Los Buddenbrook

Thomas Mann

Fragmento

Capítulo I

CAPÍTULO I

–¿Cómo era eso? ¿Cómo… era…?

–¡Ay, demonio! ¿Cómo era? C’est la question, ma très chère demoiselle!

La consulesa Buddenbrook, sentada al lado de su suegra en el sofá de líneas rectas, lacado en blanco, tapizado en amarillo claro y adornado con una cabeza de león dorada en lo alto del respaldo, dirigió una mirada a su esposo, instalado junto a ella en un sillón, y salió en ayuda de su hija pequeña, a quien el abuelo sostenía sobre las rodillas, junto a la ventana.

–A ver, Tony –dijo–. «Creo que Dios…»

Y la pequeña Antonie, una niña de ocho años de complexión delicada, ataviada con un vestidito de seda tornasolada muy ligero, apartando un poco la hermosa cabecilla rubia de la cara de su abuelo, clavó sus ojos azul grisáceo en el fondo de la habitación con gesto de esforzarse en hacer memoria pero sin ver nada, repitió una vez más «¿Cómo era?» y empezó a decir lentamente:

–«Creo que Dios…» –y luego, al tiempo que se le iluminaba la carita, se apresuró a añadir–: «me ha creado junto con todas las demás criaturas.»

De pronto, había encontrado el hilo y, exultante e imparable, tiró de él y recitó de corrido el artículo entero, al pie de la letra según el catecismo que, con la aprobación de un Senado ilustre y sabio, acababa de ser revisado y publicado de nuevo en aquel año de 1835. Una vez se cogía velocidad, pensó, era una sensación muy parecida a la de deslizarse en trineo por el Jerusalemberg[1] nevado en compañía de sus hermanos: casi se le borraban a una las ideas y era imposible parar por mucho que quisiera.

–«Y me ha dado vestido y calzado –dijo–, comida y bebida, casa y hacienda, mujer e hijo, tierras y ganado…»

Al llegar a estas palabras, el viejo monsieur Johann Buddenbrook no pudo evitar echarse a reír, con aquella risa suya tan característica, aguda y ahogada, que tenía preparada en secreto desde hacía rato. Reía de placer por tener ocasión de mofarse del catecismo y, sin duda, había iniciado aquel pequeño examen con ese único fin. Preguntó a Tony por sus tierras y ganado, se informó de cuánto pedía por una saca de trigo y se ofreció a hacer negocios con ella. Su cara redonda, suavemente sonrosada y de gesto bondadoso, en la que no había lugar para el menor asomo de malicia, estaba enmarcada por unos cabellos blancos como la nieve, empolvados; y una discretísima coletita, apenas una insinuación, caía sobre el amplio cuello de su levita gris ceniza. A sus setenta años, seguía siendo fiel a la moda de su juventud; únicamente había renunciado a los galones en la botonadura y en los grandes bolsillos y, eso sí, jamás había llevado pantalones largos. Su barbilla, con una hermosa papada, descansaba holgada y plácidamente sobre la blanca chorrera de encaje.

Todos habían reído con él, sobre todo por deferencia hacia el cabeza de familia. La risita de madame Antoinette Buddenbrook, de soltera Duchamps, era exactamente igual que la de su esposo. Era una dama corpulenta, con gruesos tirabuzones blancos sobre las orejas, un vestido de rayas negras y gris claro, sin ningún tipo de adorno, que daba muestra de sencillez y modestia, y unas manos blancas todavía muy bonitas, entre las que sostenía sobre el regazo un bolsito Pompadour de terciopelo. Con el paso de los años, sus facciones se habían ido asimilando a las de su esposo de una forma asombrosa. Tan solo el corte y la vivaz oscuridad de sus ojos revelaban algo de sus orígenes medio románicos; por parte de su abuelo, procedía de una familia franco-suiza, si bien era nacida en Hamburgo.

Su nuera, la consulesa Elisabeth Buddenbrook, de soltera Kröger, reía con la risa típica de los Kröger, que se iniciaba con una especie de pequeña explosión de una consonante labial y luego la llevaba a apoyar la barbilla en el pecho. Como todos los Kröger, era la elegancia personificada, y, aunque no podía decirse que fuese una belleza, por su voz cantarina y serena y sus gestos sosegados, seguros y dulces, producía en todo el mundo una impresión de equilibrio y confianza. Su cabello rojizo, que llevaba recogido en un moño alto en forma de coronita o con unos grandes tirabuzones no naturales sobre las orejas, correspondía por entero con su tipo de piel, extraordinariamente blanca y salpicada de pequeñas pecas. Lo característico de su rostro, con una nariz quizá demasiado larga y una boca pequeña, era que no tenía curva alguna entre el labio inferior y la barbilla. El corpiño corto, con mangas de farol, que hacía conjunto con una falda ajustada de vaporosa seda de florecillas de color claro, dejaba al descubierto un cuello de una belleza perfecta, adornado con una cinta de satén sobre la que relucía una alhaja formada por gruesos brillantes.

El cónsul se inclinó hacia delante en su sillón, con un movimiento un tanto nervioso. Llevaba una levita de color canela, con grandes solapas y mangas acampanadas que no se ceñían hasta pasado el hueso de la muñeca. Los pantalones eran de una tela blanca lavable, con ribetes negros en las costuras exteriores. Alrededor del cuello de la camisa, alto y muy almidonado, sobre el cual reposaba la barbilla, se anudaba la corbata de seda, cuya gruesa lazada, con mucha caída, llenaba todo el escote que dejaba el chaleco de colores… Tenía los ojos azules muy despiertos y un poco hundidos de su padre, aunque su expresión tal vez era algo más soñadora; en cambio, sus facciones eran más duras y serias, la nariz muy prominente y ganchuda, y las mejillas, cubiertas hasta la mitad por rubias patillas rizadas, no se veían tan llenas como las del padre.

Madame Buddenbrook se volvió hacia su nuera, le apretó el brazo con una mano y, fijando la vista en el regazo de esta, dijo entre risitas ahogadas:

–Siempre el mismo, mon vieux, ¿verdad, Bethsy? –Su forma de hablar revelaba un inconfundible acento del norte.

La consulesa, sin pronunciar palabra, se limitó a levantar una de sus delicadas manos, haciendo tintinear muy suavemente su pulsera de oro; luego realizó un gesto muy característico en ella: llevó la mano desde la comisura de los labios hasta el moño en forma de coronita, como si se retirase algún cabello díscolo que se hubiese soltado y posado allí indebidamente.

El cónsul, en cambio, con una mezcla de buen humor y cierto tono de reproche, replicó:

–Pero, padre, ya está usted otra vez burlándose de lo más sagrado…

Estaban sentados en el «salón de los paisajes», en el primer piso de la gran casona antigua de la Mengstraße que la Casa Johann Buddenbrook había adquirido por compraventa hacía algún tiempo y en la que la familia no llevaba mucho residiendo. Los gruesos y elásticos tapices que adornaban las paredes, colgados de manera que quedaba un hueco hasta tocar el muro, representaban vastos paisajes, de colores tan suaves como el de la fina alfombra que cubría todo el piso: escenas idílicas al gusto del siglo XVIII, con alegres viñadores, laboriosos campesinos y pastoras, lindamente adornadas con cintas, que sostenían esponjosos corderitos en el regazo en alguna orilla cristalina o se besaban con dulces pastores. En estos cuadros predominaba una luz crepuscular de tonos amarillentos, que hacía perfecto juego con la tapicería amarilla de los muebles blancos lacados y con las cortinas de seda amarilla de ambos ventanales.

Para el tamaño de la estancia, los muebles no eran muchos. La mesita redonda, de delgadas patas rectas y sutilmente ornamentadas con incrustaciones de pan de oro, no estaba delante del sofá, sino en la pared opuesta, enfrente del pequeño armonio, sobre cuya tapa se veía el estuche de una flauta. Aparte de las sillas de brazos y de respaldo recto, sistemáticamente repartidas junto a las paredes, no había más mobiliario que una mesita de costura junto al ventanal, frente al sofá, y un delicadísimo secreter de lujo lleno de bibelots.

A través de una puerta cristalera, frente a los ventanales, se adivinaba la penumbra de una sala de columnas, mientras que, a la izquierda de quien entrase por ella, otra puerta, blanca de doble hoja, conducía al comedor. En la pared opuesta, en una chimenea semicircular, tras una portezuela de hierro forjado muy reluciente y con artísticos calados, chisporroteaba el fuego.

Porque el frío se había anticipado aquel año. Fuera, al otro lado de la calle, las hojas de los pequeños tilos que bordeaban el patio de la Marienkirche ya se habían puesto amarillas –y eso que aún estaban a mediados de octubre–, el viento azotaba las imponentes aristas y saledizos góticos de la iglesia, y caía una lluvia tan fina como fría. Por deferencia hacia madame Buddenbrook, ya se había mandado instalar los postigos dobles.

Era jueves y, según el orden preestablecido entre ellos, un jueves de cada dos se reunía la familia; ese día, sin embargo, además de los parientes residentes en la ciudad, estaban invitados a una sencilla comida unos cuantos amigos de confianza. Así pues, allí estaban sentados los Buddenbrook, hacia las cuatro, viendo caer la tarde y esperando a los huéspedes…

A pesar de las bromas del abuelo, la pequeña Antonie no había interrumpido su imaginario descenso en trineo por el Jerusalemberg, aunque se había ido enfurruñando progresivamente, ella que, de por sí, ya tenía el labio superior algo más abultado y montado sobre el inferior. Había llegado al pie de la montaña, pero, incapaz de poner fin de un golpe a tan feliz viaje, se aventuró un poco más allá de la meta.

–Amén –dijo–. ¡Abuelo, sé una cosa!

Tiens! ¡Sabe una cosa! –exclamó el abuelo, e hizo como si se muriese de curiosidad–. ¿Has oído, mamá? ¡La niña sabe una cosa! ¿Es que nadie puede decirme…?

–Si hay un golpe de aire caliente –dijo Tony, acompañando cada palabra con una inclinación de cabeza–, cae un rayo. Pero si el aire es frío, hay un trueno.

Acto seguido, se cruzó de brazos y lanzó una mirada a los sonrientes adultos, como quien cuenta con un éxito seguro. El abuelo Buddenbrook, sin embargo, se enfadó ante tal muestra de sabiduría popular y exigió saber quién le había enseñado a la niña semejante estupidez; y, cuando se descubrió que había sido Ida Jungmann, la niñera de Marienwerder recién contratada para Tony, fue necesario que el cónsul saliera en defensa de Ida.

–Es usted demasiado severo, papá. ¿Por qué se le iba a prohibir a uno, a esas edades, imaginar sus propias historias sobre ese tipo de cosas?

