Sobre la noche el cielo y al final el mar

Raúl Zurita

Fragmento

II

II

Vuelves atrás. Ves de nuevo la ciudad hecha de gemidos, de sollozos y pesares, y el río estrecho y maloliente que la cruza. Es donde arrojan en la madrugada los cuerpos de los asesinados en la noche anterior. Te dices que en esa ciudad has estado casi siempre y te das cuenta de que los recuerdos se te han ido haciendo cada vez más borrosos y tenues, como esas extrañas caras que queremos retener, pero que se nos olvidan al despertar. Sientes entonces los crecientes temblores del Parkinson que te detectaron poco antes de cumplir los 50 años, y la rigidez hace que te caigas cada vez con mayor frecuencia. El neurólogo que veías te había dicho que era uno de los efectos de la enfermedad. Es el freezing, agregó, de pronto, sin ninguna señal previa se te paralizan las piernas como si se te hubieran congelado, por lo que al intentar caminar te vas para adelante y caes.

Habrá así una tarde precisa en que te verás caer, será esta. Tú estás a unas pocas cuadras de donde vives, haciendo fila en la sucursal de un banco que frecuentas. Sientes entonces el agudo dolor de tu cara al estrellarse contra las baldosas y simultáneamente las filosas piedras de treinta y cinco años atrás que se te incrustan en las rodillas y en las manos haciéndotelas sangrar. Como si provinieran de todas las barricadas del mundo, ves los neumáticos incendiados y luego, emergiendo tras la humareda, los ranchos y casas improvisadas de esa población de los extramuros de Santiago. Al borde de sus calles, formando un sendero de luz, cientos de mujeres permanecen sin moverse a ambos lados del callejón central, con velas encendidas en sus manos. Minutos atrás las tanquetas y los camiones militares habían terminado de despejar las últimas barricadas y el rechinar de sus orugas abriéndose paso se hacía uno con el estrépito de los piedrazos estrellándose contra ellos, como si ese laberinto de casuchas y callejuelas fueran las entrañas de un animal herido que grita.

Es la tarde del 29 de mayo de 1985 y tú estás en las entrañas de un animal herido que grita. Te has separado hace un mes de la que fue tu mujer y ahora vives en el departamento de tu madre. Hacía diez años que habías salido de allí y regresaste hace dos noches. Es como si nunca me hubiese ido, pensaste, y en un rápido flash recuerdas una separación anterior, tres hijos, una inmensa casona en Concón, con sus ventanas con plásticos negros, recortada frente al mar. Tu madre se va a acostar pronto y al otro día antes de irse te deja un café en el velador que había arreglado para ti en el cuarto de arriba. La sientes irse e intentas seguir durmiendo, pero no puedes, así que te levantas, le dejas una nota y sales. Deambulas horas sin rumbo y ya pasada la media tarde tomas una micro que va al sector sur de la ciudad. No sabes por qué lo haces. Pasas a la parte de atrás y miras las consignas NO+ que después del último intento de borrarlas han vuelto a aparecer en todas partes. Finalmente, después de largas vueltas, la micro toma por la Gran Avenida y te bajas en el último paradero. Al frente un enorme grafiti cubre de lado el muro de unas casas colindantes. Ves entonces las primeras barricadas y un poco más allá el caserío. Es la población Santa Adriana, que había nacido de las grandes tomas de terrenos de los sesenta y que luego fue afincándose con todas las dificultades e incluso el heroísmo que eso a veces implicaba. Dos meses antes, en el último día de marzo, los campesinos de un fundo cercano habían encontrado tres cuerpos tirados en el fondo de una hondonada.

Las manifestaciones habían comenzado en el mismo minuto en que se confirmaron sus identidades, extendiéndose rápidamente a todas las barriadas periféricas, luego a los campus universitarios y de allí a todas las ciudades del país, prolongándose por varios días, para volver a recrudecer la última semana de cada mes. Te fijas entonces en las encapotadas nubes que cubren la mañana y en un rápido entresueño imaginas las mismas encapotadas nubes emergiendo en el amanecer de un día anterior, tal vez menos frío, y bajo ellas las pequeñas manchas de sangre adheridas a las hierbas que poco a poco comienzan a despegarse como si quisieran adaptarse al volumen de unos torsos, de unas caras todavía borrosas, de unas carnes que se van flexionando bajo la naciente claridad. Ves entonces el rojo azul de la aurora abrirse a la mañana y luego la filtrada luz que desciende hasta el fondo de la hondonada redondeándose sobre la superficie de esos cuerpos muertos.

III

III

Es un campo con margaritas y luego la hondonada. Al lado está la carretera y al fondo la neblina que avanza. Dando vuelta en u, las camionetas ya vacías arrancan con estrépito y ahora aclara. Uno de los hombres mira recostado entre las flores. Son tres. El mismo hombre observa a unas personas que se acercan corriendo. Las margaritas poco a poco se van hundiendo en la neblina matinal y todo se borra. Hay una escena con un final irremediable e infinidades de otras escenas con un final irremediable. Hay un año y un mes, habrá otros años y otros meses, habrá un país y una ciudad tomada, habrá muchos otros países y muchas otras ciudades tomadas. Habrá también una cabeza que cae rodando sobre el pasto y atrás una revista, en su página 86 la revista dirá: La obra es un vaso de leche derramada bajo el azul del cielo.

Pero antes hay otro recuerdo dentro del recuerdo. Son los mismos callejones de la población Santa Adriana, pero ahora estás con tus compañeros del CADA. Las dos mujeres van un poco más adelante y al igual que todos cargan una caja con bolsas de leche que pronto comenzarán a repartir entre las pobladoras en medio del ladrido de los perros y de la ruidosa muchedumbre de niños que los rodean. A las bolsas les habían borrado la marca Soprole y en su lugar les habían impreso «medio litro de leche», frase que recordaba el programa del medio litro de leche para todos los niños de Chile de Salvador Allende y la Unidad Popular. Todo lo habían dejado listo la noche anterior en la casa de Lotty, ubicada en un barrio de gente acomodada en Las Condes, y salieron en su auto poco después de que se levantara el toque de queda. Al llegar te llama la atención el azul compacto del cielo, muy alto, que se cortaba a pique como si no fuera el cielo sino un inmenso bloque de hielo suspendido que estuviera a punto de derrumbarse aplastándolo todo. Repites entonces esas palabras: unidad popular, hambre, colectivo, que al igual que las otras, que al igual que todas las palabras del mundo se disolverán en apenas unos segundos más como esos algodones de azúcar que se vuelven aire cuando los muerdes.

La acción se lla

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