Los hombres que no fui

Pablo Simonetti

Fragmento

Carmen

Carmen

Al salir del metro, luego de cruzar entre un grupo de estudiantes que hacía vibrar la estación con sus consignas, el barrio Lastarria me envolvió con su ajetreo de hoteles, restoranes, vendedores ambulantes y turistas, tan distinto al ritmo lento que mostraba durante los años en que me tocó recorrer sus calles cada día. La presencia del cerro Santa Lucía había servido, quizá, para aislarlo del gentío y el comercio incesante, pero con el cambio de siglo ya no soportó la presión de la ciudad, y el ruido y el tumulto terminaron por invadirlo.

Iba camino a visitar el departamento donde viví hace veinte años. Tenía ganas de volver a verlo, de rememorar algunos de los buenos momentos que pasé ahí. El cielo asomaba brillante entre las cumbreras de los edificios bajos y al fondo se alzaba la ladera sur del cerro como un farellón oscuro.

Luego de su muerte, los herederos del hombre que me lo había comprado ponían a remate su apabullante colección de antigüedades. Era un lugar enorme, ubicado en El Barco, un edificio modernista de los años treinta. La principal motivación de Talo Marini para hacerse de él no habían sido sus hermosas vistas ni sus magníficas terrazas, sino tener el espacio suficiente para desplegar aquellas piezas que había acumulado a lo largo de su vida y que constituían su principal orgullo.

Al entrar al recibidor, salió a mi encuentro el dueño de la casa de subastas. El marco de carey de sus anteojos, su barba bien cuidada y su impecable camisa blanca de piqué pretendían generar confianza en los posibles compradores. A mí, en cambio, me despertaron recelos que no sabía que abrigaba. Había conocido a su hermano, precisamente en los tiempos en que los que viví en ese lugar: un hombre inteligente, talentoso, sensible, creativo, gran escultor, al que su familia había rechazado por ser gay. Mi amigo no tenía nada de la pulcritud de su hermano. Por lo general andaba sucio luego de trabajar en su taller, o de dormir con sus perros, o de cocinar algún guiso sabroso.

—¡Guillermo Sivori! Vuelves a tu casa —me dijo.

—Quería verla, quizá sea la última vez que pueda venir.

—No entiendo por qué le vendiste a Talo esta maravilla. Yo no me habría deshecho de ella ni loco. Está a la venta, por si quieres volver a comprarla.

Iba a darle una explicación, pero un presentimiento me detuvo, tal vez mi rebeldía ante ese deber ser que él quería transmitirme. Era un hombre para quien la posesión de departamentos únicos, cuadros de la Escuela de Barbizon, jarrones de cerámica de la dinastía Qing o platos japoneses Imarí, implicaba una forma de pertenencia, un marco de seguridad, un muro de frontera que los menos afortunados no podían cruzar. Al verlo así tan impoluto, tan bien dibujado, tan nítidamente vinculado a su clase, recordé a su hermano que murió de sida con la sola compañía de sus amigos, sin que nadie de la familia velara su agonía. El martillero debía de pensar que su limpieza lo protegía y lo resguardaba de cualquier enfermedad, y así podía gozar de las bellezas inertes con que se revestía, sin darse cuenta de que su hermano había sido la mayor y más viva belleza que había tenido cerca en toda su existencia.

Me separé de él y entré a la biblioteca enchapada en madera, con sus dos estanterías de encina a lado y lado del gran ventanal que se abría a la arboleda del Santa Lucía. Con la ayuda de mis libros, dos sofás y una mesa de centro de mosaicos la habíamos transformado en nuestro living. Me había imaginado el ingreso a ese espacio como un rito, una revelación de la época que ahí pasamos, condensada por la compañía de la madera y la vista al cerro. La palmera canaria junto a los jacarandás y el palo borracho seguían irradiando el encanto de su reunión improbable. En las noches de viento, la luz de los faroles atravesaba las texturas tan diversas de sus hojas, transformándolas en figuras ominosas que se proyectaban en las calles y las fachadas de los edificios. Recordé una noche así, en que Alberto se fue a dormir, dejándome a solas con su expareja en esa habitación. Su actitud me resultó incomprensible, pero no tuvo ninguna importancia. Qué raro, lo primero que se me venía a la cabeza era esa noche inquieta sin consecuencias. Mi memoria regresaba sin orden alguno, saltándose la línea del tiempo, pero también mi voluntad.

Talo Marini había preferido que la biblioteca fuera su comedor. Las expresiones de su asfixiante coleccionismo estaban a la vista. Los libros encuadernados en cuero o pasta española, formados como batallones sobre las repisas, se hallaban ahí para fines decorativos y no porque su dueño fuera aficionado a la lectura. Delante de esa disciplinada línea de lomos ilegibles, colgaban pinturas en papel de emperadores chinos y, en dos mesas laterales, se exponían colecciones teñidas de prestigio en el pequeño mundo del anticuariado chileno: una estaba cubierta de figuras blancas de porcelana china y la otra de jarrones sangre de toro. El tablero principal estaba dispuesto en todo su esplendor, como un barco de guerra con sus cañones desplegados: vajilla de Sèvres, cubertería Christofle, dos candelabros de plata peruana con doce luces y piezas de platería colonial. Recordé la inhibición que sufrí la única vez que me senté a esa mesa, asustado por el despliegue de tropas y la mirada severa de Talo, su general.

Cualquier posible complicidad con mi lugar predilecto terminó por arruinarse cuando entraron dos mujeres que conocía desde los noventa. Se dedicaban a la decoración. Eran altas, ventrudas como gansos, de voces estudiadas y gestos mayestáticos que seguramente ellas confundían con elegancia. Me saludaron con zalamería, diciendo que esa casa era tan linda gracias a mí. Sentí el regusto amargo de esa época de frivolidad e inconsciencia. Los paseos lentos por las muestras de decoración, la estridencia de las risas demasiado fáciles y las conversaciones demasiado triviales. Yo apenas sonreí y dije algo tonto sobre lo bonitas que eran las sillas de comedor, comentario ideal para que una de ellas, con su boca tumefacta de relleno sintético, me dejara en ridículo:

—Son réplicas, ya le advertí a Miguel que no siguiera diciendo que son Cruz Montt. Se nota de lejos. Mírales las patas, parecen sillas fiscales.

Las dejé atrás y volví al recibidor. Un espejo veneciano colgaba de la pared, a un costado de las puertas de la biblioteca. Me miré en él, escindido y distorsionado por las facetas de cristal, la cabeza morena, más morena en el viejo azogue, pequeña bajo la coronación, los hombros y brazos proyectados hacia afuera, como descoyuntados, el cuerpo dividido en tres, las piernas escurriéndose como la cola de un tritón en los arabescos de su base. Pensé en las distintas épocas de mi vida, en cómo cada una de ellas ofrecía una imagen incompleta y desfigurada de quién era yo, pero que tal como mi estampa en ese espejo, se reunían dentro de un mismo contorno.

Enfrente había una pareja de globos terráqueos. Uno representaba la tierra y el otro, la esfera celeste. Recuerdo haberlos contemplado con cierta codicia la vez que Talo me invitó a comer. Me

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