Excusez, mon cher! … Mais c’est une folie! ¡Sabes que no puedo con esas tonterías que ofuscan las mentes infantiles! ¿Qué es eso de que cae un rayo? ¡Pues que caiga y nos parta a todos! A mí esa prusiana vuestra…

La cuestión era que el viejo Buddenbrook no se llevaba nada bien con Ida Jungmann. Monsieur era todo menos estrecho de miras. Había visto bastante mundo; en el año 1813 había partido hacia el sur de Alemania en un carro de cuatro caballos para comprar cereales en calidad de proveedor del ejército prusiano, había estado en Amsterdam y en París y, como hombre ilustrado, no consideraba que todo cuanto procedía de allende las puertas de aquella ciudad de capiteles góticos en que había nacido fuera condenable por principio. No obstante, con excepción del trato comercial, en lo respectivo a las relaciones sociales era mucho más proclive que su hijo, el cónsul, a trazar límites muy claros y a mostrarse reticente hacia cuanto viniese de fuera. Así pues, cuando, un buen día, sus hijos regresaron de un viaje a la Prusia Oriental trayendo a la casa familiar, cual si fuese un niño Jesús, a aquella muchacha –ahora acababa de cumplir veinte años–, una huérfana, hija del dueño de una hostería que había muerto justo antes de llegar los Buddenbrook a Marienwerder, el arrebato de caridad del cónsul le había costado algo más que unas palabras con su padre (palabras que, en el caso del viejo Buddenbrook, habían sido todas en francés o en Plattdeutsch).[2] Por otra parte, Ida Jungmann había demostrado ser muy eficiente en las tareas del hogar y tener muy buena mano con los niños, y, por su incondicional lealtad y su prusiano sentido de la jerarquía, en el fondo resultaba la persona más adecuada para ser contratada en aquella casa. Mamsell Jungmann era una mujer de principios aristocráticos que sabía distinguir con suma precisión entre la clase alta de primera y la de segunda, entre la clase media y la clase media baja, estaba orgullosa de formar parte del fiel servicio de la clase más alta y no veía con ningún agrado que Tony, por ejemplo, se hiciese amiga de una compañera del colegio que en su escala solo se clasificase en la categoría de clase media alta.

En ese momento, la prusiana había entrado en escena y atravesaba la puerta cristalera: era una muchacha bastante alta y huesuda, vestida de negro, con el cabello liso y cara de persona honrada. Llevaba de la mano a la pequeña Klothilde, una niña extremadamente flaca, de cabello ceniciento y sin brillo y taciturno gesto de solterona, ataviada con un vestidito de algodón de flores. Procedía de una rama de la familia muy secundaria, sin posesiones: era hija de un sobrino del viejo Buddenbrook, empleado como inspector de aduanas en Rostock, y, como tenía la misma edad que Antonie y era una niña muy buena, la habían traído de allí para educarla en la casa.

–Ya está todo preparado –dijo mamsell, poniendo mucho cuidado en articular con propiedad las erres, ya que al principio había sido incapaz de pronunciarlas–. Clotildita ha ayudado en la cocina con mucha diligencia, a Trina apenas le ha quedado nada por hacer…

Monsieur Buddenbrook, burlón, se sonrió para los adentros de su chorrera de puntillas ante la peculiar forma de pronunciar de Ida; el cónsul, en cambio, acarició la mejilla de su sobrinita y dijo:

–Muy bien, Tilda. Ora y labora, dicen. Nuestra Tony debería tomar ejemplo. Con demasiada frecuencia tiende al ocio y la soberbia…

Tony dejó caer la cabeza y, desde abajo, lanzó una mirada al abuelo porque sabía muy bien que, como de costumbre, él la defendería.

–Bueno, bueno –dijo–. Levanta la cabeza, Tony. Courage! No todo el mundo sirve para lo mismo. Cada cual vale para lo que vale. Tilda es muy buena, pero nosotros tampoco estamos mal. ¿Digo cosas raisonnables, Bethsy?

Se volvió hacia su nuera, que solía suscribir sus opiniones, mientras que madame Antoinette, más por cuestiones de estrategia que por convicción, generalmente se ponía de parte del cónsul. De esta manera, las dos generaciones, en chassé croisé ,[3] se daban las manos.

–Es usted muy bueno, papá –dijo la consulesa–. Tony se esforzará en convertirse en una mujercita inteligente y eficiente… ¿Han llegado ya los chicos del colegio? –preguntó a Ida.

Pero Tony, quien, desde las rodillas del abuelo, miraba por el espejuelo móvil de la ventana, exclamó casi al mismo tiempo:

–Tom y Christian están subiendo por la Johannisstraße… y el señor Hoffstede… y el doctor…

Las campanas de la Marienkirche comenzaron a tocar juntas –«Dang… ding, ding, dung…»– con bastante poco ritmo, con lo cual no se reconocía muy bien la melodía; eso sí, con gran solemnidad. Y mientras la campana grande informaba alegre y majestuosamente de que eran las cuatro de la tarde, la campanilla de la puerta de abajo empezó a resonar en el vestíbulo, y, en efecto, eran Tom y Christian, que llegaban con los primeros invitados: Jean Jacques Hoffstede, el poeta, y el doctor Grabow, el médico de la familia.

Capítulo II

CAPÍTULO II

El señor Jean Jacques Hoffstede, el poeta de la ciudad, que, sin duda, también traía algunos versos en el bolsillo para el día de hoy, no era mucho más joven que Johann Buddenbrook padre y, excepto por el color verde de su levita, vestía según el mismo gusto que este. Sin embargo, era más delgado y ágil que su viejo amigo y tenía unos ojillos verdosos muy despiertos y la nariz larga y puntiaguda.

–Mi más sincero agradecimiento –dijo tras haber estrechado las manos de los caballeros y expresado a las damas, sobre todo a la consulesa, por quien sentía especial devoción, algunos de sus más escogidos cumplidos; cumplidos que la nueva generación simplemente ya no era capaz de hacer y que iban acompañados de una agradable sonrisa, tan serena como obsequiosa–. Mi más sincero agradecimiento por su amable invitación, queridísimos míos. A estos dos jovencitos –prosiguió, y señaló a Tom y a Christian, que permanecían de pie junto a él con su atuendo de ir al colegio: una especie de blusón azul ceñido con un cinturón de cuero– nos los hemos encontrado el doctor y yo viniendo de la escuela por la Königstraße. Excelentes muchachos… ¿Señora consulesa? Thomas posee una cabeza bien amueblada, un chico serio; será comerciante, no me cabe ninguna duda. Christian, por el contrario, me parece un poco más disperso, ¿no es cierto? Un poquito incroyable… En fin, ya ven que no oculto mi engouement.[4] Irá a la universidad, creo; es ingenioso y brillante…

El señor Buddenbrook echó mano a su petaca de oro.

–¡Demonio de chaval! ¿No será mejor que se haga poeta directamente, Hoffstede?

Mamsell Jungmann cerró las cortinas de los ventanales, y la estancia no tardó en quedar iluminada por la luz agradable y discreta, aunque un tanto vacilante, de las velas de la araña de cristal y de los candelabros dispuestos sobre el secreter.

–Bueno, Christian –dijo la consulesa, cuyo cabello se había iluminado ahora con reflejos dorados–, ¿qué has aprendido esta tarde?

Y resultó que Christian había tenido clase de lectura, cálculo y canto. Era un muchachito de siete años que ya se parecía a su padre hasta un extremo casi cómico. Tenía sus mismos ojos, bastante pequeños, redondos y hundidos, ya se adivinaba su misma nariz prominente y curvada, y ciertos surcos bajo los pómulos anunciaban que el óvalo de su rostro no siempre conservaría la redondez de su infancia.

–Nos hemos reído muchísimo –empezó a contar con gran soltura en tanto sus ojos revoloteaban de uno a otro de los presentes–. Fijaos en lo que el señor Stengel le ha dicho a Siegmund Köstermann. –Se inclinó hacia delante, meneó la cabeza y se dirigió en un petulante tono de reproche a un alumno imaginario–. «Por fuera estás todo limpio y pulido, sí, pero por dentro, hijo mío, estás negro…» –Y dijo esto último pronunciando la «r» como una «d», con una especie de frenillo, y poniendo una cara que imitaba el estupor ante aquel alumno limpio y pulido pero solo «pod fueda» con una comicidad tan convincente que todo el mundo se echó a reír.

–¡Demonio de chaval! –repitió el viejo Buddenbrook con su típica risa y su típico Plattdeutsch.

El señor Hoffstede, por su parte, estaba fuera de sí de entusiasmo.

Charmant! –exclamó–. ¡Insuperable! ¡Es que hay que conocer a Marcellus Stengel! ¡Ha dado en el clavo! ¡Qué acierto más divino!

Thomas, que carecía de aquel talento, seguía de pie junto a su hermano pequeño y reía de corazón, sin ninguna envidia. Sus dientes no eran precisamente bonitos, sino pequeños y amarillentos. En cambio, su nariz tenía un perfil notoriamente refinado y, en los ojos y el corte de la cara, se parecía mucho a su abuelo.

Todos habían tomado asiento en las sillas y en el sofá, charlaban con los niños, hablaban del frío, que aquel año se había adelantado, de la casa… El señor Hoffstede admiró un precioso tintero de porcelana de Sèvres en forma de perro de caza blanco con motas negras que había sobre el secreter. En cambio, el doctor Grabow, un hombre de la edad del cónsul, cuyo rostro dulce y de buena persona sonreía entre unas patillas muy poco pobladas, contemplaba los múltiples bizcochos, panes de pasas y saleritos de diversas formas expuestos sobre la mesa. Simbolizaban «el pan y la sal» que la familia había recibido de amigos y parientes como regalo por el traslado a la casa. Mas, como había de quedar bien claro que tales ofrendas no procedían de familias precisamente modestas, el pan venía en forma de repostería muy especiada y consistente y la sal en recipientes de oro macizo.

–A ver si me vais a dar trabajo… –dijo el doctor a los niños señalando los dulces con gesto de advertencia. Luego, meneando suavemente la cabeza, levantó un pesado artilugio para sal, pimienta y mostaza.

–Regalo de Leberecht Kröger –dijo monsieur Buddenbrook con una sonrisa–. Siempre tan cumplido, mi señor pariente. Yo no le regalé nada parecido cuando se construyó su villa frente al Burgtor. Claro que él siempre ha sido… noble. ¡Dadivoso! Un caballero à la mode.

Varias veces había resonado ya la campanilla por toda la casa. Entró el reverendo Wunderlich, un hombre mayor, rechoncho, con larga sotana negra, cabello empolvado y una cara muy blanca, agradable y alegre, en la que brillaba la mirada vivaz de sus ojos grises. Era viudo desde hacía muchos años y se contaba a sí mismo entre los felices solteros de los viejos tiempos, al igual que el espigado señor Grätjens, el corredor de fincas, que había venido con él y que constantemente se ponía las esqueléticas manos delante de un ojo, como si formase un catalejo y estuviera examinando una pintura; era un entendido en arte que contaba con el reconocimiento general.

También llegaron el senador Langhals y señora, amigos de la familia de toda la vida, sin olvidar a Köppen, el comerciante de vinos, de cara grande y coloradota, como encajada entre las abultadas hombreras, acompañado de su igualmente corpulentísima esposa.

Eran ya pasadas las cuatro y media cuando, por fin, aparecieron los Kröger, mayores y niños: el cónsul Kröger con sus hijos Jakob y Jürgen, que eran de la misma edad que Tom y Christian. Casi a la vez, llegaron los padres de la consulesa Kröger, junto con el señor Oeverdieck, que se dedicaba al comercio de madera al por mayor, y su señora: un entrañable matrimonio de avanzada edad que, ante los oídos de todos, solía llamarse por unos apodos de una melosidad digna de cualquier pareja de recién casados.

–La gente fina llega tarde –dijo el cónsul Buddenbrook besando la mano a su suegra.

–¡Pero cuando llega, llega en buena representación! –y Johann Buddenbrook hizo un amplio gesto con el brazo señalando a los Kröger en pleno, al tiempo que estrechaba la mano del anciano.

