Aromas

Philippe Claudel

Fragmento

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Abeto

Dicen que los vosgos somos mitad hombres, mitad abetos, para burlarse de nuestro carácter taciturno y brusco. Lejos de los bosques de abetos, vivo a cámara lenta. Tengo la sensación de que me han desarraigado. Echo de menos su perenne verdor, su ramaje desplegado, su olor, con lustre de resina, sus inofensivas agujas. Antes de la guerra, mi padre es leñador, campesino, auxiliar químico. La posguerra lo convierte en policía, pero nunca olvida sus bosques. Su casa natal está incrustada en ellos. Bosques sombríos que trepan hacia la roca de La Soye, las ruinas del castillo de Pierre-Percée y el puerto de La Chapelotte, que sigue exhibiendo las heridas de los numerosos combates que allí se libraron en la Gran Guerra. Trabaja en numerosas talas en el valle del Plaine, río de aguas pobladas por truchas y gobios, bordeado por una antigua calzada romana y dominado por el Donon, en cuya alta cumbre un templo de arenisca rinde culto a Veleda. Es una de las zonas más resinosas de Francia. No hay forma de eludir los abetos, viejos o jóvenes, negros, inmensos, de una majestad casi carolingia, ni a las píceas, que forman apretadas brigadas a lo largo de los senderos. Picnic. Cargamos el «cuatro latas» de cestas, mantas, sillas plegables, hornillos, ensaladeras, bolas de petanca y raquetas de bádminton. No vamos muy lejos. Volvemos al lugar de la infancia, cerca de un arroyo en pleno bosque, al que se puede llegar gracias a un sendero de arena rosácea. Nuestro rincón. El sol queda excluido por el follaje. La sombra huele a savia y musgo. El agua del arroyo te amorata los dedos si los dejas demasiado rato sumergidos. Y refresca la cerveza y el vino enseguida. Suelen acompañarnos el tío Dédé, la tía Jeanine y mi otra tía, Paulette, a la que siempre conocí viuda, pues su marido, Nénesse, murió electrocutado en un taller de la Salina antes de nacer yo. Posamos sentados alrededor de una mesa de camping para fotos en formato 6 X 9 de bordes dentados. Sonrisas, camisetas interiores y barrigas llenas. Los abetos nos envuelven con sus ramas bajas. Es un mundo de quietud, de zumbidos de abejas, de babosas que se arrastran, de hormigueros faraónicos, de azulados arrendajos que nos sobrevuelan y a veces dejan caer una pluma blanca adornada con una lista gris, que me planto en el pelo. Escarbo en el musgo, que incluso en lo más cálido del verano conserva un resto de humedad, una esponjosidad de turba. A veces, arranco trozos y me los pongo en los muslos. Aquí puedo mancharme, rodar sobre los helechos, disfrazarme embadurnándome la cara con el mantillo, que huele a raíz de brezo. Tengo derecho. Acaricio los troncos de los abetos. Mis palmas se llenan de gotas de resina semejantes a lágrimas. Cojo cristales tan aromáticos como caramelos para la tos, que se condensan en las heridas del árbol. Se las han hecho los pájaros con sus malvados picos. Pájaros carpinteros y picos picapinos, también llamados «colirrojos», grandes barreneros. El tiempo se detiene. Oigo reír a los adultos, que están de sobremesa. Me como lo que encuentro, hayucos, frambuesas silvestres, arándanos, moras, brotes tiernos. Me gustaría ser un corzo. A la vuelta, me quedo dormido en el coche, arrebujado en mis fantasías animalescas y en una manta, que días después aún conserva agujas de abeto y cristalinos granos de arena.

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Acacia

Paradoja climática: sé de árboles cubiertos de nieve a principios de junio. Una nieve compacta y a la vez liviana en forma de algodonosos racimos, que el viento del atardecer acaricia como se acaricia el cuerpo amado. Voy en bicicleta por el camino de carro que desciende por detrás del cementerio de Dombasle, mi ciudad natal, mi ciudad infantil, mi ciudad actual, hacia el viejo estadio de Sommerviller, cedido a nuestros juegos. Fiambreras y balones en el campo, policías y ladrones. Voy a reunirme con mis amigos: Noche, los Waguette, Éric Chochnaki, Denis Paul, Jean-Marc Cesari, Francis Del Fabro, Didier Simonin, Didier Faux, Jean-Marie Arnould, Petitjean, Marc Jonet... Las grandes acacias ocultan el cielo claro con su bóveda calada. Hojas con forma de moneda antigua. Espinas de coronas para invisibles ajusticiados. Pedaleo con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás, embriagándome del aroma de las flores y la alegría febril que cada primavera trae consigo. Los días se tornarán inmensos, como nuestra vida. Esperaremos el atardecer con el canto nuevo de los pájaros y las ranas. Nos sorprenderemos agradeciendo el último frío de la tierra y refrescándonos con él. Las mismas brumas se irán de viaje, lejos, para no volver hasta octubre. El cielo alumbrará sus ocasos rosados, enguatados de tonos naranja y azul pálido, como los de los cuadros de Claude Gellée, llamado el Lorenés, que nació a unas leguas de aquí hace trescientos años. Flores de acacia con olor a miel y prímula, a cuyo alrededor zumban las abejas, que como diminutos y peludos silenos se embriagan y hacen eses en el aire tibio. Nosotros, pequeños humanos, buscamos en las ramas más bajas los pesados racimos color crema pálido. Los cogemos sin importarnos que nos pinchen en los dedos y las muñecas, y la sangre que los perla atestigua nuestra valentía. Envuelvo los jóvenes cadáveres en un pedazo de tela y regreso a casa pedaleando con toda la fuerza de mis piernas. Paso por delante del dormido matadero, donde las reses despellejadas, colgadas de ganchos en las cámaras frigoríficas, meditan sobre la brevedad de su vida. Mi madre ya ha batido la masa. Sumergimos en ella los racimos, que se cubren de clara lava. A continuación, hay que inmolarlos de inmediato en aceite hirviendo, para que su aroma profundo no muera y quede aprisionado bajo la corteza. Fina y dorada. Fuera, la noche ha abierto su gran ojo azul de Prusia. Junto al horno, el gato nos observa y se hace preguntas. Es tarde. Es pronto. Con los ojos brillantes, sin que me importe quemarme los labios, muerdo un crujiente racimo lleno de flores, sonrisas y viento. Lo que se deshace en mi boca es la primavera misma.

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