El pintor de la vida moderna (Serie Great Ideas 28)

Charles Baudelaire

Fragmento

I

La que sigue ha de ser, por imperativo del tipo de relato que me propongo llevar adelante, la consignación caótica de una serie de acontecimientos más o menos conectados entre sí, más o menos creíbles dentro de un contexto bastante increíble en sí mismo. Puede que haya saltos en la correlación temporal y hasta serias incongruencias porque —aun cuando ahora todo ha terminado— no es fácil para mí reconstruir en detalle los hechos tal como ocurrieron ya que se supone que mi cerebro ha borrado secuencias enteras de ellos debido a una circunstancia singular que en breve pasaré a detallar y que preferí respetar a cuento del interés del lector. De todas maneras, un viejo profesor de práctica forense de la Escuela de Cadetes de la Policía solía decirnos a sus alumnos que la historia de un caso policial no es un simple encadenado de acciones y reacciones regidos por la lógica causal, sino más bien una maraña de ofensas y sus venganzas correspondientes regidos por la lógica del encono, sólo a veces madurado al punto de ebullición del odio. Tal vez siguiendo ese patrón me resulte más sencilla la tarea de reunir las piezas del rompecabezas que fue el caso de los hermanitos Agustini, sin perder de vista —tal como le gustaba rematar a mi profesor— que sólo cuando el odio se ha convertido en saña inteligente podemos tener entre manos un crimen perfecto. Lo cual raramente ocurre.

Eugenia y Ezequiel Agustini, dos hermanos de doce y cuatro años, respectivamente, desaparecieron un buen día —mejor dicho, una mala noche, la misma noche— de dos lugares distintos, sin dejar rastros y sin que nadie pidiera rescate por ellos. Sus padres no hicieron la denuncia de inmediato, pero pocas horas después la noticia del secuestro saltó a la primera plana de los diarios y la Policía empezó a actuar de oficio. Tal vez la opinión pública no se hubiera hecho eco tan pronta y rotundamente del caso si no hubiera sido porque Martín Agustini y Mercedes Arango, padres de los chicos, eran los dueños de uno de los mejores y más clásicos restaurantes de Buenos Aires: la famosa Parrilla de San Lorenzo, frecuentada por empresarios, diplomáticos, estrellas del espectáculo y políticos de toda ralea. Este punto, que fundamentaba el hecho de que se tratara de una familia con un muy buen pasar económico, volvía más inexplicable que los supuestos secuestradores no hubieran exigido en ningún momento una suma de dinero a cambio de su liberación.

A la hora de tomar el caso, yo tenía referencias encontradas sobre Agustini: por un lado, me lo habían descrito como un sujeto refinado y arbitrario y, por el otro, como un cirujano brillante y compasivo que en el pasado había sido objeto de una gran injusticia. Médico pediatra egresado de la Universidad de Buenos Aires con promedio sobresaliente, había ejercido su profesión como director de un hospital público hasta que un escándalo lo obligó a renunciar y decidió viajar a Europa por algunos meses. Regresado de urgencia al país debido a un accidente cerebrovascular que causó la muerte de su padre don Cornelio Agustini, fundador del restaurante, Martín decidió abandonar su profesión y hacerse cargo del negocio familiar. Después de todo, “un buen cocinero es como un cirujano” asegura Philippe (Noiret) en La gran comilona1. Y algo de eso debe haber porque, a partir de que el médico se puso al frente del restaurante, la reputación de la Parrilla de San Lorenzo terminó de consolidarse y el lugar se convirtió en sitio obligado de peregrinación para nativos y extranjeros amantes de la mejor carne argentina. Ubicada en el distrito súbitamente esnob de Palermo Hollywood, que en los años de su fundación todos conocían como “Palermo Viejo sobre el arroyo Maldonado”, la parrilla figuraba desde su apertura en las guías de referencia de los sitios gastronómicos top de la ciudad. Pero Martín Agustini reveló una gran visión comercial al reciclarla por completo y lograr incluirla también en el circuito de visitas de los turistas hospedados en hoteles cinco estrellas, fenómeno reforzado por el boom del turismo en la Argentina, luego de la crisis económica de 2001. Eso había determinado que él y su esposa, profesora universitaria de Historia y autora de varios libros sobre la Antigüedad grecorromana, terminaran de consolidar —tal como ya he dicho— una cuantiosa fortuna.

A diferencia de lo que me pasaba con su marido, sobre Mercedes Arango yo tenía unas pocas referencias más bien irrelevantes, pero guardaba de ella el más singular de los recuerdos. La había conocido cuando los dos éramos demasiado jóvenes —nos cruzamos unas pocas veces a los veinte años— y en las circunstancias menos favorables. No exagero si digo que, al verla por primera vez, debo haber sentido algo muy parecido a lo que sintió Paris al descubrir a la divina Helena en el palacio espartano de su marido Menelao (si se me permite el arcaísmo), un deslumbramiento de esos que no admiten reacción alguna, pero que sobre todo no admiten el olvido. Así como la teoría filosófica de lo sublime trata de explicar, sin conseguirlo, la enajenación que nos causa presenciar el exceso de belleza y el asomo de la perfección, durante mucho tiempo después de conocerla traté de explicarme por qué la suerte (naturaleza, Dios, dioses, genética, destino o como prefiera llamárselo) había sido tan generosa con ella. Mercedes era, con mucho, la mujer más hermosa que había visto en toda mi vida y nunca pude dejar de pensar en su belleza de manera perturbadora. Si la hubieran conocido, se darían cuenta de que cualquier hombre con las cosas bien puestas puede llegar a todo por el amor de alguien como ella, porque su sola presencia tiene el poder de causar adicción y hasta angustia, obsesión, celos y el deseo profundo de hacerle el amor. Sin duda, por una mujer así yo también hubiera marchado a luchar diez años ante los muros de Troya. Pero los hados (para seguir con el símil mitológico) quisieron que, en aquel entonces, Mercedes fuera no sólo la novia de Martín Agustini, sino la mejor amiga de mi novia.

Los hijos del matrimonio Agustini habían sido raptados durante la madrugada del lunes 27 de noviembre de 2006. El pequeño Ezequiel había sido sustraído de su dormitorio en la casa familiar mientras su madre dormía a escasos quince metros de él, en la suite matrimonial, y la chica, Eugenia, había desaparecido del primer piso de la mismísima Parrilla de San Lorenzo, donde se había quedado a pasar la noche luego de regresar del cumpleaños de una amiga y mientras su padre dormía en un cuarto contiguo. Nadie había visto ni oído nada, no había testigos circunstanciales ni el más mínimo indicio de la entrada o de la salida de los captores a ninguna de las dos propiedades. La noche anterior había tenido lugar en el famoso restaurante una gran fiesta privada a la que habían asistido políticos y figuras del espectáculo, lo que hizo que —al tomar estado público el secuestro— se armara un considerable revuelo que llegó a las altas esferas de la seguridad nacional. En cuestión de horas, la Policía se vio enfrentada a toda clase de acusaciones provenientes de los medios de comunicación sobre su incapacidad para contro

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