Leberecht Kröger, el caballero à la mode, un hombre muy alto y distinguido, aún llevaba el cabello ligeramente empolvado, aunque iba vestido a la última. Sobre su chaleco de terciopelo destacaba una doble botonadura de piedras preciosas. Justus, su hijo, con patillas pequeñas y las puntas de los bigotes retorcidas hacia arriba, se parecía mucho a su padre en la figura y las maneras; también él movía las manos con notoria suavidad y elegancia.

Ya nadie volvió a sentarse, sino que se quedaron todos de pie, charlando entre sí en tono informal y relajado, mientras esperaban que se diese paso a la parte central de la reunión. Johann Buddenbrook padre, a su vez, ofreció el brazo a madame Köppen al tiempo que decía en voz bien alta:

–En fin, si todos tenemos apetito, mesdames et messieurs

Mamsell Jungmann y la doncella habían abierto la puerta blanca de doble hoja que conducía al comedor, y, lentamente, en amistosa compaña, el grupo se desplazó hasta allí. Tratándose de los Buddenbrook, era de esperar que la comida fuese tan rica como copiosa.

Capítulo III

CAPÍTULO III

Cuando los invitados comenzaron a avanzar hacia el comedor, el joven señor de la casa se llevó la mano a la parte superior izquierda de la levita, donde se oyó el leve crujido de un papel que, en un instante, borró la sonrisa de reunión social de su cara para dar paso a un gesto de preocupación, y, como si estuviera apretando los dientes, se tensaron algunos músculos de sus sienes. Por guardar las apariencias, avanzó unos cuantos pasos hacia el comedor, pero luego retrocedió un poco y buscó con la mirada a su madre, que se disponía a cruzar el umbral entre los últimos, del brazo del reverendo Wunderlich.

Pardon, querido reverendo… Son dos palabras, mamá.

Y mientras el reverendo le respondía asintiendo con la cabeza con gesto afable, el cónsul Buddenbrook pidió a su madre que pasara otra vez al salón de los paisajes y se dirigiera hacia el ventanal.

–Para ser breves, ha llegado una carta de Gotthold –le dijo muy deprisa y en voz baja, mientras miraba a los ojos oscuros e interrogantes de su madre y sacaba del bolsillo el papel doblado y lacrado–. Es su letra… Ya es la tercera carta, y papá solo respondió a la primera. ¿Qué debemos hacer? La tengo desde las dos de la tarde y hace rato que debería habérsela dado a papá, pero ¿iba a estropearle la reunión de hoy? ¿Qué piensa usted? Aún estamos a tiempo de pedirle que venga un momento.

–No, tienes razón, Jean, espera –dijo madame Buddenbrook y, como tenía por costumbre, cogió a su hijo por el brazo con un movimiento rápido–. ¿Qué dirá esa carta? –preguntó preocupada–. Ese chico no quiere dar su brazo a torcer. Sigue empecinado en esa indemnización por su parte de la casa… No, no, Jean, no se la entregues todavía. Tal vez esta noche, antes de irnos a la cama.

–¿Qué debemos hacer? –repitió el cónsul, meneando la cabeza después de inclinarla–. Muchas veces he pensado en pedirle a papá que cediera… No quiero que parezca que yo, su hermanastro, me he afincado en casa de los padres y estoy intrigando en contra de Gotthold…También a los ojos de papá quiero evitar a toda costa esa imagen. Claro que, si he de ser sincero…, después de todo, soy socio de la empresa. Y, además, por el momento, Bethsy y yo pagamos un alquiler de lo más razonable por la segunda planta. En lo que respecta a mi hermana de Frankfurt, está todo arreglado. Su marido va a recibir muy pronto, en vida de papá, una cantidad compensatoria, una cuarta parte del precio de compra de la casa… Es un negocio ventajoso que papá ha cerrado con gran facilidad y acierto, y que resulta realmente favorable pensando en la empresa. Cuando papá se muestra tan reticente ante las propuestas de Gotthold será porque…

–Oh, no, eso son tonterías, Jean. Tu posición en todo esto está clara. Pero Gotthold cree que yo, su madrastra, solo miro por mis propios hijos y pretendo alejarle de su padre. Eso es lo triste.

–¡Pero es culpa suya! –dijo el cónsul casi gritando, y luego moderó el volumen de su voz y dirigió una mirada hacia el comedor–. Es culpa suya que la relación haya alcanzado extremos tan lamentables. Juzgue usted misma. ¿Por qué no puede ser sensato? ¿Por qué tuvo que casarse con esa demoiselle Stüwing? Y lo de la tienda… –el cónsul rio con fastidio y un cierto bochorno al pronunciar tal palabra–. Es una debilidad de papá haberse opuesto a lo de la tienda, pero Gotthold debería haber respetado esa pequeña muestra de vanidad.

–Ay, Jean, lo mejor sería que papá cediera.

–Pero, ¿acaso puedo ser yo quien se lo aconseje? –susurró el cónsul llevándose la mano a la frente con gesto de excitación–. Tengo un interés personal en este asunto y, por lo tanto, debería decir: «Padre, dale el dinero». Sin embargo, también soy socio de la empresa, tengo que representar sus intereses, y si papá no cree que se deba restar esa suma al capital de la empresa por obligación para con un hijo desobediente y rebelde… Se trata de más de once mil táleros en efectivo. Es una cantidad importante… No, no, yo no puedo aconsejarle eso… ni desaconsejárselo tampoco. No quiero saber nada. Únicamente, se me hace désagréable la escena con papá.

–Esta noche, a última hora, Jean. Ahora, vamos; nos están esperando.

El cónsul guardó el papel en el bolsillo superior izquierdo de la levita, le ofreció el brazo a su madre y, los dos juntos, atravesaron el umbral hacia el comedor, muy bien iluminado para la ocasión, donde los invitados acababan de colocarse en sus respectivos sitios alrededor de la larga mesa.

Pintadas sobre el fondo azul cielo de las paredes, resaltaban con enorme plasticidad diversas estatuas blancas de divinidades clásicas sobre esbeltas columnas. Los pesados cortinajes rojos de los ventanales estaban cerrados, y en cada rincón de la habitación ardían, además de los candelabros de plata que había sobre la mesa, ocho velas en un candelabro de pie bañado en oro. Encima del aparador macizo que quedaba frente a la puerta del salón de los paisajes tenían colgado un cuadro de grandes dimensiones, algún golfo de Italia, cuyos tonos azules nebulosos producían un efecto especialmente impactante con aquella iluminación. Pegados a las paredes había varios sofás de respaldo recto tapizados en damasco rojo, de considerable tamaño.

Todo vestigio de preocupación e inquietud había desaparecido del rostro de madame Buddenbrook cuando tomó asiento entre el viejo Kröger, que presidía la mesa del lado de los ventanales, y el reverendo Wunderlich.

Bon appétit! –dijo con un gesto muy suyo, una rápida y cordial inclinación de cabeza, que, no obstante, le permitió pasar una breve revista a la mesa entera, incluidos los niños.

Capítulo IV

CAPÍTULO IV

–Como le dije, Buddenbrook, ¡todo mi respeto! –La potente voz del señor Köppen se impuso sobre la conversación general cuando la doncella, de brazos colorados y desnudos, con su gruesa falda de rayas y su pequeña cofia, ayudada por mamsell Jungmann y la doncella de la consulesa, venida del piso de arriba, hubo servido la sopa a las finas hierbas con pan tostado, y todo el mundo comenzó a comer con refinamiento–. ¡Todo mi respeto! Esta amplitud, esta noblesse… tengo que decir que aquí sí que se vive bien, tengo que decir…

El señor Köppen no se trataba con los anteriores dueños de la casa; no hacía mucho tiempo que era rico, no procedía precisamente de una familia distinguida y, por desgracia, no era capaz de desprenderse de algunas muletillas dialectales, como la constante repetición de aquel «tengo que decir». Para colmo, decía «repeto» en vez de «respeto».

–Su buen dinero les ha costado –apuntó secamente el señor Grätjens, que debía de saberlo bien, y se puso a contemplar el golfo italiano del cuadro a través de su peculiar catalejo.

Los anfitriones habían intentado, en la medida de lo posible, sentar a sus invitados bastante mezclados, intercalando amigos de la familia entre la cadena de parientes. Con todo, este criterio tampoco se había cumplido con excesivo rigor, de modo que los ancianos Oeverdieck estaban sentados juntos (y más que juntos, como de costumbre: casi uno encima del otro), intercambiando cariñosos gestos con la cabeza. El viejo Kröger, en cambio, estaba sentado muy tieso, como en un trono, entre la senadora Langhals y madame Antoinette, y repartía sus redondeados movimientos de manos y sus escogidas bromitas entre las dos damas.

–¿Cuándo dice que se construyó esta casa? –preguntó el señor Hoffstede a Buddenbrook padre, que estaba ubicado justo en el otro extremo de la mesa y conversaba con madame Köppen en tono jovial y un tanto burlón.

–En el año…, un momento… Hacia mil seiscientos ochenta, si no me equivoco. Por cierto, mi hijo está mucho más al tanto de este tipo de datos.

–Ochenta y dos –confirmó el cónsul, inclinándose hacia delante, desde su sitio, al lado del senador Langhals, bastante al final de la mesa y sin dama a la derecha–. Se terminó en mil seiscientos ochenta y dos, en invierno. Por aquel entonces comenzó el ascenso imparable de Ratenkamp & Cía. ¡Qué triste cómo se ha venido abajo esta casa en los últimos veinte años!

En la mesa se hizo un silencio general que duró medio minuto. Cada cual mantenía la mirada fija en su plato y recordaba a aquella en otros tiempos tan próspera familia que había mandado construir la casa, había vivido en ella y, venida a menos, en la pobreza, había tenido que abandonarla…

–Bueno, triste –dijo Grätjens, el corredor de fincas–, cuando uno piensa en el desatino que les trajo la ruina… ¡Si Dietrich Ratenkamp, en su día, no se hubiese asociado con aquel tipo, Geelmaack! Dios sabe que me llevé las manos a la cabeza cuando él comenzó a administrar la empresa. Y sé de la mejor tinta, señores míos, cuán vilmente estuvo especulando a espaldas de Ratenkamp, firmando cambios aquí, letras allá, en nombre de la empresa. Al final se fue todo a pique. Los bancos desconfiaban, no tenían ninguna garantía. Ustedes no se lo imaginan… ¿Y quién controlaba el almacén? ¿Geelmaack tal vez? ¡Se fueron estableciendo allí como las ratas, año tras año! Pero Ratenkamp no se preocupaba de nada…

–Estaba como paralizado –dijo el cónsul. Su rostro había adoptado una expresión melancólica y taciturna. Inclinado hacia delante, removía su sopa con la cuchara y, de vez en cuando, dejaba escapar una mirada fugaz hacia el extremo opuesto de la mesa desde sus ojillos redondos y hundidos–. Todo sucedió bajo presión, y creo que tal presión es comprensible. ¿Qué le indujo a asociarse con Geelmaack, que aportó un capital irrisorio y de quien nadie hablaba bien? Debió de ser porque se vio en la necesidad de descargar una parte de aquella terrible responsabilidad sobre alguien, porque sentía que su fin se acercaba de forma implacable… Aquella empresa estaba sentenciada, y aquella antigua familia, passée. Wilhelm Geelmaack, sin duda, no hizo sino darle el último empujón hacia la ruina.

–¿Significa eso que usted opina, mi querido señor cónsul –dijo el reverendo Wunderlich con una discreta sonrisa al tiempo que llenaba de vino tinto la copa de su dama, amén de la suya propia–, que aquello habría tenido el mismo desenlace sin la incorporación de Geelmaack y sus desatinos?

