Entre moros y cristianos (Malaussène 5)

Daniel Pennac

Fragmento

1bartlebismo —Quiero a mi papá.

El Pequeño entró en nuestra alcoba, se plantó ante nuestro lecho y declaró:

—Quiero a mi papá.

Era una mañana de junio. Del pasado junio. Las seis y media, siete menos cuarto, más o menos. Antes de las siete, en cualquier caso. Belleville apenas despertaba, no habían pasado los basureros, el señor Malaussène, el benjamín de la tribu, sobaba en su hamaca por encima del lecho matrimonial y Julius el Perro no golpeaba la puerta con su cola para recordarme la existencia de su vejiga. No eran las siete aún.

—Quiero a mi papá.

Guiñé los ojos en la penumbra. Contemplé al Pequeño. No era más alto que el pomo de la puerta, pero debía admitir que, con todos esos años, había acabado creciendo, de incógnito. El caballero acababa de descubrir el humor y me lo hacía saber. El caballero estaba, sencillamente, bromeando. Señaló al recién nacido, en su hamaca, por encima de mi cabeza, con una sonrisa maliciosa, y precisó:

—También yo quiero mi papá.
(Un mayor que juega a ser pequeño, de acuerdo.) Respondí:

—Concedido, tendrás a tu papá, entretanto, baja a poner la mesa, ya vengo.

Y me quedé en la cama. Aprovechar los últimos minutos de paz antes de los primeros compases de la ópera familiar es el único placer que nunca he hipotecado.

Cuando bajé, encontré la mesa puesta: chocolate caliente, tostadas, zumo de naranja, campo de cereales esparcido por el mantel... La fábrica funcionaba. Todos tenían ante sí el día. Dentro de tres minutos, Clara llevaría a Verdún, a Es Un Ángel y al señor Malaussène al parvulario de la calle des Bois, donde había encontrado un curro; Jérémy y el Pequeño correrían hacia su cole y, tras haber fregoteado la mesa, Thérèse iría a sus consultas astrales con los tontainas de Belleville. (Malraux tenía razón: el siglo xxi será espiritual; el paro va a lograrlo.) Dentro de tres minutos, la quincallería estaría desierta. Dejé que la espuma subiera en mi cafetera turca, aspirando esa soledad, cuando la voz de Thérèse me electrocutó.

—Pero ¿qué esperas para beberte el chocolate, Pequeño? ¡Vas a llegar tarde!

El Pequeño se mantenía sentado muy erguido delante del humo de su bol. No había tocado las tostadas.

—Quiero a mi papá.

Dejemos la jornada que siguió; curro para todo el mundo, incluido yo mismo, en las Ediciones del Talión —preocupaciones familiares puestas entre paréntesis: ¡profesionalidad!—, hasta el anochecer cuando la cena nos devolvió al Pequeño igualmente estatuizado frente al vapor de su sopa.

—Quiero a mi papá.
—Tampoco ha jalado nada en la cantina —anunció Jérémy.

La noticia engendró una serie de comentarios en los que cada cual tocó su partitura. Thérèse soltó sus certidumbres, considerando que era «perfectamente natural» que, tras el nacimiento del señor Malaussène, el Pequeño experimentara el «síndrome del abandono» y buscase un «arraigo identitario», de ahí la reivindicación «absolutamente legítima» de un «padre biológico reconocido».

—¡Tonterías! —le cortó Jérémy—, ¡paternidad biológica y un huevo!

Primer argumento de una parrafada incendiaria a lo largo de la cual Jérémy (pero ¿le habré comprendido bien?) se empeñó en demostrar que la figura del padre es un supuesto del que uno puede prescindir perfectamente y que, en cualquiera de los casos, si nuestra madre había tomado la decisión de apartar a nuestros progenitores en el momento de nuestra llegada fue probablemente con conocimiento de causa, «mamá tenía sus razones», que solo podían ser buenas dado que mamá «no parecía una de esas» sino que «¡mamá sabía lo que hacía!».

—¿Que mamá no sabe lo que hace, Thérèse? ¿Es eso? ¿Es eso? ¡Pues dilo, si es lo que piensas! ¿Mamá no sabe lo que hace?

