Cartas abiertas (Mapa de las lenguas)

Juan Esteban Constaín

Fragmento

I

Lo que de verdad le importaba, me dijo, era esa campana: sus tañidos a lado y lado de la guerra. Su voz metálica que trazaba sobre la nieve —porque fue en invierno, siempre lo es— una línea divisoria entre el horror, como quien rompe el hielo de un espejo. Fue en diciembre de 1915 en el Frente Occidental, en Douchy. Allí estaban ambos, Ernst Jünger y Robert Graves, y lo escribieron en sus respectivos diarios: el primero como una premonición, el segundo como una burla. Dice Jünger: “Hablamos con dos ingleses, uno de ellos se quitó el escudo de su chaqueta y me lo dio, en él hay un tigre y dos nombres inscritos: ‘Indostán, Lancaster’. Nos preguntaron en francés si teníamos cigarrillos, se los dimos. Qué extraño: llevamos ya más de un año de estarnos matando, y en los pocos momentos de paz y amistad que surgen entre las trincheras lo que hacemos es pedirnos fuego. Muchos creen en la paz, yo no; ni siquiera sé si me guste, si sea buena. Los ingleses elogiaron nuestros cigarrillos, les dije algo que pareció molestarles: ‘Claro, son indios…’. Pero después sonrieron, nos dimos la mano y se fueron. Quizás ellos también creen en esa tregua de Navidad de la que habla todo el mundo, igual a la del año pasado. Yo no…”. Dice Graves: “Sin que nadie lo supiera, bajamos Jack y yo desde Amiens hasta Douchy, o muy cerca. A él en verdad no le molesta nada: ni las balas, ni la sangre, ni el frío, ni la muerte, nada. Solo que todo el mundo le diga ‘Jack’, eso sí. ‘Eso es lo peor de esta guerra, que con ella va a empezar la democracia…’, fueron sus palabras. Un hombre de su rango no acepta que los inferiores lo traten con esa confianza; a mí me da igual, acaso porque no soy de su rango. Tampoco lo eran esos alemanes con los que nos encontramos ayer en nuestra primera incursión por la zona, salimos a la ‘tierra de nadie’ y allí estaban ellos, cinco o seis, riendo a carcajadas. Nos vieron y nos saludaron muy adustos, aunque sin ser hostiles. Ya no reían más, nos acercamos, Jack les pidió un cigarrillo, se lo dieron, fumamos y no estaba mal. Eso les dije y uno de ellos, muy joven, de ojos vivaces, me respondió en francés: ‘Sí, es que vienen de la India…’. Estuve a punto de reírme de su irreverencia, en cambio fingí algo de consternación, casi desprecio. Jack, para agradecerles, se quitó una insignia de la chaqueta que llevaba y se la dio, la insignia que habíamos estado viendo ayer: un tigre y el lema de la 4a Compañía: ‘Indostán, Lancaster’. La chaqueta la recogió Jack por el camino y era de uno de los nuestros al que vimos muerto en una zanja, debía de llevar muy poco allí, sus compañeros lo abandonaron o ni siquiera lo vieron morir; quizás aún lo estén buscando. Oldham se llamaba, según su placa, y Jack solo dijo: ‘Este es de los míos’, luego lo despojó de su chaqueta y seguimos…”.

Entonces, una noche de ese invierno de 1915, sucedió eso que tanto había intrigado y conmovido a Marcelino Quijano, según me dijo, y es que una campana empezó a repicar. También eso lo escribieron Jünger y Graves en sus diarios, y por ellos sabemos que es la misma campana, pues es la misma fecha, 22 de diciembre de 1915: “Como un pájaro desesperado, así retumban las campanas a esta hora…”, escribió Jünger; “no para de sonar esa campana, la señal de que acaso haya llegado el momento de largarnos de aquí…”, escribió Graves. Dos de los mejores escritores del siglo XX, dos de los más grandes y originales combatiendo en la Primera Guerra Mundial. No fueron tampoco los únicos, quizás no haya habido una guerra con tanto talento a su servicio, tantos artistas dispuestos a morir o a matar en sus trincheras. Pero que las huellas de Robert Graves y Ernst Jünger se hubieran cruzado sobre la nieve de ese invierno atroz de 1915 en el Frente Occidental, que hasta allí llegaran ambos y vieran su reflejo en el rostro del otro, eso sí era hermoso. Que se hubieran dado la mano los dos y luego la espalda, que sobrevivieran, eso sí valía la pena, insistía Marcelino Quijano. Un inglés y un alemán, dos enemigos, la humanidad: no hay trinchera que no sea un espejo.

—Pero lo que de verdad me importa —me dijo Marcelino Quijano: Marcelino Quijano y Quadra, para ser exactos, como a él siempre le gustó que se dijera su nombre todo completo—, lo que de verdad me importa es esa campana: que sonara, que ellos dos la oyeran; ese sí es un milagro. ¿No se da cuenta usted? Que dos de mis escritores favoritos hubieran combatido en la guerra siempre lo supe, no fueron tampoco los únicos. Y que se hubieran cruzado era también natural, por qué no, de alguna manera la guerra consiste en eso. Hasta que un día leí esa entrada en el diario de Graves, una edición que me trajo de Londres un amigo: ahí estaba la campana, sus repiques desatados. Vi la fecha y me pareció muy extraño, me acordaba de algo parecido en el diario de Jünger. Fui a leerlo y no lo podía creer: el mismo día, la misma noche, la misma fecha, el mismo sitio. La misma campana, la misma.

Así que eso era lo único que de verdad le importaba a Marcelino Quijano y Quadra, una campana. Con ella sobre la mesa lo conocí, más bien con sus fragmentos en la mano: los tenía todos regados como un gran rompecabezas y trataba de armarlos como quien juega a los naipes, solo, poniendo una carta aquí y otra allá, dudando luego, volviendo a barajar, el dedo en la barbilla. Lo más curioso es que esa escena absurda no parecía sorprender a nadie en la taberna, y los pocos comensales y los pocos borrachos que estaban en ella no reparaban en esa esquina en la que un hombre de sombrero y traje entero, pipa, un vaso de cognac, anteojos y bigote parecía estar pegando los pedazos del mundo después de haberlo roto contra el piso. Incluso el dueño de la taberna, Franco Bruno, su nombre lo supe luego, su nombre y la grandeza de su corazón, incluso él observaba con naturalidad y aun con cariño (claro que sí, ahora lo puedo decir) los intentos de Marcelino por rehacer esa campana y devolverle la voz. Yo entré y me hice en la otra esquina, había caminado más de tres kilómetros sin que hubiera un solo sitio abierto en la carretera. Entonces llegué al pueblo, Piedras de Fuego, y vi la luz prendida de la taberna, El Tiempo Perdido. Abrí la puerta y era de verdad casi un establo, como me la habían descrito: una caballeriza con una barra y mesas muy grandes de madera, cuadros de ciudades y palacios italianos por todas partes, botellas, una cafetera, un perro disecado, una chimenea que ardía y crepitaba y en la que de repente alguno de los clientes metía un pan que había cogido de una canasta que colgaba del perchero para los sombreros. La clientela no es que fuera numerosa, no, pero se multiplicaba en los espejos que cubrían las paredes: espejos enormes y antiguos, ensombrecidos no solo por la luz tan tenue del lugar sino también, creo yo, por el humo que debían de haber soportado durante años, demasiado humo albergado allí, demasiado tiempo. Y luego estaba Franco Bruno, un napolitano sonriente y locuaz que iba de mesa en mesa atizando todas las conversaciones, cuando no estaba en la barra sirviendo los tragos o la pasta o la fr

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