–Eso no –respondió el cónsul con aire reflexivo y sin dirigirse a nadie en concreto–. Sin embargo, creo que Dietrich Ratenkamp ciertamente no tuvo más remedio que asociarse con Geelmaack para que se cumpliese el destino… Debió de actuar bajo el peso de una necesidad inexorable… En fin, yo estoy convencido de que sí estaba más o menos al tanto de los tejemanejes de su socio en la empresa, de que no es tan cierto que no supiera nada de nada. Pero estaba bloqueado…

–Bueno, bueno, assez, Jean –dijo el viejo Buddenbrook dejando su cuchara a un lado–. Esa es otra de tus idées

El cónsul, con una sonrisa vaga, alzó la copa hacia su padre. Pero Leberecht Kröger intervino:

–¡Dejen ya eso, y disfrutemos del feliz presente! –Con cuidado y elegancia, agarró por el cuello una botella de vino blanco, cuyo corcho estaba decorado con un pequeño ciervo plateado, la giró un poco y examinó atentamente la etiqueta. «C. F. Köppen» leyó, saludando al comerciante de vinos con la cabeza–. ¡Ay, qué sería de nosotros sin usted!

Las doncellas, con los ojos de madame Antoinette clavados en cada uno de sus movimientos, cambiaron los platos de porcelana de Meissen con borde de oro, y mamsell Jungmann dio algunas órdenes a la cocina a través de la campana del intercomunicador que unía aquella con el comedor. Empezaron a pasar las fuentes con el pescado; mientras se servía cuidadosamente, el reverendo dijo:

–Este feliz presente, después de todo, no es algo que podamos dar por sentado. A la gente joven que está aquí disfrutando con nosotros, los mayores, ni se le ocurre pensar que las cosas pudieran haber sido distintas en otro tiempo… Puedo decir que, en no pocas ocasiones, he tomado parte personalmente en los destinos de nuestros Buddenbrook. Cada vez que veo estos objetos –y se volvió hacia madame Antoinette al tiempo que levantaba de la mesa una pesada cuchara de plata–, me pregunto si no serían parte de las piezas que, en el año seis, tuvo en sus manos nuestro amigo el filósofo Lenoir, sargento de su majestad el emperador Napoleón… y me viene a la memoria aquel nuestro encuentro en la Alfstraße, madame.

Madame Buddenbrook bajó los ojos con una sonrisa que revelaba cierta turbación y, a la vez, el peso de los recuerdos. Tom y Tony, que no querían comer pescado y habían seguido la conversación de los mayores con suma atención, exclamaron casi al unísono desde un extremo de la mesa:

–¡Oh, por favor, cuéntenoslo, abuela!

Pero el pastor Wunderlich, que sabía lo poco que le gustaba a ella hablar de aquel suceso un tanto embarazoso, tomó la palabra en su lugar para contar una vez más la vieja historia que los niños estaban deseando oír por enésima vez y que tal vez alguno de los presentes todavía no conocía:

»En fin, a pesar de todo se llevaron bastantes souvenirs, no hubo apelación a la justicia humana o divina que pudiera impedirlo… Si no conocían otro dios que aquel tipo bajito tan horrible…

Capítulo V

CAPÍTULO V

–¿Llegó usted a verlo alguna vez, reverendo?

De nuevo, cambiaron los platos. Apareció en la mesa un jamón empanado colosal, de color rojo teja, previamente ahumado y luego cocido, con una salsa marrón de chalotas, un poquito ácida, y tal cantidad de verduras que una sola fuente habría bastado para que todos los comensales quedasen ahítos. Leberecht Kröger se hizo cargo del trinchado. Con los codos hábilmente levantados y sus largos dedos índices bien estirados, el uno sobre el canto del cuchillo y el otro sobre el tenedor, ponía gran esmero en cortar las jugosas lonchas. También se sirvió la obra maestra de la consulesa Buddenbrook, el «dulce ruso», una mezcla de frutas en conserva de rico gusto a licor y con un poquito de aguja.

No, el reverendo lamentaba no haber visto nunca a Bonaparte. Johann Buddenbrook padre, en cambio, así como Jean Jacques Hoffstede, se habían encontrado con él cara a cara; el primero, en París, justo antes de la campaña de Rusia, con motivo de un desfile en el patio del castillo de las Tullerías; el segundo, en Danzig.

–Ay, por Dios, no era nada agradable –dijo Hoffstede, mientras alzaba las cejas y se llevaba a la boca una composición de jamón, col de Bruselas y patata que había acertado a ensartar en el tenedor–. Y eso que dicen que estuvo la mar de alegre aquella vez en Danzig. Por entonces, contaban una anécdota divertida: se pasaba el día apostando dinero con los alemanes, y no poco, por cierto; por las noches, en cambio, jugaba con sus generales. «N’est-ce pas, Rapp», dijo cogiendo un puñado de monedas de oro de la mesa, «les Allemands aiment beaucoup ces petits napoléons?»; «Oui, Sire, plus que le Grand!», le respondió Rapp.[5]

En medio de la hilaridad y el estruendo general, pues Hoffstede había contado la anécdota con mucha gracia, imitando incluso los gestos del Emperador, Johann Buddenbrook padre dijo:

–Bueno, bueno, bromas aparte, todo mi respeto ante su grandeza personal… ¡Qué personaje!

El cónsul meneó la cabeza con gesto serio.

–No, no, nosotros, los más jóvenes, ya no comprendemos que se venerase al hombre que asesinó al duque de Enghien, que masacró a ochocientos prisioneros en Egipto…

–Es probable que todo eso haya sido exagerado y falseado –dijo el reverendo Wunderlich–. Puede que el duque fuese un hombre alocado y rebelde, pero, en lo que respecta a los prisioneros, sin duda su ejecución fue fruto de una decisión necesaria y bien sopesada por parte de un consejo de guerra como mandan los cánones… –y habló de un libro que se había publicado algunos años atrás y que él había leído, la obra de un secretario del Emperador, digno de la mayor atención.

–Da lo mismo –insistió el cónsul, despabilando una vela que temblequeaba en su candelabro delante de él–. No lo entiendo. ¡No entiendo la admiración que despertaba ese monstruo! Como cristiano, como persona religiosa, no encuentro espacio en mi corazón para un sentimiento como ese.

Su rostro había adoptado una expresión serena y soñadora, incluso había ladeado un poco la cabeza… Mientras tanto, su padre y el reverendo Wunderlich parecían sonreírse mutuamente en silencio.

–Bueno, bueno –bromeó Johann Buddenbrook–, pero los pequeños napoléons no estaban nada mal, ¿verdad? A mi hijo quien le entusiasma es Louis Philippe –añadió.

–¿Le entusiasma? –repitió Jacques Hoffstede con cierta guasa–. ¡Curiosa combinación! Philippe Égalité y el entusiasmo…

–Bien, a mí me parece que, vive Dios, tenemos mucho que aprender de la Monarquía de Julio –el cónsul hablaba con seriedad y gran entusiasmo–. La excelente y útil relación entre el constitucionalismo francés y los nuevos ideales e intereses prácticos de la época… es algo, sin duda, muy de agradecer.

–Ideales prácticos… Bueno, bueno… –El viejo Buddenbrook, concediendo un descanso a sus maxilares, jugueteaba con una petaquita de oro–. Ideales prácticos… Nada, eso no es para mí. –De puro hastío, se había pasado al dialecto–. Así salen como hongos las instituciones de formación profesional y las instituciones técnicas y las escuelas de comercio y, de repente, el bachillerato y la formación clásica se consideran bêtises,[6] y el mundo entero no piensa más que en minas y en industrias y en ganar dinero… ¡Bien, bien! Todo eso está la mar de bien. Claro que, por otro lado, es un poco tonto, así a largo plazo, ¿no? No sé por qué me cae tan mal… En fin, no he dicho nada, Jean… La Monarquía de Julio es una buena cosa.

El senador Langhals, sin embargo, además de Grätjens y Köppen, estaban de parte del cónsul. Sí, ciertamente, el Gobierno francés y las iniciativas similares en Alemania merecían el mayor de los respetos… El señor Köppen volvió a decir «repeto». Con la comida, se había puesto mucho más colorado todavía y resoplaba de forma notoria; el rostro del reverendo Wunderlich permanecía blanco, fino y despierto, a pesar de que bebía una copa tras otra con la mayor naturalidad del mundo.

Las velas se iban consumiendo lenta, lentamente, y, a veces, cuando la corriente de aire inclinaba sus llamas hacia un lado, un suave olor a cera se extendía por la mesa.

Todos estaban sentados en pesadas sillas de respaldos altos, con pesados cubiertos de plata comían pesadas y sabrosas viandas, las acompañaban de pesados y buenos vinos, y exponían sus opiniones. Pronto pasaron a hablar de negocios y, sin querer, también fueron pasando cada vez más al dialecto, a esa forma de expresión, cómodamente pesada, que parecía aunar la concisión propia de los comerciantes con cierto relajamiento propio de los acomodados, y que aquí y allá exageraban con bienintencionada autoironía. No decían ya «para la Bolsa» sino «pa’ la Bolsa», y relajaban los finales de las sílabas poniendo cara de satisfacción.

Las damas no habían seguido el debate durante mucho tiempo. Madame Kröger había tomado la iniciativa en la conversación femenina explicando, en los términos más apetitosos imaginables, la mejor manera de preparar las carpas al vino tinto.

–Una vez cortadas en buenos pedazos, querida, hay que echarlas a la cacerola con cebollas, clavo y un poco de bizcocho, y luego han de romper a cocer añadiendo una pizca de azúcar y una cucharada de mantequilla… Pero nada de lavarlas y quitar toda la sangre, por Dios…

Al viejo Kröger se le ocurrían las bromas más divertidas. En cambio, el cónsul Justus, su hijo, sentado junto al doctor Grabow, en un lugar mucho menos preferente y cerca de los niños, había iniciado una conversación jocosa con mamsell Jungmann; ella guiñaba sus ojillos marrones y, como tenía por costumbre, sostenía el cuchillo y el tenedor en alto al tiempo que se balanceaba ligeramente. Incluso los Oeverdieck habían alzado la voz y habían cobrado más vida. La anciana consulesa había encontrado un nuevo calificativo amoroso para su esposo: «Mi corderito manso», le decía, y estaba tan contenta que se le meneaba la cofia.

La conversación confluyó en un único asunto cuando Jean Jacques Hoffstede sacó a colación su tema favorito: el viaje a Italia que había realizado quince años atrás con un pariente rico de Hamburgo. Contó cosas de Venecia, de Roma y del Vesubio, habló de la Villa Borghese, donde el difunto Goethe había escrito una parte de su Fausto, se entusiasmó recordando las fuentes renacentistas en las que había tenido ocasión de refrescarse, las hermosamente ajardinadas avenidas en las que tan a gusto se paseaba… Y entonces alguien mencionó el gran jardín asilvestrado que los Buddenbrook poseían justo detrás del Burgtor.

–¡A fe mía! –dijo el viejo–. ¡Todavía me irrita no haber sido capaz de conseguir que, en su día, le dieran una apariencia un poco más humana! Hace poco volví a pasar por allí… ¡Qué vergüenza, esa selva virgen! Cuán grata posesión sería si el césped estuviese cuidado, los árboles bien podaditos en forma de conos y de cubos…

El cónsul, sin embargo, protestó enérgicamente.

