Media vida

V.S. Naipaul

Fragmento

1

UNA VISITA DE SOMERSET MAUGHAM

Willie Chandran le preguntó un día a su padre:
—¿Por qué me llamo Somerset de segundo? En el colegio acaban de enterarse, y los chicos se burlan de mí.

Su padre respondió sin la menor alegría:
—Te pusieron ese nombre por un gran escritor inglés. Seguro que has visto sus libros en casa.

—Pero no los he leído. ¿Tanto le admirabas?
—No estoy muy seguro. Escucha, y decide tú mismo.

Y ésta es la historia que empezó a contar el padre de Willie Chandran. Llevó mucho tiempo. La historia fue cambiando a medida que illie crecía. Se fueron añadiendo cosas, y cuando Willie se fue de la India, a Inglaterra, ésta era la historia que había oído.

El escritor (según dijo el padre de Willie Chandran) fue a la India a reunir material para una novela sobre la espiritualidad. Corrían los años treinta. Me lo trajo el rector de la universidad del maharajá. Yo estaba cumpliendo penitencia por algo que había hecho, y llevaba vida de mendicante en el patio exterior del gran templo. Era un silos funcionarios del maharajá me acosaban, y me sentía más seguro en el patio del templo, con las multitudes que iban y venían, que en mi despacho. Esa persecución me ponía muy nervioso, y para tranquilizarme también había hecho voto de silencio, algo con lo que me gané cierto respeto entre las gentes del lugar, e incluso renombre. enían a verme mientras yo guardaba silencio, y algunas personas me traían regalos. Las autoridades del Estado tenían que respetar mi voto, y lo primero que pensé al ver al rector con el viejecillo blanco fue que se trataba de una conspiración para hacerme hablar, y me puse muy terco. La gente sabía que algo se avecinaba, y se arremolinó para contemplar el encuentro. Yo sabía que estaban de mi parte. No dije nada. El rector y el escritor fueron los únicos que hablaron. Hablaban de mí mientras me miraban, y yo los miraba sin verlos, sentado, como ciego y sordo, y la multitud nos miraba a los tres.

Así fue como empezó. Yo no le dije nada al gran hombre. Ahora resulta difícil de creer, pero pienso que no había oído hablar de él cuando le conocí. La literatura inglesa que yo conocía eran Browning, Shelley y autores así, a los que había estudiado en la universidad, durante el año que pasé allí, antes de renunciar, idiota de mí, a la educación inglesa en respuesta a la llamada del mahatma, y convertirme en un inútil de por vida mientras veía cómo mis amigos y mis enemigos prosperaban y se ganaban el respeto ajeno día tras día. Pero ésa es otra historia. Ya te la contaré en otra ocasión.

Ahora quiero volver al escritor. De verdad que no le dije absolutamente nada. Pero después, quizá unos dieciocho meses más tarde, en el libro de viajes que sacó el escritor, había dos o tres páginas sobre mí. Dedicaba mucho más al templo, las multitudes y la ropa que llevaban, las ofrendas de coco, harina y arroz que traían y la luz de la tarde al caer sobre las viejas piedras del patio. Todo lo que le había bién otras cosas. Saltaba a la vista que el rector había intentado granjearse la admiración del escritor diciendo cosas muy favorables sobre mis votos de renuncia. También había unos cuantos renglones, quizá un párrafo entero, que describían —como describía las piedras y la luz de la tarde— la serenidad y tersura de mi piel.

