Casa de furia

Evelio Rosero

Fragmento

1

Asomada a un balcón engalanado con rosas y nardos, Uriela Caicedo, la menor de las hermanas Caicedo Santacruz, vio venir por la calle arbolada, avanzando entre manchas de sol, igual que un tímido ratón, a su tío Jesús. Muy tarde quiso apartarse del balcón, dar un salto y desaparecer: su tío agitó una mano, saludando, y fue como si otra mano invisible la obligara a seguir en el balcón, enrojecida, en plena flagrancia de su delito de mala educación, pensó. Había pasado buena parte de la mañana asomada al balcón, esperando, ¿qué esperaba, a quién?, nada ni nadie; solamente digería, perpleja, la noticia de ese viernes 10 de abril de 1970: la banda de los Beatles se disolvió. Y justo cuando decidía ir a su habitación para vestirse de fiesta —en poco tiempo llegarían los invitados a celebrar el aniversario de sus padres—, descubrió la sombra de su tío debajo de los árboles, en la calle sin más sombras que los pulcros caserones de ese barrio de Bogotá.

Pues, a la gran fiesta de la familia, nadie invitó al tío Jesús, ¿quién iba a invitarlo?, pensó.

Su tío se detuvo debajo del balcón, exuberante de decrepitud: llevaba puesto un vestido gris que le quedaba grande, un raído vestido que había sido del magistrado Nacho Caicedo, padre de Uriela, y movía la ancha boca sin emitir sonido, como si masticara un complicado bocado o se acomodara la caja de dientes para empezar a hablar. Y, de hecho, sonó su voz en la calle desierta, casi una amenaza, pero también un ruego, en todo caso la voz de un jugador —se dijo Uriela, fascinada por ese par de ojos de ofidio que la acechaban, tres metros debajo del balcón—. Su tío tenía metidas las manos en los bolsillos del chaquetón, y las revolvía por dentro, apretaba los puños y los abría mientras hablaba.

—Uriela, ¿te acuerdas del tío Jesús?

Uriela asintió, inclinándose más: vio que el viento despeinaba los pocos cabellos del cráneo amarillo; vio dilatarse las aletas de la peluda nariz, y sonrió, porque no había alternativa, pero su sonrisa era sincera, una sonrisa de diecisiete años, y su voz una suerte de compasión:

—A usted yo nunca lo podría olvidar, tío.

—Eso es verdad —respondió él, abriéndose de brazos y mostrando, sabiéndolo o sin saberlo, enrevesadas costuras en las mangas del chaquetón, peores que una cicatriz. Tenía la voz raspuda, como de alguien que se asfixia—: Nos vimos hace un mes exacto.

El tío Jesús era un cincuentón de orejas puntudas y aplastadas; el vello sobresalía del interior de cada oreja como pequeñas matas de algodón; eran orejas grandes, como radares, pero se quejaba de sordera, o la sordera lo acometía cuando no le convenía oír; su boca era ancha como una sonrisa de oreja a oreja, su mandíbula muy larga y afilada, su pescuezo de pájaro, su piel color café con leche; barbilampiño, ojeroso, tenía las uñas de las manos como garras; bajo de estatura, sin ser muy bajo, calvo hasta la mitad, socarrón, meditativo, otra vez socarrón, vivía de visitar a su parentela de mes en mes y exigir lo que llamaba sus honorarios de familia. Del tributo no se salvaba ni doña Alma Santacruz, la irascible y respetable madre de Uriela, hermana de Jesús, y mucho menos los demás hermanos de Jesús, o los sobrinos que trabajaban, o uno que otro amigo de familia, nadie se salvaba de ofrendarle su pago por existir.

El tío Jesús era como él mismo: una mañana mandó llamar desde el hospital La Caridad a dos de sus sobrinos: había muerto del corazón: háganse cargo. Los sobrinos acudieron casi compungidos, y, en lo más alto de una escalera, apareció el tío Jesús, redivivo, los brazos en cruz, la voz recia reclamando un almuerzo de rico, dijo, y una borrachera de rey. Los sobrinos lo invitaron y no se quedaron atrás: de allí en adelante lo llamarían Jesús el Desahuciado.

Oficialmente Jesús Dolores Santacruz hacía declaraciones de renta, y de eso decía que vivía, de la contaduría, en plena calle céntrica de Bogotá, al frente del ministerio de Hacienda, con una mesita de tijera y un butaco y su máquina de escribir. Pero hacía tan mal las declaraciones, y era tan suspicaz con las preguntas a los parroquianos, como si los acusara de evadir al fisco un tesoro descomunal, que muy pronto su escasa clientela lo abandonó.

Todo eso después de ser rico y admirado, de joven, cuando usaba sombrero de fieltro y vestía del mismo color, cuando gozaba de una muchacha distinta cada mes, cuando invitaba a comer gallina los domingos y bebía porque sí y porque no.

Una de las cosas que hacía sufrir de pánico a la señora Alma Santacruz era la visita de Jesús, el menor de sus hermanos, ¿por qué?, nadie sabía. Ella, que lideraba con mano firme a su marido, a sus seis hijas, sus tres perros, sus dos gatos, sus dos loros, que imponía disciplina a una tropa de empleados repartidos en la casa y en la finca, parecía tenerle miedo, ¿o lo aborrecía?, una broma soterrada en la familia sostenía que Jesús era adoptado: no le daban la indulgencia de la bastardía. La familia de Alma Santacruz era de tez blanca y ojos claros; los hombres destacaban por su alta estatura, la clarividencia en los negocios, el juicio recto, las mujeres por su belleza y porque tenían muy buena voz para cantar boleros; ensoñadas y espigadas, bailaban tan bien el vals como el tango; en su juventud, Alma Santacruz había sido reina de belleza en San Lorenzo, su pueblo natal, y sus hermanas fueron princesas. Pero Jesús, el menor, por su físico y carácter, resultaba absolutamente distinto a todos: chato, pequeño, cetrino, no era nada práctico ni exitoso sino pendenciero, jugador y mujeriego; en su juventud había sido lector devoto del panfletista José María Vargas Vila y devotísimo del poeta de la muerte Julio Flórez, de quien declamaba sus más escabrosos versos de memoria:

Le aserraron el cráneo
le estrujaron los sesos,
y el corazón ya frío
le arrancaron del pecho…

De modo que para la gran fiesta de los Caicedo, la señora Alma Rosa de los Ángeles Santacruz no imaginó o no recordó que Jesús existía, ¿y cómo?, la preocupaba únicamente su aniversario de bodas.

Se encontraba en su cama, sentada como su esposo, cada uno a una orilla; ella tenía cincuenta y dos años, su marido sesenta; se habían despertado abrazados, más por el frío bogotano que por la ternura; incluso simularon un fugaz encuentro de amor como si parodiaran burlones lo que gozaron de jóvenes; para celebrar su aniversario habían planeado al principio viajar a Grecia, país que les faltaba por visitar, pero estaban cansados de aduanas y aeropuertos y entonces se inventaron aquella fiesta monumental; ahora hacían un repaso de amigos y parientes que ese día los acompañarían; si los dos eran culpables de inventar esa fiesta, por lo menos eran culpables felices. Y ya se disponían a ordenar que les llevaran el desayuno a la cama cuando entró a la habitación Italia, la quinta de sus hijas, de diecinueve años, dos más que Uriela, y se los quedó mirando en silencio. Ni siquiera les dio los buenos días; seguía petrificada ante ellos, de pie, en piyama, mientras largos lagrimones mojaban su cara y se mordía los lab

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