–¡Por Dios, papá! A mí me encanta pasear por entre la maleza en verano; para mí, si esa bella naturaleza dejada a su libre albedrío fuese recortada y repodada de ese modo tan lamentable, perdería.

–Sí, ya, pero si esa naturaleza dejada a su libre albedrío me pertenece, tendré todo el derecho del mundo a darle la forma que a mí me guste…

–Ay, padre, cuando me tumbo sobre esa hierba crecida y bajo los matorrales salvajes, siento como si fuera yo quien pertenece a la naturaleza y no tuviera derecho alguno sobre ella.

–¡Christian, no seas comilón! –exclamó de pronto el abuelo Buddenbrook–. A Tilda no le hace daño… Traga como un pozo sin fondo, la nenita…

Ciertamente, las destrezas que aquella niña tímida y escuálida desarrollaba a la hora de comer eran un prodigio. A la pregunta de si deseaba un segundo plato de sopa había respondido humildemente, como estirando las palabras: «Sí-í, por fa-vor». Había repetido tanto del pescado como del jamón empanado, todas las veces con considerables cantidades de guarnición; en su habitual actitud solícita y miope, se inclinaba sobre su plato y daba cuenta de lo que fuera, sin prisa ninguna, con discreción y a grandes bocados. A las palabras del anciano señor de la casa se había limitado a responder estirando las palabras, con amabilidad, sorpresa y pocas luces: «Di-os… ¿Tí-o?». Pero no se dejó intimidar; comía –le gustase el plato o no, se burlasen de ella o no– con la instintiva voracidad de los parientes pobres invitados a la mesa de los ricos, sonreía impasible y se llenaba el plato de cosas ricas; paciente, tenaz, hambrienta y escuálida.

Capítulo VI

CAPÍTULO VI

En dos grandes cuencos de cristal tallado se sirvió entonces el Plettenpudding, un postre elaborado con sucesivas capas de almendras, frambuesas, bizcocho, crema pastelera y merengue; en el extremo inferior de la mesa, en cambio, de pronto se armó una enorme algarabía, pues a los niños les habían preparado su postre favorito: pudin de ciruelas flambeado.

–Thomas, hijo mío, ten la bondad –dijo Johann Buddenbrook sacando su enorme manojo de llaves del bolsillo del pantalón–: en el segundo sótano, a la derecha, en la segunda balda, detrás del tinto de Burdeos, hay dos botellas, ¿vas a por ellas?

Y Thomas, entendido en aquel tipo de encargos, salió corriendo y regresó con dos botellas harto polvorientas, recubiertas de una redecilla metálica. Mas, apenas se hubo servido de aquel continente, de apariencia tan poco gloriosa, el dorado y dulce vino añejo de malvasía en las copitas de postre, el reverendo Wunderlich se puso en pie y, copa en mano, mientras todos guardaban silencio, comenzó el brindis con agradables palabras. Hablaba con la cabeza un poco ladeada, una fina y divertida sonrisa en su blanco rostro, moviendo la mano que le quedaba libre con encantadores y recogidos gestos, en el tono desenfadado y afable que tanto le gustaba emplear también en el púlpito.

–Y ahora tened a bien, mis buenos amigos, vaciar conmigo una copa de este exquisito licor a la salud de nuestros veneradísimos anfitriones en este su nuevo y esplendoroso hogar. Por la familia Buddenbrook, tanto por los presentes como los ausentes… Vivant!

«Los ausentes… –pensó el cónsul, mientras hacía una reverencia ante las copas que le tendían–. Se referirá únicamente a los de Frankfurt y quizá, también, a los Duchamps de Hamburgo… ¿O acaso el viejo Wunderlich lo ha dicho con segundas intenciones?» Se levantó para chocar su copa con la de su padre, mirándole a los ojos con cariño.

Entonces se levantó de su silla para tomar la palabra Grätjens, el corredor de fincas; como punto y final a su intervención, su voz un tanto chillona pidió un brindis por la Casa Johann Buddenbrook y su futuro crecimiento, florecimiento y esplendor para mayor honor de la ciudad.

Y Johann Buddenbrook dio las gracias a todos por sus amables palabras en calidad de cabeza de familia, en primer lugar, y de miembro más antiguo de la dirección de la Casa Buddenbrook, en segundo; y envió a Thomas a buscar una tercera botella de vino, pues se había equivocado al calcular que bastaría con dos.

También Leberecht Kröger habló. Se permitió permanecer sentado, actitud que consideraba todavía más deferente, y se limitó a desplegar su más obsequioso repertorio de gestos con la cabeza y las manos para dedicar su brindis a las dos señoras de la casa, madame Antoinette y la consulesa.

Cuando hubo terminado y casi ya no quedaba Plettenpudding, fue el señor Jean Jacques Hoffstede quien se levantó con un carraspeo y fue coreado por un «¡Oh!» general. Los niños, en el otro extremo de la mesa, estuvieron a punto de romper a aplaudir de alegría.

–En fin, excusez! No he podido resistirme a… –empezó a decir, rozando ligeramente la punta de su puntiaguda nariz al sacar un papel del bolsillo de la levita. Un profundo silencio invadió la sala.

El pliego que sostenía entre sus manos estaba iluminado con los más vivos colores y tenía un óvalo central rodeado por un marco de flores rojas en la parte exterior y toda suerte de volutas doradas, del cual leyó las siguientes palabras: «Con motivo de la cordial participación en la feliz fiesta de inauguración de la recién adquirida casa de la familia Buddenbrook. Octubre de 1835». Luego volvió la página y, con voz algo trémula, comenzó:

Hoy que estamos todos juntos

en vuestra nueva mansión,

honores quiere rendiros

esta mi humilde canción.

A ti quede dedicada,

de pelo cano mi amigo,

y a tu venerable esposa

y a tus hijos tan queridos.

Tesón, trabajo y belleza

en sus muros se han aunado:

de Venus Anadiomene

feliz obra, y de Vulcano.

Que ningún futuro enturbie

la dicha de vuestras vidas,

que cada día os regale

renovadas alegrías.

Yo brindaré con vosotros

por vuestra infinita gloria.

Cuánto bien he de desearos

mi mirada os dice ahora.

Sed muy felices aquí,

y en el corazón guardad a

quien con sincero afecto

hoy os quiso así cantar.

Saludó al público y todos al unísono prorrumpieron en fervientes aplausos.

–¡Charmant, Hoffstede! –exclamó el viejo Buddenbrook–. ¡A tu salud! Bueno, bueno…, ha sido magnífico.

Ahora bien, cuando la consulesa brindó con el poeta, un ligerísimo rubor coloreó su rostro de porcelana, pues había captado la graciosa reverencia que él había hecho hacia donde estaba sentada ella al aludir a «Venus Anadiomene».[7]

Capítulo VII

CAPÍTULO VII

El alborozo general había alcanzado su punto culminante, y el señor Köppen sintió la clara necesidad de desabrocharse un par de botones del chaleco; pero aquello hubiera ido en contra del decoro, pues ni siquiera los caballeros de más edad se permitían nada semejante. Leberecht Kröger seguía sentado en su silla igual de erguido que al principio de la comida, el reverendo Wunderlich seguía igual de blanco y compuesto, el viejo Buddenbrook se había recostado un poco en el respaldo, eso sí, pero conservaba las más refinadas formas, y el único al que se veía un poco ebrio era Justus Kröger.

¿Dónde estaba el doctor Grabow? La consulesa se levantó con suma discreción y se dirigió hacia la puerta, pues en el extremo menos preferente de la mesa habían quedado vacías las sillas de mamsell Jungmann, el doctor Grabow y Christian, y desde la sala de columnas llegaba el eco como de un sollozo ahogado. Abandonó la sala deprisa, detrás de la doncella, que acababa de servir mantequilla, queso y fruta; y, en efecto, allí, en la penumbra, en el banco acolchado que se extendía en redondo a lo largo la columna central, encontró sentado, o más bien acurrucado, al pequeño Christian, quien, en voz baja, se deshacía en unos gemidos que partían el corazón.

–¡Ay, por Dios, madame! –dijo Ida, de pie junto al niño, con el doctor–. ¡Qué malito se nos ha puesto el pequeño!…

–¡Estoy malo, mamá! ¡Estoy malo del demonio! –lloriqueaba Christian, y sus ojillos redondos y hundidos por detrás de una nariz demasiado grande se revolvían de un lado para otro.

–Si decimos esas palabras tan feas, el buen Dios nos castigará y hará que nos pongamos peor todavía.

El doctor Grabow le tomó el pulso; su rostro bondadoso parecía haberse vuelto aún más alargado y más dulce.

–Una pequeña indigestión…, nada importante, señora consulesa –consoló a la madre. Y luego prosiguió en su tono funcionarial, lento y pedante–: Lo más pertinente sería llevarlo a la cama… Un vasito de sales digestivas, tal vez una tacita de manzanilla para que sude… y dieta estricta. ¿Consulesa? Lo dicho, dieta estricta: un poco de pichón, un poco de pan francés…

–¡Pichón no! –chilló Christian fuera de sí–. ¡No quiero volver a comer nada nunca jamás! ¡Estoy malo, estoy malo del demonio! –Parecía que la palabrota le producía cierto alivio, tanta era la pasión con que la pronunciaba.

El doctor Grabow sonrió para sí, con una sonrisa indulgente e incluso algo melancólica. ¡Ay, claro que volvería a comer aquel jovencito! Viviría como todo el mundo. Como sus padres, parientes y conocidos, habría de pasar sus días sentado, interrumpiéndolos cuatro veces al día para ingerir comidas tan exquisitamente pesadas y sabrosas como aquellas. Pero, ¡bendito sea Dios! Él, Friedrich Grabow, no era quién para derrocar las costumbres de todas aquellas respetables, acomodadas y felices familias. Él acudiría cuando lo llamasen, y recomendaría guardar una dieta estricta durante un día o dos (un poco de pichón, un poco de pan francés…, en fin…), y sin ningún cargo de conciencia afirmaría que, por esa vez, no se trataba de nada importante. A pesar de lo joven que era, ya había tenido varias ocasiones de sostener entre sus manos la de algún honorable burgués que había estado comiendo su última pierna de carne ahumada, su último pavo relleno, y al que luego se lo había llevado el Señor, o bien de repente, sorprendiéndolo en el sillón de su despacho, o bien después de un rato de agonía en su sólida cama antigua. Un ataque, se decía en tales casos, una apoplejía, una muerte repentina e imprevista…, en fin…Y él, Friedrich Grabow, habría sido capaz de enumerar todas aquellas veces en las que «no había sido nada importante», en las que ni siquiera lo habían llamado, en las que el hombre, al levantarse de la mesa y volver al despacho, tal vez había sentido un pequeño y extraño mareo… Pero, ¡bendito sea Dios! Él, Friedrich Grabow, tampoco era precisamente quién para desdeñar los pavos rellenos. El jamón empanado con salsa de chalotas de esa noche había sido cosa fina…, ¡demonios! Y luego, cuando a uno ya le costaba respirar, el pudin: castañas, frambuesas y merengue… En fin…

–Lo dicho: dieta estricta. ¿Consulesa? Un poco de pichón, un poco de pan francés…

Capítulo VIII

CAPÍTULO VIII

En el comedor, había llegado el momento de levantar la mesa.

