Las travesías

Gilmer Mesa

Fragmento

1. Mercedes, Carmela y Cruz

Esa tierra no era más que selva ruda que se regeneraba más rápido de lo que se tumbaba en la época en que mi bisabuelo Cruz María García, cansado de los combates, aprovechó un breve receso de tensa calma en la guerra y se fue con su mujer, su cuñada y algunos compañeros hastiados como él a hacer fundos, para tener algo propio, un cacho de tierra en donde pasar el resto de su vida y tener propiedad con que tapar sus huesos cuando muriera. Pese a su nombre femenino y piadoso, era un tipo recio, musculoso y de trato cortante y templado. Nadie supo de dónde era, ni siquiera mi bisabuela, porque nunca quiso hablar de su familia ni de su pasado, como si para él la guerra hubiera sido el segundo y definitivo nacimiento, y las pocas veces que tuvo alguna reminiscencia fue de su llegada al ejército liberal o de los combates en que participó, ese fue su origen o al menos lo único que permitió conocer de él, decía que uno es de donde deja la sangre y es por lo que se lucha, pero como luchó en tantas partes y nunca supo bien por qué se peleó, no fue de ninguna parte y fue nadie, así que terminó siendo don Cruz María dueño de la finca Las Travesías, en un territorio sin nombre cercano al pueblo de La Granja. Fueron a templar a esa tierra porque un comandante liberal apellidado Ciro había pasado por allí camino a Peque para enfrentar a los conservadores que dominaban ese pueblo, y recordó que era una maleza sin provecho, pero sobre todo, lo más importante, sin dueño, y les comentó a sus hombres cuando regresó al cuartel de su hallazgo, diciéndoles que cuando se acabara la guerra se iría a fundar por allá, que la tierra era dura pero estaba cerca de una quebrada grande que la atravesaba y no demasiado lejos de Ituango, aunque lo suficiente para que nadie se interesara por ella. Al general Ciro lo mataron a los pocos meses. No obstante, Cruz guardó en su memoria la ubicación y el destino trazado. Apenas tuvo la oportunidad convidó a los suyos para que fueran todos a instalarse en ese lugar; arribaron de noche a Ituango y no quisieron detenerse, agarraron camino entrada la madrugada y llegaron a la vera de la selva en la mañanitica, sin dormir y apenas almorzados el día anterior, se sonrieron y con la fe de los hombres que solo vislumbran mañanas porque están llenos de ayeres, cogieron las rulas y los azadones y se guindaron a tumbar monte.

Para la tarde de ese primer día, su mujer, su cuñada y las esposas de otros dos compañeros, que eran el total de mujeres de la excursión, habían hecho comida con lo poco que tenían y los hombres abrieron la entrada a la cañada, durmieron el sueño de los soñadores y al despertar, renovadas las fuerzas, volvieron al tajo, a la semana habían aplanado la orilla de la quebrada y emplazado los ranchos en donde dormían, pasado un mes tenían cada uno su buen pedazo de tierra cultivable, se lo repartieron guardando distancia de diez hectáreas para cada uno, con la promesa de que al principio las trabajarían juntos hasta que cada quien tuviera con qué alimentarse y construir. Lo primero que hicieron mi bisabuelo y su esposa fue la vivienda, como querían tener una familia numerosa se cuidaron de construir una casa grande con habitaciones amplias y de sobra, una cocina con un vasto fogón donde se pudiera cocinar el alimento de una legión de trabajadores y depósito para la leña, un chiquero para veinte marranos que fue lo único en lo que invirtieron material, como les decían a los adobes y el cemento, que eran además de costosos muy difíciles de conseguir y casi nadie sabía trabajar con ellos. El resto de la construcción fue de bahareque, un sistema de cañas de guadua entrecruzadas que son rellenadas con barro y cagajón o boñiga de diversos animales que al compactarse dan consistencia a las paredes y solidez a la estructura, recubiertas por un tendal de madera sobre el que imbricaban tejas de barro, además contaba con bodegas para las herramientas y una pieza amplia para los trabajadores, que, sin tenerlos aún mi bisabuelo, los había proyectado como numerosos, al igual que sus dominios y animales. Dejaron un espacio de más o menos cien metros en derredor de la casa que con el tiempo llenaron con jardines varios, y pusieron un vallado de piedra amontonada al que le hicieron dos entradas, una al frente de la casa y otra detrás. Cuando la terminaron, al cabo de un año de arduo trabajo, pensaron en un nombre, pues su mundo estaba nuevo y todo lo que hacían lo debían bautizar, desde los hijos hasta las casas, y mi bisabuela decidió que se llamara Las Travesías porque alguna vez había escuchado esa palabra como sinónimo de atajo que favorecía al caminante para conquistar su destino y le pareció que su hogar era eso, el favor para acceder a una vida mejor al lado de su esposo, sus hijos y su hermana, y lo puso en plural porque siempre pensó que la felicidad debía ser en plural, el singular lo mantuvo solo para sus tristezas. En poco menos de tres años cada uno de los fundadores estaba planteado y algunos, como mi bisabuelo, se fueron monte adentro a seguir fundando heredades para los hijos, que en su caso ya se avecinaba el tercero: mi bisabuela había llegado embarazada de meses y tuvo primero a Abraham, a los doce meses y un día nació el segundo, al que bautizaron Fidel, y estaba por los seis meses de la que sería su primera niña, Raquel, nacida en ausencia del padre a los tres meses, mismo tiempo que llevaba el hombre tumbando selva honda hasta hacerla fértil y habitable para agrandar sus terrenos.

Se habían ido mi bisabuelo, tres compañeros y su cuñada Carmela, la hermana de Mercedes, la única mujer que llegó sola al fundo. A la niña la tuvo mi bisabuela de pie al lado de la choza, sin ayuda de nadie y sin guardar reposo, puesto que su hermana, que la había asistido en sus anteriores partos, apenas supo del interés de su cuñado en continuar con la fundación, se ofreció para servir de cocinera y lavadora de la expedición. A los tres meses del alumbramiento volvió Cruz María, mustio y flaco, llegó solo, quería conocer a su hija y de una vez encargar la siguiente, que también sería niña y a la que llamarían Carolina. Mercedes lo recibió con un plato de comida caliente y con su hija en brazos; al preguntarle por sus avances se informó de que ya tenían un terreno del doble de tamaño de Las Travesías, labrado con frijol y chócolo; al preguntarle por la hermana, el hombre torció más el entrecejo de suyo arrugado y contestó con un parco Está bien. Como era persona de pocas palabras, su mujer no quiso ahondar aunque notó que la mención de su hermana crispó el ánimo del hombre, lejos estaba de saber que Carmela estaba encinta hacía cuatro meses y que el padre del vástago era su propio marido y por eso no pudo traerla y le tocó entregar parte de la tierra tumbada a sus amigos para que se quedaran con ella y no dijeran nada mientras él venía a tentar el terreno con su mujer, sin saber muy bien cómo iba a hacer para vivir una doble vida con dos mujeres que además y para colmo eran hermanas.

Cruz se quedó solo tres días y volvió al monte con la promesa de no demorarse tanto esta vez, no pudo ni supo cómo decirle a su

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