Silencio explosivo, al fondo del cual escuché la voz de Clara murmurando al oído del Pequeño:

—Pero si Benjamin es nuestro papá. Benjamin, y también Amar. Y lo es Théo. Vamos, cómete la sopa, Pequeño.

—Preferiría a mi papá —respondió el Pequeño sin tocar su potaje.

Ese condicional simple me obsesionó toda la noche.

Preferiría.

El Pequeño había dicho: «Preferiría a mi papá». Yo ignoraba que un tiempo verbal pudiera helar la sangre. Pues fue así. Por alguna razón que no conseguía explicarme, ese condicional simple encarceló mi noche en un sarcófago de terror. (Metáfora lamentable, lo sé, pero no estaba en condiciones de encontrar otra mejor.) Sin fuerzas siquiera para volverme en la cama. Y sin poder confiarme a Julie, puesto que Julie no estaba allí. Había partido en cruzada, Julie, justo después del nacimiento del señor Malaussène. Sí, apenas repuesta del parto, a Julie se le había metido en la cabeza reunir bajo su crin de leona a todos los periodistas puestos en la calle, desde el mes de enero, por los efectos del realismo liberal sobre los recursos humanos de la prensa francesa. Julie proyectaba nada menos que la creación de un periódico que prescindiría de publicidad, de jerarquía, de agencias de prensa «y demás prejuicios» (sic). «Tardará el tiempo que tarde, Benjamin, pero no tengas miedo, volveré, no olvides que eres mi portaaviones preferido, mima al señor Malaussène y no te hagas un lío con los horarios de los biberones.» Julie era Julie y yo me quedaba solo con el condicional simple.

Que el Pequeño volvió a servirme al día siguiente, ante sus tostadas intactas.

—Preferiría a mi papá.

Iniciaba su segundo día de ayuno.

En Ediciones del Talión fue donde comprendí la razón de mi alergia al condicional. Con tanta violencia que estuve a punto de caerme de la silla.

Estaba sugiriendo algunas correcciones a un autor cuyo manuscrito no había convencido por completo a la reina Zabo, mi santa patrona («…Una nadería, Malaussène, pídale solo que vuelva a escribir el comienzo, que limpie el cuerpo del relato, que piense otro final, que feminice a los personajes femeninos y sobre todo que cambie de tono, es demasiado liso ese texto. Necesitamos un estilo, ¡un estilo! ¡Quiero oír su voz!»), cuando el autor en cuestión me respondió con la mayor cortesía del mundo:

—Preferiría no hacerlo.
¡De nuevo el condicional simple! El mismo que el del Pequeño. Un condicional intratable. Un imperativo de cortesía, de hecho. Pero un imperativo categórico. El tipo no iba a tocar una sola palabra de su texto. Aunque reventase, no cambiaría ni una coma. En aquel instante supe que el Pequeño no tragaría ya nada hasta que no hubiese encontrado a su verdadero padre. Se moriría, sencillamente, de hambre. Levanté la cabeza. El autor seguía allí, sentado ante mí, impasible y dulce. Dos expresiones me vinieron a la cabeza: «lamentablemente respetable», «incurablemente solitario». Y una tercera, para completar el equipo: «lívidamente limpio». Como un cadáver.

—¿No se encuentra usted bien?
¡Y era él quien me lo preguntaba! Hice un esfuerzo titánico para responderle:

—No, no, estoy bien, no es nada, escuche: lo comprendo… Lástima… Tal vez otro editor… Perdóneme, tengo una urgencia…

¡Una lectura! De ahí me venía la obsesión por el condicional. ¡De una lectura que había hecho! Una lectura, cierto día, y el virus del condicional entra en la sangre.

Ya solo quería una cosa: ¡verificar mis fuentes, verificar! ¡Verificar!

Cerré la puerta, me arrojé sobre el interfono y rogué a Mâcon que anulara todas las citas de la mañana.

—Tiene usted seis, Malaussène, y dos ya están esperando.

—Dígales que he muerto. ¿Está Loussa en la editorial?

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