Mesdames et messieurs, ¡buen provecho! En el salón nos esperan un puro para quienes gusten y un sorbo de café para todos… Y si madame quisiera obsequiarnos, una copita de licor… Los billares de la parte de atrás están a su entera disposición. Jean, por favor, ¿te encargas de conducir a los invitados a las dependencias de atrás?… Madame Köppen, hágame el honor…

En amistosa charla, satisfechos y deseándose mutuamente, con el mejor humor, que el ágape les sentase bien, todos se dispusieron a volver al salón de los paisajes a través de la gran puerta blanca de doble hoja. El cónsul, sin embargo, no se apresuró hacia allí, sino que enseguida reunió a su alrededor a los caballeros con ganas de jugar al billar.

–¿No se aventura a una partida, padre?

No, Leberecht Kröger se quedaba con las señoras, pero Justus bien podía ir a las dependencias de atrás si quería…También el senador Langhals, Köppen, Grätjens y el doctor Grabow se quedaron con el cónsul, mientras que Jean Jacques Hoffstede anunció que acudiría más tarde:

–Luego, luego… Johann Buddenbrook va a tocar la flauta, no quiero perdérmelo… Au revoir, messieurs!

Al atravesar la sala de columnas, los seis caballeros aguzaron el oído para percibir cómo, en el salón de los paisajes, sonaban ya las primeras notas de la flauta, acompañadas al armonio por la consulesa; una melodía sencilla, desenfadada y graciosa que iba recorriendo con delicadeza los vastos espacios de la mansión. El cónsul le prestó oídos en tanto pudo oírse algo. Mucho le hubiera gustado quedarse en el salón de los paisajes para sumirse en sus sueños y sentimientos, sentado en una cómoda butaca; de no ser por sus obligaciones de anfitrión…

–Trae unas tazas de café y puros a la sala de billar –dijo a la doncella que pasaba por la antesala.

–Eso, Line, café, ¿me oyes? ¡Café! –repitió el señor Köppen con una voz que delataba su estómago bien lleno, e intentó darle un pellizco al colorado brazo de la muchacha. Pronunció la «c» muy desde el fondo de la garganta, bien sonora, como si ya lo estuviera tragando y saboreando.

–Estoy seguro de que madame Köppen estaba mirando a través de los cristales de la puerta –comentó el señor Kröger.

El senador Langhals preguntó:

–Y ahí arriba es donde tú vives, ¿verdad, Buddenbrook?

A la derecha, la escalera conducía a la segunda planta, en la que se hallaban los dormitorios del cónsul y su familia, aunque también en la parte izquierda de la antesala había una serie de habitaciones. Los caballeros, fumando, bajaron por la amplia escalera con barandilla de madera tallada y lacada en blanco. En el rellano, el cónsul se detuvo un momento.

–Esta entreplanta aún mantiene tres habitaciones –explicó–:la sala del desayuno, el dormitorio de mis padres y otro cuarto que apenas se utiliza y que da al jardín; hay un estrecho pasillo que conduce a ellas… Pero, bueno, ¡sigamos! Como ven, por el portal pueden pasar los vehículos de abastos y cruzar la finca entera, directos hasta la Bäckergrube.

El amplio portal estaba pavimentado con grandes baldosas cuadradas de piedra. Junto a la cancela, así como en el lado opuesto, había diversas estancias que se utilizaban como despachos, mientras que la cocina, de la que todavía emanaba el suave olor ácido de la salsa de chalotas, se encontraba a la izquierda de la escalera junto con la bajada a los sótanos. Enfrente de la escalera, a una altura considerable, sobresalían de la pared unos extraños cubículos de madera, toscos pero lacados con esmero: los aposentos de las sirvientas, a los que solo se podía acceder desde el portal por una especie de escalera recta y sin barandillas. Al lado se veían dos aparadores sumamente antiguos y un baúl de madera tallada.

A través de una alta puerta cristalera, bajando unos cuantos escalones muy suaves, practicables incluso para los vehículos, se salía al patio, en cuya parte izquierda se alzaba una especie de casita: el lavadero. Desde allí se veía el jardín, bellamente dispuesto, aunque ahora húmedo y bañado por el gris del otoño, con los arriates cubiertos con esterillas para protegerlos del frío, delimitado en la parte del fondo por lo que llamaban el «quiosco»: un pabellón de fachada rococó. Desde el patio, los caballeros tomaron el camino de la izquierda, que, entre dos muros, desembocaba, a través de un segundo patio, en las dependencias traseras de la casa.

Una vez allí, unos resbaladizos escalones llevaban a una estancia abovedada con suelo arcilloso que se utilizaba como almacén y en cuya parte más alta habían instalado una polea y un cable para levantar las sacas de cereales. Esta vez, los caballeros tomaron el camino de la derecha, para acceder a la escalera, siempre muy pulcra, que subía al primer piso, donde el propio cónsul abrió a sus invitados la puerta blanca de la sala de billar.

El señor Köppen, exhausto, se arrojó a una de las sillas, de respaldo muy recto, que estaban alineadas en las paredes de aquella estancia de apariencia austera y fría.

–Yo, de momento, me quedo de mirón –exclamó, sacudiéndose las finas gotas de lluvia de la levita–. ¡Que el diablo me lleve! ¡Menudo periplo por vuestra casa, Buddenbrook!

Al igual que en el salón de los paisajes, el fuego ardía tras la rejilla de la chimenea. Tres ventanas altas y estrechas ofrecían una vista de tejados de color rojo húmedo, patios grises y frontispicios de las casas vecinas.

–¿Una carambola, senador? –preguntó el cónsul al tiempo que sacaba los tacos de sus soportes. Luego dio una vuelta por la sala y abrió los candados de los dos billares–. ¿Quién juega con nosotros? ¿Grätjens? ¿El doctor? All right. Grätjens y Justus; entonces, los demás al otro billar. Köppen, no tienes más remedio que jugar tú también…

El comerciante de vinos se puso en pie y escuchó, con la boca llena del humo del puro, cómo un fuerte golpe de viento llegaba silbando por entre las casas, hacía chocar las gotitas de lluvia contra el cristal e iba a exhalar su último aullido en la chimenea.

–¡Madre de Dios! –dijo echando el humo–. ¿Crees que el Wullenwewer podrá llegar al puerto, Buddenbrook? Vaya tiempo de perros…

En efecto, las noticias de Travemünde no eran precisamente las mejores; así lo confirmó también el cónsul Kröger mientras entizaba la punta de cuero del taco. Tormentas en todas las costas. Sabía Dios que la cosa no pintaba mucho peor en el año veinticuatro, cuando la gran inundación de San Petersburgo. En fin, entonces llegó el café.

Se sirvieron, tomaron un sorbo y empezaron a jugar. Pero, al poco, también empezaron a hablar de la Unión Aduanera. ¡Ay, el cónsul era un ferviente partidario de la Unión Aduanera!

–¡Qué gran idea, caballeros! –exclamó tras darle un golpe a la bola, volviéndose con viveza hacia el otro billar, que era donde había salido a colación el tema–. A la primera ocasión, deberíamos entrar a formar parte de ella.

El señor Köppen no compartía su opinión; no, sus resoplidos eran de protesta.

–¿Y nuestra independencia? ¿Y nuestra independencia? –preguntó ofendido, apoyándose en su taco en actitud belicosa–. ¿Qué va a ser de ella? ¿Acaso Hamburgo iba a consentir colaborar con semejante invento de los prusianos? Para eso, más valdría que nos dejásemos absorber por ellos directamente, ¿o no, Buddenbrook? ¡Dios nos libre, no! ¿Qué pintamos nosotros en la Unión Aduanera? Vamos, digo yo… ¿Es que no nos va bien así?

–A ti con tu vino tinto, sin duda sí. Y quizá también con los productos rusos, sobre eso no digo nada. ¡Pero es que no se importa nada más! Y en lo que respecta a la exportación…, bueno, sí, enviamos unos pocos cereales a Holanda e Inglaterra, claro… ¡Pero no! Por desgracia, no todo va bien. Dios sabe que aquí, en tiempos, se hacían otros negocios… En cambio, con la Unión Aduanera se nos abrirían las zonas de Mecklemburgo y Schleswig-Holstein…Y ni que decir tiene lo que eso supondría para la empresa privada…

–Hágame el favor, Buddenbrook –intervino Grätjens, inclinándose largo rato sobre el billar y moviendo el taco entre sus huesudos dedos de un lado a otro para afinar el golpe–. Eso de la Unión Aduanera… no lo entiendo. Con lo sencillo y práctico que es nuestro sistema. ¿O no? Una declaración de aduanas basada en un juramento cívico…

–Una institución tan bella como antigua –tuvo que reconocer el cónsul.

–¡Desde luego, señor cónsul!, mire que decir que es «bella»… –el senador Langhals estaba casi indignado–. Yo no soy comerciante, pero si he de serle sincero… En fin… mire: no. Lo del juramento cívico es una tontería: a lo largo de los años, eso sí he de decirlo, se ha convertido en una mera formalidad que se cumple con bastante ligereza… y el Estado da el visto bueno. Se cuentan cosas que, desde luego, van demasiado lejos. Ahora bien, yo estoy convencido de que, por parte del Senado, el ingreso en la Unión Aduanera…

–¡Pues tenemos un conflicto! –El señor Köppen, iracundo, dejó caer el taco al suelo. Había dicho «gonfligto» y ahora ponía especial esmero en seguir articulando una consonante sonora–. ¡Un gonfligto! Y mire que yo entiendo de estas cosas. Ay, no, con mi más sincero repeto, señor senador, no sabe usté’ lo que acaba de decir. ¡Válgame Dios! –y siguió hablando acaloradamente de comisiones y resoluciones y del bien público y del juramento cívico y de los estados independientes…

¡Gracias a los cielos que apareció Jean Jacques Hoffstede! Entró del brazo del reverendo Wunderlich, dos alegres y desenfadados caballeros de los viejos tiempos, mucho más libres de preocupaciones.

–Bueno, queridos amigos –comenzó a decir–, tengo una cosa para ustedes; una anécdota, una cosa graciosa, una coplilla traducida del francés… Presten atención –se acomodó en una silla, frente a los jugadores de billar, que se apoyaban en sus respectivos tacos junto a las mesas, sacó una hojita del bolsillo, se llevó el largo dedo índice, en el que lucía un hermoso sello, a la punta de la puntiaguda nariz y leyó lo siguiente en un tono divertido, con el típico soniquete de los niños cuando les mandan recitar–:

El mariscal de Sajonia sacó un día de paseo

a madame de Pompadour en su carruaje más nuevo.

Vio Frelón a la pareja y exclamó con alborozo:

«¡Mirad: la espada del rey! ¡Y viene con vaina y todo!»

El señor Köppen quedó desconcertado unos instantes, luego se olvidó del gonfligto y el bien público y se sumó a la carcajada general que resonaba en la sala. El reverendo Wunderlich se había dirigido hacia una ventana y, a juzgar por el movimiento de sus hombros, se reía para sus adentros con una risita ahogada.

El grupo permaneció un buen rato más allí, en la sala de billar de la parte trasera de la casa, ya que Hoffstede había traído consigo una buena provisión de chanzas de aquel tipo. El señor Köppen terminó desabrochándose todos los botones del chaleco y estaba de un humor excelente, pues allí se encontraba mucho más a gusto que en la mesa del comedor. Decía toda suerte de cómicas expresiones dialectales y, de vez en cuando, se alborozaba él también recitando para sí: «El mariscal de Sajonia…».

La coplilla sonaba realmente peculiar en su áspera voz de bajo.

