, cierta mañana, hacia las diez –circunspectos crujidos de tostada, probablemente nos llamaba desde la cama, tras la bandeja de un desayuno–, se enteró de la buena nueva. Dijo lo que dice siempre, cada vez que una de sus hijas entra en éxtasis.

–¿Thérèse enamorada? ¡Pero es ma-ra-vi-llo-so! Deseo que sea tan feliz como yo.

Y colgó.

En materia de mujeres, es inútil recurrir a los hombres. Consulté con los compañeros, por pura fórmula. Hadouch, Mo y Simon compartían, como debe ser, la misma opinión:

–Siempre te ha supuesto un problema que tus hermanas se peguen el lote, Ben. Quisieras guardarlas para ti, es tu faceta «mediterránea», como vosotros decís.

El viejo Amar, en cambio, echó mano de su apacible fatalismo:

Inshallah, hijo mío, lo que la mujer quiere, lo quiere Dios. Yasmina me quiso porque Dios quiso que yo quisiera a Yasmina. ¿Comprendes? Hay que tener el espíritu tan ancho como el corazón de Dios.

Recordé a Stojil. ¿Qué consejo me habría dado el viejo Stojil, inclinado sobre nuestro tablero de ajedrez, si no hubiera muerto antes de tiempo? Probablemente el mismo que cuando Julie se había metido en el vientre un deseo de progenie:

–Deja hacer a Thérèse.

Respuesta bastante parecida al laconismo ontológico de Rabbi Razon:

–La especie humana es una decisión de mujer, Benjamin. Ni siquiera Hitler pudo hacer nada.

Algo que me confirmó Gervaise, la segunda madre de mi hijo, el doble de Julie, una alma santa, que consagra su existencia a la redención de las colipoterras, allí, del lado de la calle des Abesses. Fui a consultárselo en el parvulario que ha abierto para todos los hijos e hijas de puta del barrio. La chiquillería ilegítima hacía cabriolas a su alrededor, entre aromas de leche segura y piel nueva. Gervaise emergía de aquel hervidero como el roquedal de la maternidad.

–Si Thérèse quiere tener un hijo, Benjamin, lo tendrá. Es cuestión de ganas. Ni siquiera las profesionales lo resisten. Mira.

Su brazo trazó un círculo por encima de los puteznos que escarbaban en su regazo.

–Si yo no he podido impedirlo, ¿cómo quieres conseguirlo tú?

Había bautizado su guardería como «Al Fruto de la Pasión», por antífrasis. Había empleado a mi hermana Clara, que desembarcaba todas las mañanas con Verdún, Es Un Ángel y el Señor Malaussène. A fin de cuentas, también ellos eran frutos de la pasión. Gervaise y Clara reinaban con mano de seda sobre el pequeño burdel.

Théo, por su parte, mi viejo compa Théo, el amante de los hombres, me sirvió su lamento durante una velada de morriña:

–Pero ¿qué quieres, en definitiva? ¿Que Thérèse sea una muchacha abonada a las muchachas? Hay en la homosexualidad un factor idéntico que, a la larga, deprime; confía en mi insaciable búsqueda, Ben. Y además –añadió–, Thérèse vino a consultarme… Tienes un estrecho margen de maniobra.

–¿Y qué te dijo?
–Lo que le gustaría poder decirte. Pero le das miedo, eres el jefe. Yo soy la anciana tía a la que se le dice todo y que no cuenta nada.

En las Ediciones del Talión, mi trabajo se resentía, claro está. Y no podía esperar nada de la reina Zabo:

–Tóqueme otra vez los huevos con su familia, Malaussène, y le pongo de patitas en la calle. Definitivamente.

La cosa no me gustó.
–De acuerdo, Majestad, me considero despedido.

Tras el portazo, la reina aulló lo bastante fuerte como para que la oyese:

–¡No cuente con la indemnización!

En el pasillo, Loussa de Casamance, mi viejo amigo Loussa, especialista senegalés en literatura china, me preguntó:

Chengfa, haizi? (¿Otra vez castigado, chiquillo?) Apenas respondí que, esta vez, me largaba de verdad. –Wo gai zou le, yilaoyongyi! –El verbo al final, chiquillo, te lo he dicho ya cien veces: yilaoyongyi, wo gai zou le!

Una vez más, rodeado como estaba, me quedaba solo con un problema que no era mío. Pero bueno, ¡Thérèse Malaussène enamorada! ¡Mi Thérèse de tan frágil rigidez! Mi espiritista de cristal de Murano. Tan quebradiza… ¡Enamorada! ¡Y en una familia donde, que la tribu recordara, el amor sólo había engendrado siempre lo irreparable! Mamá, Clara y Louna, sin embargo, lo sabían bien. ¿Cuántas rupturas, cuántos fracasos, cuántas muertes violentas y cuántos huérfanos, a fin de cuentas? El amor había sembrado la familia de cadáveres sobre los que brincaba una chiquillería exponencial, y todas aquellas mujeres estaban dispuestas a volver a empezar de cero, con el corazón renovado, a hechizarse ante el súbito rubor en las hundidas mejillas de Thérèse, identificado ipso flauta como el signo del amor, aunque yo hubiera esperado una inocente tuberculosis.

Es cierto, tómenlo como quieran, pero yo había depositado todas mis esperanzas en el bacilo de Koch. Para aquella rubicundez en mi tan lívida Thérèse, aquel inusitado sentimentalismo en su tan seca palabra, aquella cálida aureola en una muchacha tan fría, aquellas febriles ensoñaciones, aquella reluciente mirada, una sola explicación: tisis. Se puede agarrar la tuberculosis por romanticismo, Thérèse no carecía de él. Seis meses de antibióticos y se acabó lo que se daba.

Alimenté esta ilusión tanto tiempo como pude, y luego, cierta noche, quise poner las cosas en claro. Media hora después del toque de queda, me introduje en la habitación de los niños y me incliné sobre el lecho de Thérèse:

–Thérèse, querida, ¿duermes?

Sus ojos se abrían, de par en par, a la noche. –Thérèse, ¿qué te pasa?

Me lo dijo:
–Amo.

Intenté una salida:
–¿Qué es lo que amas?

Pero ella lo confirmó:
–Amo a un hombre.

Tras un evanescente silencio, añadió:
–Quisiera presentároslo.

Y como yo seguía callando:
–Lo haré cuando tú quieras, Benjamin.

Y en ésas estaban desde hacía tr

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