La casa del callejón

David Mitchell

Fragmento

cap-1

No sé qué está diciendo mamá; queda ahogado por el rugido bronco del autobús, que al arrancar deja ver un pub lla­mado The Fox and Hounds. El letrero muestra a tres sabuesos arrinconando a un zorro. Están a punto de abalanzarse sobre él para hacerlo pedazos. Debajo está el letrero de la calle, que pone WESTWOOD ROAD. Se supone que los lores y las ladies son ricos, así que me esperaba piscinas y Lamborghinis, pero Westwood Road es de lo más normalito. Casas normales de ladrillo, adosadas o semiadosadas, con jardincitos a la entrada y coches normales. El cielo húmedo luce un color pañuelo usado. Pasan volando siete urracas. El siete está bien. Mamá tiene la cara a solo unos centímetros de la mía, pero no estoy seguro de si es cara de enfado o de preocupación.

—¿Nathan? ¿Me estás oyendo?

Mamá va maquillada hoy. El tono del pintalabios se llama lila de la mañana, pero huele más a pegamento de barra que a lilas. La cara de mamá no se aleja, así que le digo:

—¿Qué?

—Se dice «Perdona», o «Disculpa», no «¿Qué?».

—Vale —digo, lo cual suele funcionar.

Pero hoy no.

—¿Has oído lo que te he dicho?

—Que se dice «Perdona» o «Disculpa», no «¿Qué?».

—¡Antes de eso! Te decía que si alguien te pregunta en casa de lady Grayer cómo hemos venido, tienes que decir que en taxi.

—Pensaba que no estaba bien mentir.

—Está el mentir, que está mal —dice mamá, sacando del bolso el sobre en el que ha escrito la dirección—, y luego está el crear una impresión, lo cual es necesario. Si tu padre nos pagara lo que nos tiene que pagar, habríamos venido en taxi. Ahora…

Mamá le echa un vistazo a lo que pone.

—Slade Alley sale de Westwood Road, más o menos a la mitad… —Comprueba el reloj—. Vale, son las tres menos diez y tenemos que estar allí a las tres. Venga, vamos. No te entretengas.

Allá va.

La sigo, sin pisar ninguna de las junturas. A veces tengo que imaginarme dónde están porque la acera está cubierta de hojas. En un momento dado he tenido que apartarme del camino de un hombre de puños enormes que ha pasado haciendo footing con un chándal negro y naranja. La equipación de los Wolverhampton Wanderers es negra y naranja. De un serbal cuelgan unas bayas resplandecientes. Me gustaría contarlas, pero me arrastra hacia delante el clip-clop-clip-clop de los tacones de mamá. Esos zapatos se los compró en las rebajas de los almacenes John Lewis con lo que quedaba del dinero que le habían pagado en el Royal College of Music, a pesar de que British Telecom mandó un último aviso para que pagásemos el teléfono. Lleva el conjunto azul que se pone para los conciertos y el pelo recogido con el pincho para el pelo adornado con una cabeza de zorro de plata. Se lo trajo su padre de Hong Kong tras la Segunda Guerra Mundial. Cuando mamá está en clase con un alumno y yo tengo que ahuecar el ala, a veces voy al tocador de mamá y saco el zorro. Tiene ojos color jade y algunos días sonríe, aunque otros no. Hoy no tengo un buen día, pero el Valium no tardará en subirme. El Valium es genial. Me he tomado dos pastillas. Tendré que saltarme unas cuantas la semana que viene, para que mamá no se dé cuenta de que las provisiones van mermando. La chaqueta de tweed pica. Mamá la ha comprado en Oxfam, especialmente para hoy, y la pajarita es también de Oxfam. Mamá hace de voluntaria allí los lunes, así que consigue lo mejorcito de lo que la gente lleva los sábados. Si Gaz Ingram o alguien de su panda me ve con la pajarita, me encontraré una mierda en la taquilla, seguro. Mamá dice que tengo que aprender a «integrarme» más, pero no hay clases de «integración», ni siquiera en el tablón de la biblioteca municipal. Allí se anuncia un club de Dragones & Mazmorras, y yo siempre quiero ir, pero mamá dice que no puedo porque Dragones & Mazmorras juega con las fuerzas oscuras. Por una de las ventanas delanteras veo una carrera de caballos. Es el programa de deportes de la BBC1. Las tres ventanas siguientes tienen visillos, pero luego veo una tele en la que ponen lucha libre. Es Giant Haystacks, el villano peludo, luchando con Big Daddy, el bueno calvo, en la ITV. Ocho casas más tarde veo Godzilla en la BBC2. Tira una torre de alta tensión solo tropezándose con ella, y un bombero japonés de cara sudorosa grita por una radio. Luego Godzilla ha agarrado un tren, pero eso no tiene sentido porque los anfibios no tienen pulgares. A lo mejor el pulgar de Godzilla es como los supuestos pulgares de los pandas, que en realidad son la evolución de una garra. A lo mejor…

