Un camino en el mundo

V.S. Naipaul

Fragmento

I. Preludio. HERENCIA

I

Preludio

HERENCIA

Me marché de casa hace más de cuarenta años. Yo tenía dieciocho. Cuando volví al cabo de seis años (y despacio, en un viaje por barco que duraba dos semanas) todo me resultaba extraño y familiar a la vez: la brusquedad en la caída de la noche, las hojas enormes de ciertos árboles, las calles encogidas, los tejados de chapa ondulada. Se podía andar por la calle y oír las sintonías de los anuncios norteamericanos que salían de las radios que había en todas las casitas abiertas. Seis años atrás, yo me sabía la música de los anuncios radiofónicos; pero los de ahora eran todos nuevos para mí y eran como canciones populares para otras personas.

La gente de la calle me parecía más oscura de lo que yo recordaba: africanos, hindúes, blancos, portugueses, chinos mezclados. Con todo, la gente no me pareció tan oscura una vez que la veía en sus casas. Supongo que aquello se debía a que en las calles yo era más bien un mirón, a medias turista, y que cuando iba a una casa era para estar con gente a la que conocía de años. De manera que los miraba más relajadamente.

Regresar a casa consistía en jugar con impresiones de este tipo como yo mismo solía jugar con el primer par de gafas que tuve, viendo ora un mundo más definido y empequeñecido y no del todo real, ora auténtico y de tamaño natural aunque borroso; así jugaba yo con mis primeras gafas de sol, oscilando entre el deslumbramiento y el frescor; o como, en ese primer regreso, cuando disfruté por primera vez del aire acondicionado y entonces me gustaba pasar del frescor de una habitación con aire acondicionado al calor exterior para volver a entrar en la habitación nuevamente. Llegaría, con los años y tras muchos regresos, a acostumbrarme a lo nuevo, pero aquella movilidad de la realidad nunca llegó a acabarse del todo. Podía recuperarla cuando quería. Hasta hace unos veinte años, siempre que regresaba era capaz de persuadirme de tanto en tanto de estar en un semisueño, sabiendo y sin saber a un tiempo. Era una sensación agradable, un poco como la sensación que experimenté de niño cuando, en una estación de las lluvias, tuve la «fiebre».

Y fue en una ocasión semejante, en una época de «fiebre», en uno de mis retornos, cuando oí hablar de Leonard Side, decorador de tartas y florista. Oí hablar de él a una maestra de escuela.

La escuela donde ella enseñaba era nueva, más allá del extrarradio de la ciudad, en lo que hasta el final de la guerra fueran campos y fincas de cultivo. Los terrenos de la escuela, aunque desbrozados, recordaban un antiguo ingenio azucarero o una plantación de cocoteros. No había siquiera un árbol. El edificio de dos pisos, puro cemento en bloque, tejado verde, muros color crema, se erguía solitario en el claro bajo el sol deslumbrante.

Decía la maestra:

—El trabajo que hacíamos en un principio era un poco como trabajo social, con chicas de familias del campo. Algunas tenían hermanos, o padres, o parientes que habían ido a la cárcel, y lo contaban de la manera más natural. Un día, en una reunión de profesores en ese mismo edificio, al rojo vivo y con el sol a plomo, una de las maestras más antiguas, una dama hindú presbiteriana, sugirió que celebráramos un festival el l.° de Mayo para que las chicas fueran conociendo esa fiesta de primavera. Todos estuvimos de acuerdo y decidimos que lo mejor sería pedirles a las chicas que prepararan centros de flores o ramos para dar un premio a la que presentara el mejor adorno.

»Cuando se da un premio hay que tener un juez. Como no tuviéramos un buen juez, la idea no serviría de nada. ¿Y quién podría ser ese juez? Las chicas a las que enseñábamos eran muy cínicas; era algo que aprendían en familia. Claro, claro, eran muy respetuosas y todo eso, pero creían que todos eran malintencionados y en el fondo de sus corazones miraban con desprecio a los que tenían por encima. De tal manera que no podíamos escoger como juez a alguien del gobierno o del ministerio de Educación o que fuera demasiado famoso. Con lo cual no nos quedaban demasiados nombres donde elegir.

»Una de las maestras jóvenes, muy joven, y que también era del campo, recién salida del Instituto Gubernamental de Educación, fue la que dijo entonces que Leonard Side sería el juez perfecto.

—¿Quién era Leonard Side?

—La chica tuvo que pensarlo. Luego dijo: «Lleva trabajando con flores toda su vida.»

»De acuerdo. Pero entonces alguien recordó ese nombre. Dijo que daba cursillos en la WAA, Womens Auxiliary Association (Asociación Auxiliar de Mujeres), y que le gustaba a la gente de allí. Que además era el sitio para localizarlo.

»La Womens Auxiliary Association se había fundado durante la guerra según el modelo de la WVS (Servicio Voluntario de Mujeres) de Inglaterra. Ocupaba un edificio en Parrys Córner, en el corazón de la ciudad. En Parry’s Córner había de todo, una estación de autobuses, una estación de taxis, unas pompas fúnebres, dos cafés, una tienda de ultramarinos y una mercería y un montón de casitas, de las cuales unas eran oficinas y otras viviendas; y todo ello propiedad de la conocida familia Parry.

»A mí me resultaba sencillo pasar por Parrys Córner, así que me ofrecí a ir y hablar con Leonard Side. La WAA ocupaba un edificio muy pequeñito de la época española. La fachada plana, un muro grueso de cantos rodados, encalado y pintado, chapado de piedra en plan rústico en las esquinas, estaba construido sobre la estrecha acera de manera que de ésta se pasaba directamente a la habitación principal. La habitación principal estaba justo en mitad del muro que daba a la calzada y a cada lado tenía una ventanita con una cortina. Las puertas y las ventanas tenían celosías de un pardo amarillento, hechas de listones de madera cruzada que se podían levantar todos al mismo tiempo, utilizando un clavo de hierro para cerrarlos.

»Sentada al escritorio había una mulata y en la polvorienta pared, en la que el polvo se agarraba a los recovecos de aquel muro de cantos encalados, había colgados unos carteles turísticos de Inglaterra. La Torre de Londres, la campiña inglesa.

»Le dije: “Me han dicho que puedo encontrar aquí al señor Side.”

»“Tá allí, cruzando la calle”, me dijo la mujer.

»Crucé la calle. Como de costumbre a esa hora del día, el asfalto estaba blando y negro, igual de negro que el cemento manchado de grasa del gran cobertizo de la estación de Parry en la que paraban los autobuses. El edificio al que fui era uno moderno, hecho de bloques prefabricados de cemento decorado, de color gris lavado, que imitaban trocitos de piedra. Era un lugar muy limpio y sencillo, como una consulta de médico.

»Le pregunté a la chica que había en una mesa: “¿El señor Side?”

»Me dijo: “Pase.”

»Pasé a la habitación interior y allí apenas pude creer lo que

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