Lascivia. Libro 1 (Pecados placenteros 1)

Eva Muñoz

Fragmento

cap-1

1
PHOENIX

Rachel

El sol de Arizona cala en mis poros mientras espero sentada en una de las tumbonas de la piscina de la casa de mis padres. «¡Maldita resaca!», me digo. Bebo el último sorbo de té helado y acto seguido levanto el periódico que descansa en mi regazo para leerlo. De inmediato llama mi atención un titular: «Médicos y científicos en alerta a causa de la nueva droga que ronda en el mundo criminal».

Se supone que no debo estar pendiente de este tipo de asuntos en mi momento de reposo (es mi último día de vacaciones). Continúo con la lectura hasta que una gran salpicadura de agua moja el periódico: es mi hermana, que se acaba de zambullir de un salto en la piscina.

—¡Rachel, ven aquí! —me grita chapoteando en el agua y su voz retumba en mi cabeza.

—¡Paso! Tengo que viajar dentro de unas horas —le respondo mientras me pongo de pie, dejando de lado los restos del periódico empapado.

—Quédate trabajando aquí. En Inglaterra no eres feliz sin mí.

—En la vida hay que hacer muchos sacrificios.

Echo a andar hacia la casa con los lentes de sol en la cabeza, tengo jaqueca porque bebí hasta el amanecer por el fin de mis vacaciones.

—¡Pensaba que no ibas a entrar nunca! —me espeta mi mamá en la cocina—. ¡Deja de dar vueltas y termina de empacar lo que falta, que si sigues así perderás el avión!

Está claro que nadie tiene consideración de mi miserable estado postborrachera. Mi otra hermana está estudiando en la mesa de la cocina. Intento tomar un vaso de agua, pero mamá me saca.

—Ve a por tu padre para que almorcemos todos —me ordena—. A lo mejor, el hecho de saber que debes irte los hace recapacitar y toman la sabia decisión de que trabajes en otra cosa que no tenga que ver con armas, bombas y criminales.

Sacudo la cabeza buscando la escalera: mi madre odia mi trabajo. Siendo muy niña ingresé en una academia militar y, desde ese día, no ha hecho más que renegar; sin embargo, para su desgracia, amo mi profesión y es algo que no pienso dejar: tengo activo el chip de la milicia gracias a la familia de mi padre.

Recorro el pasillo de la segunda planta paseando los dedos por el papel tapiz de la pared. El último día de vacaciones siempre es el peor. Echaré de menos a mi familia. No obstante, partir es necesario. Giro la perilla del despacho y el aire acondicionado me eriza la piel cuando entro echando un rápido vistazo al lugar, que no ha cambiado con los años. Observo el viejo sofá esquinero de color marrón a juego con la gran biblioteca que ocupa la mayor parte de la estancia, la lámpara traída de Marruecos, la pared principal donde cuelgan las medallas y diversos reconocimientos de la familia…

Las condecoraciones de los James son el motor que me mueve, que me llena de orgullo, sobre todo, cuando las cuento y veo asombrada cómo van cubriendo la pared. Hay un espacio vacío y doy por hecho que es para colgar mi medalla por ascender a teniente de la Élite Especial. Toda la familia, por parte de mi padre, pertenece a la milicia, a un ejército supremo llamado la FEMF, Fuerza Especial Militar del FBI. Las últimas siglas dejan claro lo que somos: una Fortaleza Bélica Independiente.

El hecho de que mi familia perteneciera a la mayor rama de la ley hizo que se me permitiera estudiar en la más exclusiva y secreta escuela militar, a la que entré con cuatro años de edad. Me gradué a los quince y con dieciséis me trasladaron al comando de preparación de cadetes en Londres. No puedo decir que ha sido fácil, pero me siento orgullosa de lo que soy y de lo que hago. A mis veintidós años soy una soldado políglota —hablo siete idiomas con fluidez—; he estudiado Criminología, y domino las artes del camuflaje y el espionaje; también soy experta en investigación y defensa personal avanzada. Todo esto, gracias al tiempo que llevo preparándome en el ejército.

Conozco todo tipo de armas, explosivos y sistemas inteligentes. Además, he manejado casos relacionados con el CDS, la Yakuza y la Camorra, entre muchos otros. He estado en misiones en Indonesia, Pekín, Bangkok y Berlín. He participado encubierta en operativos de la Infantería, Fuerza Aérea y Fuerza Naval. En suma, se me considera, por mérito propio, una de las mejores soldados de mi tropa, llamada Élite.

Desde temprana edad nos entrenan para enfrentarnos a todo tipo de peligro, es lo primero que nos enseñan y es algo que nos pulen año tras años queriendo que seamos los mejores en nuestra profesión. Somos la máxima rama de la ley, estamos por encima de todos los entes que aplican justicia. Nos preparan desde niños y nuestra especialidad es el camuflaje, ya que todas nuestras acciones deben mantenerse en el anonimato. Para esto la FEMF se vale de un ejército secreto multifuncional, que está en todos lados, y los civiles desconocen su existencia. Uno de los más grandes comandos de fuerza y preparación está en Londres. Llevo casi siete años viviendo allí. Es difícil para mí vivir tan lejos de mi familia, puesto que en esa ciudad solo tengo a Luisa y a Harry, que son mis mejores amigos. También está Bratt Lewis, mi novio desde hace cinco años.

—Hice un nuevo espacio para tu medalla —comenta mi padre, señalando el espacio vacío que ya había visto.

—Lo intuí, ahí quedará perfecta. —Le dedico una sonrisa. Sé lo importante que es para él que su hija mayor siga sus pasos.

—Me encanta que le guste, teniente —alardea.

—Gracias, general James.

Mi ascenso es un gran orgullo para él, me lo recalca siempre.

—No me extrañes —le digo envolviéndolo en mis brazos.

—Dé por fallida esa petición, teniente. —Corresponde el abrazo apretándome con fuerza.

—¡Muero de hambre! —exclaman en la primera planta.

En la mesa, miro la hora e intento fingir que no voy contra reloj mientras almuerzo con prisa. Somos una familia de cinco, bastante unida, que se mantiene en contacto todo el tiempo.

—Buen provecho para todos —me despido cuando acabo. Tengo que empacar.

Estando en la alcoba pongo lo que falta en mi maleta, empacando al estilo miliciano. No puedo perder el vuelo, ya que debo estar en Londres lo más pronto posible.

—Lejos de casa nuevamente… —comenta Sam, un poco cabizbaja—. Deberías hacerle caso a mamá y quedarte.

Quisiera que su falta de ánimo fuera por mi partida, pero ambas sabemos que no es por eso.

—Tienes que decirle a papá que no quieres estar en la FEMF —la animo.

—¡Baja la voz! —Se levanta a cerrar la puerta.

—¡Tienes que hacerlo! —le insisto—. No puedes seguir posponiendo la entrada al comando.

—No se lo va a tomar bien —se defiende—. La milicia lo es todo para él.

—Simplemente dile que quieres ser médico y no un soldado letal —le aconsejo mientras recojo lo poco que queda.

—Se enojará —responde con pesar.

La beso en la frente. Y sabiendo que mi padre nos ama por sobre todas las cosas y que jamás nos obligaría a ir en contra de nuestra voluntad, la aliento a que se sincere con él:

—Dile. Lo entenderá y verás que te estás estresando por nada.

—¡Ya casi es hora de partir! —mi madre nos interrumpe; ella sí apoya los ideal

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