Capítulo IX

CAPÍTULO IX

Era bastante tarde, hacia las once, cuando el grupo de invitados, que habían vuelto a reunirse en el salón de los paisajes, empezaron a despedirse, prácticamente todos al mismo tiempo. La consulesa, en cuanto su mano hubo sido besada por la totalidad de los presentes, subió presurosa a sus habitaciones para ver cómo se encontraba el pequeño Christian, delegando en mamsell Jungmann la tarea de supervisar la recogida de la vajilla por parte de las sirvientas; madame Antoinette se retiró a la entreplanta. El cónsul, en cambio, acompañó a los invitados escaleras abajo y a través del portal hasta la calle.

Un fuerte viento hacía caer la lluvia de lado, y los Kröger padres, envueltos en gruesos abrigos de piel, se apresuraron a entrar en el majestuoso carruaje, que llevaba largo rato esperándolos. Los faroles de aceite que, en la fachada de la casa, ardían colgados de sus postes y, en el resto de la calle, pendían de gruesas cadenas tendidas de lado a lado de la calzada, difundían una luz amarillenta y trémula. Aquí y allá, los antecuerpos de las casas se metían en la calle que, en pronunciada pendiente, conducía hasta el Trave; algunas de estas construcciones tenían incluso bancos o escaleras salientes. Entre los adoquines en mal estado crecía la hierba, ahora húmeda. La Marienkirche, justo enfrente, estaba sumida en sombras, oscuridad y lluvia.

Merci –dijo Leberecht Kröger y estrechó la mano del cónsul, que permanecía de pie junto al coche–. Merci, Jean, ha sido una velada encantadora.

Acto seguido, se escuchó el latigazo del cochero y el carruaje salió traqueteando. También el reverendo Wunderlich y Grätjens, el corredor de fincas, emprendieron su camino tras expresar su agradecimiento al anfitrión. El señor Köppen, con una esclavina de cinco capas, una chistera gris de ala muy ancha y su corpulenta esposa del brazo, dijo con la más respetable voz de bajo que acertó a poner:

–Adiós, muy buenas noches, Buddenbrook. Anda, entra, no te vayas a resfriar. Muchas gracias, ¿eh? He cenado como no cenaba en mucho tiempo…Y dices que te interesa mi tinto a cuatro marcos, ¿verdad? Muy buenas noches otra vez…

La pareja tomó la cuesta abajo hacia el río, junto con el cónsul Kröger y su familia, mientras que el senador Langhals, el doctor Grabow y Jean Jacques Hoffstede marchaban en la dirección opuesta.

El cónsul Buddenbrook, con las manos embutidas en los bolsillos de su pantalón claro y algo estremecido por el frío bajo su levita de paño, permaneció a escasos metros de la puerta de su casa y escuchó cómo el eco de los pasos se perdía en las calles desiertas y mojadas bajo aquella luz mortecina. Luego se dio la vuelta y levantó la vista hacia el frontispicio de la fachada gris. Sus ojos se detuvieron en la frase grabada en caracteres antiguos sobre la puerta de entrada: DOMINUS PROVIDEBIT.[8] Inclinando un poco la cabeza, entró y cerró con cuidado la puerta, que chirriaba pesadamente. Luego dejó que la cancela se cerrase por sí sola y cruzó el portal con paso despacioso. La cocinera bajaba las escaleras envuelta en el tintineo de las múltiples copas que llevaba en una bandeja. Le preguntó:

–¿Dónde está el señor, Trina?

–En el comedor, señor cónsul –su rostro se tornó tan colorado como sus brazos, pues procedía del campo y se turbaba con facilidad.

El cónsul subió y, mientras aún estaba en la oscura sala de columnas, se llevó la mano hacia el bolsillo superior de la levita, y se oyó el suave crujido de un papel. Entonces entró en el comedor, en uno de cuyos rincones todavía ardían los cabos de las velas de uno de los candelabros que iluminaban la mesa, ya despejada. Aún persistía en el aire el suave olor ácido de la salsa de chalotas.

Al fondo, donde estaban las ventanas, Johann Buddenbrook se paseaba relajadamente con las manos a la espalda.

Capítulo X

CAPÍTULO X

–Johann, hijo mío, ¿adónde vas? –le dijo en dialecto. Se detuvo y tendió la mano a su hijo, la mano típica de los Buddenbrook: una mano blanca, tal vez demasiado corta, pero finamente torneada. Su figura robusta se dibujaba sobre el rojo oscuro de los cortinajes y, con aquella iluminación mortecina y temblorosa, solo el blanco de la peluca empolvada y la chorrera de puntillas irradiaba cierta claridad–. ¿Aún no tienes sueño? Yo aquí estoy, paseándome y escuchando el viento… ¡Qué horror de tiempo! Y el capitán Kloht está en camino desde Riga…

–Ay, padre, todo saldrá bien, con la ayuda de Dios.

–¿Se puede contar con eso? Claro, admitiendo que te tratas de tú a tú con Dios nuestro Señor…

El cónsul se sintió mejor a la vista del buen humor de su padre.

–En fin, yendo al grano –comenzó–, no solo quería comunicarle buenas noticias, papá, sino que… Pero no se enfade, ¿de acuerdo? No he querido molestarle con esta carta… que ha llegado hoy al mediodía… hasta este momento. Era una velada tan alegre…

–Monsieur Gotthold, voilà. –El viejo Buddenbrook se mostró totalmente tranquilo al ver el papel azulado y lacrado, que recogió de manos de su hijo–. «Al señor Johann Buddenbrook senior, en persona…» ¡Un hombre de conduite,[9] tu señor hermanastro, Jean! ¿Llegué a contestar a su segunda carta, la que llegó hace poco? Ahora va él y escribe una tercera…

En tanto su rostro sonrosado se ensombrecía más y más, rompió el lacre con un dedo, se apresuró a desplegar el fino papel, se volvió de medio lado para que las velas del candelabro iluminasen las letras y le dio un golpe enérgico con el revés de la mano. Hasta la propia caligrafía parecía revelar una rebeldía recalcitrante, pues si los Buddenbrook solían escribir con una letra diminuta, ágil y ligeramente inclinada, como si se deslizase suavemente sobre el papel, estos caracteres eran altos y rectos y hacían patente la presión con que estaban trazados; muchas palabras estaban subrayadas con un trazo de pluma muy rápido, casi en forma de curva.

El cónsul se había retirado hacia un lado, casi hasta la pared en la que se alineaban las sillas; pero no se había sentado puesto que su padre permanecía de pie, y, con gesto nervioso, se agarraba a uno de aquellos altos respaldos mientras observaba al anciano, quien, con la cabeza ladeada y el ceño fruncido, moviendo los labios con rapidez, leía:

Padre mío:

Espero, y parece ser que en vano, que su sentido de la justicia sea lo bastante grande como para poder estimar la indignación que sentí al quedar sin contestar la segunda y en verdad urgente de mis cartas en relación con el asunto que bien conocemos, después de que solo la primera recibiera respuesta (¡y más vale no mencionar en qué términos!). No puedo sino manifestarle que la manera en que su obstinación ahonda cada vez más el abismo –cuán lamentablemente– abierto entre nosotros es un pecado por el cual habrá usted de rendir las más duras cuentas ante el juicio de Dios. Ya es harto triste que, en su día, cuando, nuevamente en contra de la voluntad de usted, siguiendo la llamada de mi corazón, tomé por esposa a la que ahora lo es y le ofendí en su desmesurado orgullo al hacerme cargo de una tienda, usted se mostrase tan sumamente cruel y se apartase del todo de mí; ya solo el modo en que me trata usted ahora clama al cielo, mas si por ventura hubiera de creer que tengo intención de darme por contento y no reaccionar a su silencio, se equivoca usted por completo. El precio de compraventa de su recién adquirida casa en la Mengstraße ha sido de cien mil marcos, y he sabido, asimismo, que el hijo de sus segundas nupcias, Johann, que además es socio de la empresa, también reside en ella en calidad de realquilado y que está previsto que, a la muerte de usted, se convierta en el único dueño de la casa, así como de la empresa. Con mi hermanastra de Frankfurt y su esposo ha llegado usted a una serie de acuerdos en los que no deseo inmiscuirme. En lo que atañe, sin embargo, a mi persona, al que es su primogénito, a la vista está que su cólera ciertamente muy poco cristiana se resiste a que yo perciba algún tipo de indemnización por la parte de dicha casa que me corresponde. Dejé pasar en silencio el que usted zanjase el asunto de mi matrimonio y el establecimiento de mi negocio con una suma de cien mil marcos y que, en su testamento, no me legase más que la cantidad de otros cien mil. Por aquel entonces, yo ni siquiera contaba con suficientes conocimientos sobre sus posibilidades económicas. Ahora, no obstante, veo las cosas con mayor claridad y, puesto que, en principio, no tengo motivos para considerarme desheredado, exijo que, en este particular, se me abone la suma de 33.335 marcos, es decir, un tercio del mencionado precio de compra, a modo de compensación. No quiero hacer conjeturas acerca de las más que condenables influencias a las que se debe el trato que, hasta el momento, me he visto obligado a tolerar; ahora bien, protesto contra semejante trato con el pleno derecho de todo cristiano y todo hombre de negocios y le aseguro por última vez que, en el caso de que no terminara usted de decidirse a respetar mis justas exigencias, no podré seguir profesándole respeto alguno, ni como cristiano ni como padre ni como hombre de negocios.

GOTTHOLD BUDDENBROOK

–Discúlpame si no tengo el placer de recitarte toda esta letanía otra vez. Voilà! –Y con un gesto lleno de rabia, Johann Buddenbrook casi le lanzó la carta a su hijo.

El cónsul atrapó el papel cuando flotaba en el aire casi a la altura de sus rodillas y, con ojos tristes y consternados, siguió los movimientos de su padre. El viejo agarró el gran apagavelas que estaba apoyado en la pared junto a la ventana y, con él en ristre, furioso, atravesó el comedor entero a lo largo de la mesa hasta el rincón opuesto, donde estaba el candelabro de pie.

Assez! N’en parlons plus! Punctum! ¡A la cama! En avant! [10]

Bajo el capuchón de metal, sujeto al extremo del apagavelas, las llamitas se extinguieron una tras otra sin resurrección posible. Solo quedaban dos encendidas cuando el viejo se volvió de nuevo hacia su hijo, apenas distinguible ya al fondo del comedor.

–¿Y bien? ¿A ti qué te parece? ¿Tú qué dices? ¡Algo tendrás que decir!

–¿Qué podría decir yo, padre? No sé qué hacer.

–¡Eso te pasa a ti mucho, lo de no saber qué hacer! –le espetó Johann Buddenbrook en tono malicioso, a pesar de que él mismo sabía bien que tal comentario no era demasiado cierto, y que, en más de una ocasión, su hijo y socio le había aventajado a la hora de tomar una iniciativa con decisión.

–«Malas y más que condenables influencias…» –prosiguió el cónsul–. ¡Esa es la primera línea que descifro! ¿Se imagina usted cómo me atormentan esas palabras, padre? ¡Y aun nos tacha de ser malos cristianos!

