Almas (Bilogía Cuerpos y Almas 2)

Noemí Casquet

Fragmento

I. Sincronicidad

I

Sincronicidad

En el mundo hay siete mil setecientos millones de personas y seguramente, cuando leas esto, podrás darle la bienvenida a unas y despedirte de otras muchas. De todas estas, tal vez puedas conocer a unos miles a lo largo de tu paso por este planeta. Y de esos miles, quizá con unos cientos acabes manteniendo conversaciones más o menos interesantes. De esos cientos, con unas decenas tendrás una intimidad que implique un contacto físico, mental o incluso, no sé, ¿espiritual? Y de esas decenas, con pocas decidirás recorrer la fugacidad del tiempo y permitir que la efimeridad de la existencia se metamorfosee en la permanencia de la huella. Una huella que se borra cuando ya no estás, pero que se mantiene en ti aunque esas personas ya no estén. Curioso, ¿verdad?

También es curioso el vaivén del movimiento y la fuerza de atracción que nos llama por dentro. Las almas que intentan descifrar el enigma de la supervivencia sin ver el resultado al final del libro, sin caer en la trampa que impulsa el sistema.

Los seres humanos abogamos por la coincidencia que salpica nuestra vida en innumerables ocasiones. Pero nos equivocamos enormemente al creer que todo forma parte de una casualidad gobernada por las leyes del libre albedrío y del caos que nuestra mente limitada no logra descifrar. Nos equivocamos al pensar que la vida nace de una explosión y una sucesión de buenas condiciones para que se desarrolle la primera célula y de ahí, ¿la consciencia? ¿En serio nos falta tanta razón para no ver lo evidente?

«¿Y qué es lo evidente?», te preguntarás. Bien, Ruth, lo evidente es que todo forma parte de un plan maestro para que las almas se encuentren, como la tuya y la mía. No es que coincidan porque se tropiecen por la calle y tiren los apuntes de la universidad por los suelos, o porque se salven de un destino fatídico al quedarse el tacón atascado en medio de la carretera. No es un golpe del destino o un giro brusco del volante para cambiar el rumbo de la carrera. Cada paso que diste en la vida, cada decisión que tomaste en su día, cada pequeño detalle que salpica tu existencia forman parte de un plan sincrónico que te conecta con miles de decisiones más. Y es así como nos encontramos, Ruth. No una, ni dos, ni tres veces. Decenas de ellas. La sincronicidad de nuestras almas que cabalgan a destiempo por un universo simbiótico donde esta tiene un fundamento, aunque no lo entendamos en su totalidad.

Si algo tengo que agradecer a la vida, Ruth, es haberte encontrado. Me salvaste de un terrible y fatídico destino casi sin saberlo, sin conocerlo, sin ser consciente de lo que estabas haciendo. Simplemente eras, que ya es. Y eres, que lo es todo. Caminabas en busca de nuevas conquistas en formato mentiras y yo te seguía en busca de adrenalina a modo de primeros auxilios. Nos fuimos enredando mientras el universo nos empujaba hacia su plan maestro de volver a reencontrarnos en este plano existencial, una vez más.

II. Radiografía del alma

II

Radiografía del alma

Describirme nunca fue mi punto fuerte, ni siquiera fue una remota posibilidad pese a haberlo hecho en innumerables ocasiones. Recuerdo la primera vez, por si te interesa; fue a los ocho años. Antes de eso, tengo escasez de recuerdos. ¿Cómo es posible que una persona no recuerde prácticamente nada de su infancia más prematura? Por traumas, Ruth; los traumas obligan al cerebro a crear nuevas sinergias que te sumerjan en un paisaje de endorfinas, oxitocina y demás hormonas que secretamos por el bien de nuestra existencia. Digamos que no he sido un niño especialmente feliz, pero sabía manejar las situaciones. Cuando me encontré con lo que se había convertido mi vida de un día para otro y me vi ahogado por el golpe más duro que un niño puede soportar, supe que lo iba a pasar mal y que todo esto tenía la suficiente magnitud como para cambiar el rumbo de mi camino, incluso la claridad de mi cabeza. Y ahí estaba yo, con ocho años y un trauma a mis espaldas, delante de unas personitas totalmente desconocidas para mí que me miraban atentas con sus ojos brillantes de bienestar familiar. Mientras que mis pupilas se apagaban cada día más y naufragaban en el mar de la condescendencia infantil.

Me presenté en el colegio delante de casi treinta niños y niñas que buscaban motivos para reírse de mí. Tampoco necesitaban ser demasiado creativos. Aparte de mis piernas delgaduchas, llevaba unas gafas redondas que pedían a gritos ser pisoteadas, que las tiraran al suelo, rotas, hasta quedar destrozadas por acosadores en potencia.

Siempre fui un niño de complexión pequeña con un cuello que paliaba la dimensión de mi cabeza. «Este chiquillo será muy listo», decían las profesoras simplemente por mis proporciones craneoencefálicas, algo que a mi parecer no era garantía de nada más que de burlas y de insultos. No tuve amigos ni fui un ser sociable. Mi día a día consistía en ir a clase, prestar atención, callarme las respuestas cuando la profesora preguntaba para no alimentar el odio y la envidia de los compañeros y volver a mi casa a veces con el bocadillo digiriéndose en mi barriga, lo cual era un éxito, y otras con un hambre atroz porque me lo habían tirado a la basura o habían escupido o meado en él.

El camino de vuelta era largo y no había nadie que viniera a buscarme. Tuve que crecer demasiado pronto para lo que un niño podía soportar. Aprendí el recorrido más rápido hasta casa de mi tía, donde me esperaba siempre una nota escrita a mano y un vaso de cacao. «Estoy en el local, mi vida. Merienda y ponte la tele. Llego tarde». Y me sentaba en la silla de la cocina solo, en un silencio al que me había acostumbrado porque me perseguía por donde fuera, y con la manía de reventar las bolitas de chocolate que flotaban en la superficie de la leche y que desequilibraban la armonía del espacio. No encendía la televisión; simplemente me sentaba a leer unos cuantos libros que tenía de mis padres. Ahí descubrí la literatura, y esa fue la puerta a mi salvación.

Las letras me acogieron sin medir el tamaño de mi cabeza ni poner a prueba mi capacidad de socializar con los demás. Ellas me ofrecían cobijo y calor, aun cuando no lo pedía. Estaban ahí, dispuestas a abrazarme por las noches y mecer la cama hasta que los párpados caían y no podía sostener su peso. Tuve pesadillas con los cuentos de Edgar Allan Poe. Descifré enigmas con

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