Colombian Psycho

Santiago Gamboa

Fragmento

1.

Una solitaria mano emergiendo de la tierra, como si se hubiera cansado de reposar entre el cascajo y las hormigas y, de repente, quisiera mostrar algo. O simplemente decir: «Aquí estoy, ahora deben escucharme». Todo a causa de las fuertes lluvias. Un torrente de agua excavó un profundo surco e hizo salir hasta las piedras más lejanas, por fuera de su silencio y su secreto. De ahí surgió esa mano huesuda, ennegrecida, casi metálica, en los Cerros Orientales de Bogotá. Una oscura flor en medio de la hierba y la grava removida. Como esos cangrejos negros que, en la isla de Providencia, bajan a desovar al borde del mar y se detienen en la carretera, sorprendidos por la luz.

Una mano abandonada, con el puño cerrado.

Una tarántula inmóvil señalando algo.

2.

La historia comienza en una suntuosa finca en la vía a La Calera, cerca del alto de Patios, zona exclusiva de los cerros de Bogotá, donde la familia Londoño Richter, propietaria del predio desde hace al menos tres generaciones, ofrecía una extraordinaria y tradicional fiesta de Halloween que, para los invitados, marcaba el camino directo al mes de diciembre, la llegada de las novenas de aguinaldo y la Navidad. La gente iba y venía por los salones y senderos del jardín con sus máscaras, al son de los primeros villancicos cantados por una orquesta de doce músicos. «Beben y beben los peces en el río», tarareaba un niño mientras jugaba en el celular Huawei P40 lite de su mamá. La empresa Londoño Richter era líder de alimentos en conserva y condimentos, con ramificaciones hacia otros sectores del comercio, finca raíz y la administración pública. Por eso sus fiestas eran famosas: allí se encontraban exportadores con abogados penalistas y médicos, actrices y jueces, comerciantes y líderes radiales. Incluso deportistas y escritores. Un abogado ilustre se servía ya su cuarto whisky y cantaba en voz baja, entre exhalaciones de vaho alcohólico, «por ver al Dios nacer, tarará». La mezcla entre disfraces y tempraneros temas navideños, el pistoletazo de salida de Santa Claus, era la clave del éxito de esta parranda anual que cada vez parecía sorprender aún más a los invitados.

Este año habían montado en los jardines aledaños a la terraza un sistema de carpas que protegía a los comensales de las intensas lluvias. Ahí, resguardado del agua, estaba el riquísimo bufet central, el muy visitado ángulo de los licores y, por supuesto, las mesas para los asistentes, cada una decorada en el centro con una increíble pirámide de langostinos («cuasi egipcia», dijo alguien), adornada con dados de pargo y bolas de bacalao frito. Una de esas Keops en cada mesa y todo cercado por cuatro enormes pinos navideños con bombas de colores, estrellas y luces. ¿Son naturales los árboles? Para quienes ya estaban sentados, los meseros iban y venían llevando en sus bandejas vino blanco, tinto, whisky Buchanan’s en las rocas, agua con gas, naranjada y Coca-Cola Zero. Y recibían pedidos de cocteles. Muchas damas tenían puestos sus abrigos de piel. Otras, cerca de los braseros eléctricos, exhibían con blusas semitransparentes su joyería, escotes y mamoplastias. En el horizonte, ahí donde ya se vislumbraban las luces de la ciudad, había tres trineos móviles, cada uno con un Papá Noel de tamaño natural, cuyos ojos echaban luces de colores. ¿Y los niños?, ¿dónde están los niños? Correteaban entre los invitados y las mesas apostando aguinaldos, haciendo trastabillar a los meseros.

A pesar de que la recepción era de sus padres, la joven Dorotea Londoño invitó a un grupito selecto de compañeros. Estudiaba Ciencias Políticas en la Universidad de los Andes y ya estaba en octavo semestre. Como les aburría el tono solemne de la fiesta central, los jóvenes decidieron encerrarse en el estudio de joyería de la madre de Dorotea, una cabaña separada de la casa, aunque, cómo no, iban y venían trayendo platos de pasabocas de polenta frita y mariscos, y sobre todo botellas de vino blanco, coñac y whisky. Bye, bye daddy cool. Daddy, daddy cool. Ahí, lejos de los adultos y su música sosa, podían darse gusto con sus playlist de Spotify, retro o vintage, electrónica, tecno, lo que fuera según el turno de cada uno, y saltar, poguear, sentirse libres, beber a la lata, meterse de todo, hacerse selfis y subir fotos a las redes.

Dorotea vivía un drama con su compañero Felipe Casas, al que le tenía puesto el ojo al menos desde quinto semestre. Le gustaba, le fascinaba. La ponía a mil por hora. Con sólo verlo temblaba cual lavadora en fase de secado. Esa noche estaba decidida. Se lo quería devorar de una vez por todas y la rumba era su oportunidad. «Me quiero desnalgar con él», le dijo a Valentina Durán, su mejor amiga. «Quiero ese glande bien glande y hasta que sangre», cantó, bareto en mano y muerta de risa ante su cuasi hermana. «Ay, qué amor tan glande». Valentina, en cambio, estaba muy relax. Apaciguada. Llevaba meses comiéndose a un profesor de Estadística de la universidad, un tipo casado. Un poco filipichín, oh yes, pero divertido y buen polvo. Esa misma tarde había estado con él en las residencias Altos de La Calera. «Me encanta devolvérselo a su doña descremado, oloroso a entrepierna estrato seis, herbal y fragancias. Y a jabón chiquito de motel». La pobre Dorotea, en cambio, estaba en sequía total. Colombian drought, marica. No pasa nada allá abajo, sólo señales de humo. Puro dactilocratos. «Mi solitaria zona V debe creer que ya estamos muertas y en el paraíso». Pero es que ella era súper exigente. Le gustaban sólo los muy hembros.

Por eso era ahora o nunca, aquí y ahora (¿hic et nunc?).

Se vistió súper erótica estilo hippie con clase, una Janis Joplin producida por Chanel y Dolce & Gabbana: jeans rasgados mostrando piernas lisas y bronceadas, una camisetica con efigie del dios Ganesh que le llegaba al borde del pantalón y que, en la práctica, dejaba ver todo el tiempo su barriga plana y su ombligo decorado. Zuecos tipo Frida Kahlo, collares ojos de mariposa de Dori Csengeri. La dinamita venía por dentro: calzones semicacheteros y semitanga de hilo color mercurio, La Perla, y un top de látex. Gatúbela criolla en versión remamacita. Y maquillaje: mucho lápiz oscuro alrededor de los ojos, mirada lejana, entre Padmé Amidala y ese piropo nicaragüense que dice: «Comparadas con tus ojos, las estrellas valen verga». Si no se beneficiaba a Pipe esa noche se pegaba un tiro (de bala).

La rumba transcurrió normal y, a eso de las diez, después de dar saltos y poguear con música de Queen para calentar la cintura y metabolizar el popper, Dorotea logró llevárselo a un rincón en penumbra.

Ahí se decidió.

¡Acción!

Le mordió los labios haciendo cara de desmayo, luego quiso besarlo metiéndole la lengua, pero Felipe la detuvo.

—Espera, espera… —le dijo al oído mientras ella, fecunda en lengüetazos, le chupaba el cuello y las orejas, succionaba en sus mejillas los poros pilosos, paladeaba el lóbulo de su oreja—. Baby, me encantas, el problema es que estoy en la mitad de un proceso

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