El libro negro de la brujería en Colombia

Esteban Cruz Niño

Fragmento

Corrían los últimos meses de 2011; un cielo plomizo cubría a Bogotá, y la brisa estremecía las ramas de los árboles que rodeaban las tumbas del Cementerio Central haciéndolas rechinar mientras un vigilante empujaba la verja que daba acceso al lugar en donde se encontraban las fosas comunes. El conductor del Instituto Distrital de Patrimonio aceleró el automóvil sobre un sendero de cascajo. El terreno se veía extraño, como si fuese parte de un desierto.

—Creo que es aquí —dijo Gabriel Pardo García-Peña, el director del Instituto, quien me había pedido que lo acompañara a revisar las obras del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación que construía la Alcaldía.

Nos estacionamos al borde de un montículo de recebo, descendimos del vehículo y caminamos sobre unos tablones de madera hasta que apareció un hombre joven que llevaba un casco de plástico.

—Bienvenidos, los estaba esperando —afirmó con voz gruesa—. Soy el arquitecto residente. Por favor, síganme, estamos a punto de entrar al área de excavación —estiró el brazo y nos señaló una zanja que partía en dos el terreno.

—¿Qué han encontrado? —le pregunté mientras caminábamos a su lado.

—Como usted sabe, este lugar sirvió durante más de un siglo como cementerio —contestó el arquitecto.

—¿Un cementerio clandestino? —inquirió Gabriel mientras se acomodaba la corbata.

—No precisamente. Aunque no contenga mausoleos ni estatuas, este lugar era parte del Cementerio Central. Aquí enterraban a personas marginadas, pordioseros, suicidas, descuartizados y N. N.

Un escalofrío me recorrió la espalda mientras me acercaba al borde del agujero, en donde trabajaba media docena de arqueólogos.

—Observen por favor esto —apuntó el arquitecto mientras entraba al socavón—. ¿Ven esta mancha rectangular?, se trata del contorno de un antiguo ataúd de madera que lleva más de medio siglo enterrado —aseguró, señalando una serie de líneas que sobresalían sobre el fondo de la excavación.

Concentré mi mirada en los restos y pude distinguir algunos fragmentos de color ocre que conformaban una especie de arco.

—Disculpe, ¿qué son esas piedritas? —pregunté.

—Son dientes; están ordenados siguiendo el patrón de la mandíbula. Cuando excavemos más podremos sacar el cuerpo completo. Si se fija, también se pueden distinguir algunas costillas y partes del esternón.

Entre los fragmentos de huesos empecé a notar algunos jirones de tela de color granate que se amontonaban en el lugar en donde debería quedar el cuello.

—¿Qué es eso rojo que sobresale debajo de la mandíbula? —indagué.

—¿Qué cosa? —respondió el arquitecto acercándose a los restos.

—Eso que está allí, debajo de los dientes.

El residente se puso unos guantes, estiró los dedos y tomó un fragmento de tela que desenterró como si extrajera una lombriz de la tierra.

—No estoy seguro. Podrían ser restos de la ropa del difunto, aunque puede tratarse de otra cosa —aseguró, mientras levantaba el objeto que tenía forma de fardo y estaba atravesado por una serie de espinas de metal—. Estos son alfileres, agujas que se usaban para remendar y cocer, y que según su grosor podrían ser anteriores a los años cincuenta.

—¿Lo enterraron con esos elementos? —preguntó Gabriel en tono respetuoso.

—Lo dudo; la tela no parece hacer parte del enterramiento original, pues está mejor conservada. Además, por su dimensión y ubicación carece de utilidad, a menos que podamos darle otra explicación…

—¿Qué otra explicación? —pregunté.

—Una explicación menos ortodoxa —respondió mientras salía de la excavación y nos indicaba que lo acompañáramos hasta una pequeña estructura de paredes blancas, en la que había funcionado la perrera de Bogotá.

—¿Es usted antropólogo, señor Cruz? —me preguntó el arquitecto.

—Sí, lo soy.

—Entonces esto le va a encantar.

El hombre sacó un manojo de llaves del bolsillo y abrió una puerta de metal oxidada y chirriante.

—Aquí dejamos las cosas extrañas —susurró mientras señalaba una hilera de objetos oscuros y sucios, que se acumulaban sobre un mesón—. Son cosas que no deberían estar aquí. Usted sabe, este lugar también fue utilizado para sepultar a los muertos del Bogotazo y de la gripe española de 1918, por lo que esperábamos encontrarnos sorpresas, pero no esto —aseveró mientras sostenía una botella de vidrio que contenía una pasta negra y melcochuda—. Creemos que es un feto humano o restos de animales, utilizados como insumo para las prácticas mágicas.

—¿Qué tipo de prácticas? —indagó Gabriel.

—Magia popular, hechizos; estaríamos hablando de brujería.

Aterrados, revisamos aquel pequeño museo de fetiches, entre los que sobresalían fotografías descoloridas envueltas en fragmentos de cabuya, botellas ajadas, tachuelas que traspasaban tejidos descompuestos y papeles repletos de emblemas y oraciones retorcidas.

Levanté la mirada y vi que el conductor nos esperaba en la puerta, indicándonos que era hora de partir. Nos despedimos y abordamos el vehículo, que se alejó del lugar por la avenida El Dorado. La torre Colpatria se levantaba a lo lejos, como un cirio en medio de puentes y nubarrones. El tiempo transcurrió sin pausa, los días se transformaron en semanas y las semanas en años.

Dejé de trabajar para la Alcaldía, olvidé aquella tarde y me dediqué a la docencia universitaria, pero una serie de acontecimientos siniestros me hicieron recordar las sensaciones que me había despertado esa excavación.

A finales de 2017, mientras trabajaba para Blu Radio, el actor Luis Tamayo aseguró al programa La Red, de Caracol Televisión, que había sido víctima de ataques de magia negra que lo habían hecho sentir “enterrado en vida”.

Tiempo después, en agosto de 2020, le pedí a Camilo Caballero, productor del canal RedMas, que se comunicara con Luis para solicitarle una entrevista. El artista respondió que nos atendería por medio de una videoconferencia, pues se encontraba radicado en Europa.

Esa tarde escuché cada uno de los padecimientos que había sufrido durante años. Su voz gruesa y serena me recordó aquel arquitecto que coleccionaba maleficios extraídos de la fosa común del Cementerio Central de Bogotá, y sentí que regresaba al borde de aquel socavón que parecía la puerta del infierno.

Luis Tamayo

“Después de sesenta años, puedo admitir que mi infancia no fue normal, pues mi abuela se encaprichó conmigo; aprovechó un descuido y me arrancó de los brazos de mis padres, apartándome de ellos para siempre.

”Fue una época de escapes y fugas; nos movíamos al compás del tiempo, de barrio en barrio, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad. Transitába

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