Así me hice famoso. No en la India, donde hay mucha envidia, sino en el extranjero. Y la envidia pasó a ser moda cuando apareció la famosa novela del escritor, durante la guerra, y los críticos extranjeros empezaron a ver en mí la fuente espiritual de El filo de la navaja. ejaron de acosarme. En su primer libro sobre la India, el libro de notas de viaje, el escritor —para sorpresa de todos, antiimperialista— hablaba en tono halagüeño sobre el maharajá, su Estado y sus funcionarios, incluido el rector de la universidad. Así que todos cambiaron de actitud. Simularon verme como me había visto el escritor: el hombre de casta superior, que había ocupado un puesto importante en el servicio fiscal del maharajá, de un linaje de personas que habían celebrado rituales sagrados para el soberano, que había vuelto la espalda a una prometedora carrera y vivía como un mendigo, de las limosnas de los más pobres entre los pobres.

costaba trabajo abandonar aquel papel. Un día, el mismísimo maharajá me envió recuerdos por mediación de uno de los secretarios de palacio. Aquello me dejó muy preocupado. Yo esperaba que con el tiempo se produjeran otros acontecimientos religiosos en la ciudad y que me dejaran en paz para encontrar mi propio medio de vida. Pero cuando, en el transcurso de una importante celebración religiosa, el mismísimo maharajá llegó desnudo de cintura para arriba, bajo el abrasador sol de la tarde, como una especie de penitente y con su propia mano me ofreció cocos y telas que llevaba un cortesano de librea —un sinvergüenza al que yo conocía muy bien—, comvida que me había deparado el destino.

Empecé a atraer a viajeros del extranjero. Eran sobre todo amigos del famoso escritor. Venían de Inglaterra para encontrar lo que había encontrado el escritor. Traían cartas del escritor, y en algunos casos cartas de los altos funcionarios del maharajá. Algunas veces traían cartas de personas que ya habían venido a verme. Algunos eran escritores, y meses o semanas después de haber venido a verme, aparecían pequeños artículos sobre sus visitas en las revistas de Londres. epasé tantas veces la nueva versión de mi vida con aquellos visitantes que llegué a sentirme bastante a gusto con ella. A veces hablábamos sobre las personas que habían venido a verme, y quienes estaban conmigo decían con satisfacción: «Le conozco. Es muy amigo mío». O algo parecido. De modo que durante cinco meses, de noviembre a marzo, la época de nuestro invierno o «tiempo frío», como decían los ingleses para distinguir la estación india de la inglesa, tenía la sensación de convertirme en una figura social, alguien en la periferia de una pequeña red extranjera de conocidos y cotilleos.

A veces ocurre que cuando tienes un lapsus linguae rregirlo. Intentas hacer creer que lo que has dicho es lo que querías decir. Y también ocurre que empiezas a darte cuenta de que en el error hay algo de cierto. Empiezas a darte cuenta, por ejemplo, de que quitarle el buen nombre a alguien también se puede decir denigrar ese nombre. Más o menos igual, al reflexionar sobre la extraña vida que se me había impuesto por aquel encuentro con el gran escritor inglés, empecé a comprender que era un modo de vida con el que llevaba años soñando: el deseo de renunciar, de esconderme, de huir del lío en que había convertido mi existencia.

Tengo que volver atrás. Somos de un linaje de sacerdotes. Estábamos vinculados a cierto templo. No sé cuándo se construyó el temculados a él: no somos personas con esa clase de conocimientos. osotros, los sacerdotes del templo, y nuestras familias formábamos una comunidad. Supongo que en cierta época debimos de ser una comunidad muy rica y próspera, a la que servían de diversas maneras las personas a las que servíamos nosotros; pero cuando los musulmanes conquistaron la tierra todos nos empobrecimos. Las personas a quienes servíamos ya no podían mantenernos. Las cosas empeoraron cuando llegaron los británicos. Había leyes, pero creció la población. Éramos demasiados en la comunidad del templo. Eso es lo que me contó mi abuelo. Se mantuvieron todas las complicanormas de la comunidad, pero había poco que comer. La gente empezó a adelgazar, a debilitarse y a ponerse enferma fácilmente. ¡Qué destino el de nuestra comunidad sacerdotal! No me gustaba lo que contaba mi abuelo de aquellos tiempos, la última década

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