—¡Nathan! —Mamá me aprieta la muñeca—. ¿Qué te he dicho de entretenernos?

Hago memoria.

—«¡Venga, vamos! ¡No te entretengas!»

—¿Y qué estás haciendo ahora?

—Pensando en los pulgares de Godzilla.

Mamá cierra los ojos.

—Lady Grayer me ha invitado, nos ha invitado, a una reunión musical. Una velada. Habrá gente interesada en la música. Gente del Consejo de Cultura, gente que da trabajos y becas. —Los ojos de mamá tienen unas venitas rojas minúsculas, como ríos fotografiados desde muy arriba—. Yo habría preferido que te quedases en casa jugando con tu maqueta de la batalla de los Boers, pero lady Grayer insistió en que vinieses, así que… hazme el favor de comportarte normalmente. ¿Puedes hacerlo? Piensa en el chico más normal de tu clase, y haz lo que él.

«Comportarse normalmente» es como «integrarse».

—Lo intentaré. Pero no es la batalla de los Boers, es la guerra de los Boers. Me estás clavando el anillo en la muñeca.

Mamá me suelta la muñeca. Eso está mejor.

No sé qué quiere decir su cara.

Slade es el callejón más estrecho que he visto en mi vida. Está embutido entre dos casas y luego desaparece a la izquierda, a unos treinta pasos más o menos. Puedo imaginarme viviendo aquí, entre cartones, a un vagabundo, pero no a un lord ni a una lady.

—Seguro que hay una entrada decente por el otro lado —dice mamá—. Slade House es solo la casa de la ciudad de los Grayer. Su residencia habitual está en el condado de Cambridge.

Si me dieran cincuenta peniques cada vez que mamá me dice eso, ya tendría tres libras y media. En el callejón hace un frío pegajoso, como en la cueva White Scar, en los Yorkshire Dales. Papá me llevó cuando tenía diez años. En la primera esquina me encuentro un gato muerto tirado en el suelo. Es de un gris que parece polvo lunar. Sé que está muerto porque está más quieto que una bolsa tirada, y porque hay unas moscas gordas bebiéndole de los ojos. ¿Cómo ha muerto? No hay herida de bala ni señales de colmillos, aunque tiene la cabeza caída, así que a lo mejor lo ha estrangulado un estrangulador de gatos. Va directo a la lista de las Cosas Más Bonitas Que He Visto Nunca. A lo mejor hay una tribu de Papúa Nueva Guinea que cree que el zumbido de las moscas es música. A lo mejor yo encajaría allí.

—Vamos, Nathan.

Mamá me da un tirón de la manga.

—¿No deberían hacerle un funeral? ¿Como a la abuela? —pregunto.

—No. Los gatos no son humanos. Vamos.

—¿No deberíamos decirle a su dueño que no va a volver a casa?

—¿Cómo? Tómalo en brazos y ve puerta por puerta por Westwood

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