–¿No irás a dejarte intimidar por estos miserables garabatos? ¡Estamos buenos! –Johann Buddenbrook se le acercó furibundo, arrastrando tras de sí el apagavelas–. ¡Que somos muy poco cristianos! ¡Ja! ¡Qué buen gusto: esas ansias de dinero en nombre de Dios! Hay que reconocerlo. ¡Pero, bueno, vaya panda estáis hechos la gente joven! ¡Tenéis la cabeza llena de bobadas cristianas y de fantasías… y de… idealismo! Y luego resulta que nosotros, los mayores, somos unos blasfemos sin corazón… y luego venís con la Monarquía de Julio y los ideales prácticos… ¡y con que más vale enviarle a casa al querido padre las más groseras estupideces que renunciar a unos pocos miles de táleros!…Y dice que, como hombre de negocios, va a dejar de profesarme respeto… ¡Estamos buenos! Yo sí que sé, como hombre de negocios, lo que son los faux-frais… Faux-frais![11] –repitió pronunciando una furiosa erre a la parisina–. No conseguiré que ese cretino exaltado que tengo por hijo atienda a razones si agacho la cabeza y cedo…

–¡Querido padre! ¿Y qué voy a contestar yo? ¡No quiero que se salga con la suya cuando hable de «influencias»! Afecta a mis intereses en cuanto socio de la empresa, y por eso mismo no puedo aconsejarle que se mantenga usted firme en su postura, lo que no quita…Y yo soy tan buen cristiano como Gotthold, lo que no quita…

–¡Claro que no quita nada! A fe mía que tienes razón cuando dices que lo uno no quita lo otro, Jean. Vamos a ver, ¿cómo está la situación? En su día, cuando Gotthold andaba loco de amor por su mamsell Stüwing, cuando me hacía una escena tras otra y, al final, a pesar de mi estricta prohibición, decidió contraer tan desafortunado matrimonio, le escribí lo siguiente: «Mon très cher fils, te casas con tu tienda. Punctum. No te desheredo, no hago de ello ningún spectacle, pero esto pone fin a nuestra amistad. Aquí te entrego cien mil marcos a modo de dote, y te legaré otros cien mil en mi testamento, pero con eso basta, con eso queda saldada tu cuenta, ni un chelín más». Y a eso no respondió. ¿Qué viene a pedir ahora que hemos prosperado en los negocios? ¿Qué le importa si tú y tu hermana recibís una sustanciosa parte más? Si con la herencia que os corresponde se compró una casa…

–¡Si acertase usted a comprender, padre, el dilema en que me encuentro! En aras de la armonía familiar debo aconsejarle que… pero… –suspiró el cónsul en voz baja, apoyado en su silla.

Johann Buddenbrook padre, descansando el peso en el apagavelas, lanzó una mirada escrutadora a través de la trémula penumbra para poder ver la expresión del rostro de su hijo. La penúltima vela se había consumido y apagado sola; ya solo ardía una, al fondo del todo. De cuando en cuando, una figura alta y blanca parecía emerger sonriendo del tapizado de la pared… para luego desaparecer de nuevo.

–Padre, esta relación con Gotthold me llena de aflicción –dijo el cónsul con voz queda.

–¡Tonterías, Jean, déjate de sentimentalismos! ¿Qué es lo que te llena de aflicción?

–Ay, padre… Hoy hemos estado aquí todos juntos tan contentos, hemos celebrado un feliz día, nos hemos sentido orgullosos y dichosos en la conciencia de haber llevado a cabo algo, de haber conseguido algo…, de haber conseguido que nuestra empresa, que nuestra familia ascendiese hasta donde despierta el más alto grado de reconocimiento y respeto… Pero, padre, esta enemistad tan mala con mi hermano, con su primogénito… Ninguna grieta interna debería extenderse por el edificio que con la misericordiosa ayuda de Dios hemos construido… Una familia debe estar unida, debe mantenerse unida, padre. Si no, el mal llamará a su puerta…

–¡Bobadas, Jean! ¡Pamplinas! Qué muchacho más obstinado…

Se hizo un silencio; la última vela ardía cada vez más baja, y más baja…

–¿Qué haces, Jean? –preguntó Johann Buddenbrook–. Ya no te veo.

–Estoy echando cuentas –dijo el cónsul seco. La vela recuperó fuerzas y se vio lo erguido que estaba ahora y cómo sus ojos, más fríos y atentos de lo que habían estado en toda la tarde, se clavaban en la llama danzarina–. Por un lado: si le entrega 33.335 a Gotthold y 15.000 a los de Frankfurt, suman 48.335 en total. Por otro lado: si solo les da 25.000 a los de Frankfurt, eso supone una ganancia de 23.335 para la empresa. Pero eso no es todo. Poniendo por caso que le entregara una suma compensatoria a Gotthold por su parte de la casa, rompería con su palabra de otro tiempo, no podría considerarse definitivamente zanjada la cuenta con él y, por lo tanto, a la muerte de usted, él podría reclamar una herencia de las mismas proporciones que la de mi hermana o la mía, lo cual supondría a la empresa una pérdida de cientos de miles de marcos con la que no puede contar, con la que yo, como su futuro dueño único, no puedo contar… ¡No, papá! –decidió, haciendo un enérgico gesto con la mano, y se irguió más todavía–. ¡Debo aconsejarle que no ceda!

–Pues, ¡tan contentos! Punctum! N’en parlons plus! En avant! ¡A la cama!

La última llamita murió bajo el capuchón de metal. En la más profunda oscuridad, padre e hijo atravesaron la sala de columnas y, en el rellano de la entreplanta al segundo piso, se dieron un apretón de manos.

–Buenas noches, Jean. Courage, ¿eh? En fin, son las contrariedades de la vida… Hasta mañana en el desayuno.

El cónsul subió las escaleras hasta su vivienda y el viejo Buddenbrook bajó hasta la entreplanta a tientas, guiándose por la barandilla. Entonces, la antigua casona quedó toda envuelta en la oscuridad y el silencio. El orgullo, las esperanzas y los temores cayeron dormidos mientras que, fuera de sus muros, en las silenciosas calles, caía una lluvia fina y el viento del otoño azotaba los remates y aristas de las casas.

Segunda parte

SEGUNDA PARTE

Capítulo I

CAPÍTULO I

Dos años y medio más tarde, hacia mediados de abril, la primavera se había adelantado más que nunca, y ello coincidía con otro evento que hacía canturrear de alegría a Johann Buddenbrook y conmovía de gozo a su hijo.

Un domingo, a las nueve de la mañana, el cónsul se encontraba en la sala del desayuno, sentado ante el gran secreter de color marrón que había junto a la ventana y cuya tapa curvada había descorrido y sujetado por medio de un curioso mecanismo. Tenía delante una gruesa carpeta de cuero, llena de papeles; sin embargo, había sacado un cuaderno con cubierta estampada y canto dorado e, inclinado sobre él muy diligente, escribía con su caligrafía diminuta, de trazo muy fino y ligero, como si se deslizase ágilmente sobre el papel; con verdadera fruición, sin pausa…, excepto para mojar la pluma de ganso en el pesado tintero metálico.

Las dos ventanas estaban abiertas y, desde el jardín, donde un agradable solecillo alumbraba los primeros capullos y las agudísimas voces de algunos pájaros dialogaban despreocupadamente entre sí, le llegaba el aire de la primavera, que, de vez en cuando, muy suave y sin ruido, hacía flotar un poco las cortinas. Al otro lado del cuarto, sobre la mesa del desayuno, el sol resplandecía en el blanco mantel de lino, salpicado aquí y allá de migas de pan, y sus rayos juguetones y saltarines se reflejaban sobre el canto dorado de las tazas en forma de pequeños morteros.

Las dos hojas de la puerta que daba al dormitorio estaban abiertas, y desde allí se oía la voz de Johann Buddenbrook padre, que canturreaba para sí una vieja coplilla:

Un hombre valiente y cabal,

un hombre como Dios manda,

alimenta y mece a su niño

y tiene olor a naranja…

Estaba sentado junto a una cunita con cortinillas de seda verde (dispuesta, a su vez, junto a la alta cama con dosel de la consulesa), y con una mano la mecía con ritmo acompasado. La consulesa y su esposo se habían instalado por un tiempo en la entreplanta, dado que al servicio le resultaba mucho más fácil atenderlos allí, y su padre y madame Antoinette, que llevaba un delantal sobre el vestido a rayas y una cofia de puntillas sobre los gruesos tirabuzones blancos y en ese momento estaba trajinando en la mesa del fondo con paños y pañitos de franela y de lino, habían ocupado como dormitorio la tercera habitación de esa zona.

El cónsul Buddenbrook apenas alcanzaba a dedicar alguna mirada a la habitación contigua de tan enfrascado como estaba en su tarea. Su rostro mostraba una expresión seria y, de pura devoción, casi sufriente. Tenía la boca entreabierta y la barbilla le colgaba un poco; de cuando en cuando, se le nublaban los ojos. Escribía:

Hoy, 14 de abril de 1838, a las seis de la mañana, mi amada esposa Elisabeth, de soltera Kröger, muy felizmente y con la misericordiosa ayuda de Dios, ha dado a luz a una niñita, que en sagrado bautismo recibirá el nombre de Clara. Sí, en verdad ha sido misericordiosa la ayuda de Dios, pues, según ha afirmado el doctor Grabow, el parto se ha adelantado un poco y, además, no todo se ha presentado de la mejor manera y Bethsy ha debido padecer grandes dolores. ¡Ay, dónde encontrar un Dios como Tú, oh, Señor Sabaoth, que prestas tu ayuda en toda necesidad y todo peligro y nos enseñas a reconocer correctamente tu voluntad para que sepamos cómo profesarte temor y cumplir fielmente tu voluntad y tus designios! ¡Oh, Señor, condúcenos y guíanos a todos mientras dure nuestra vida en este mundo!…

La pluma seguía deslizándose por el papel a toda prisa, con gran decisión y destreza, trazando aquí o allá algún arabesco típico de la letra de los comerciantes, y seguía hablando con Dios línea tras línea. Dos páginas más adelante se leía:

He hecho a mi hija menor una póliza de ciento cincuenta táleros. Guíala Tú, ¡oh, Señor!, por tus caminos, y regálale un corazón puro para que, en su día, tenga entrada en las moradas de la paz eterna. Pues sabemos bien cuán difícil resulta creer con toda nuestra alma que el dulce y buen Jesús siempre está con nosotros, puesto que nuestro pequeño y débil corazón terrenal…

Tres páginas más allá el cónsul llegaba a un «Amén», pero la pluma siguió deslizándose con un suave crujido por algunas hojas más, y dedicó palabras a las «tranquilas fuentes en que se conforta el caminante cansado», a las sacrosantas llagas sangrantes del Salvador, a «los caminos angostos y los caminos vastos» y a la suma grandeza de Dios. No se puede negar que el cónsul, tras esta o aquella frase, sentía la necesidad de parar, de soltar la pluma, pasar a ver a su esposa o marcharse a la oficina. Mas ¡cómo iba a hacer eso! ¿Tan pronto iba a cansarse de parlamentar con el Creador y eterno sostén de su alma? ¡Qué forma sería esa de robarle el tiempo a Él, el Señor, si dejase de escribir ya!… No, no, y casi a modo de castigo por esas apetencias tan poco piadosas, decidió citar fragmentos todavía más largos de las Sagradas Escrituras, rezó por sus padres, por su esposa, por sus hijos y por sí mismo, rezó incluso por su hermano Gotthold… y, por fin, después de un último versículo de la Biblia y un último y triple «Amén», espolvoreó el papel con arenilla secante y se reclinó en el asiento a tomar aire.

Con las piernas cruzadas, se puso a hojear el cuaderno para leer algunos de los fragmentos escritos de su puño y letra en ocasiones anteriores y así, de nuevo muy agradecido, constatar mediante aquellos datos y consideraciones cómo era patente que la mano de Dios le había bendecido siempre y ante cualquier peligro. Había tenido viruela, y además tan fuerte que todo el mundo le había pronosticado la muerte, pero se había salvado. Una vez, siendo todavía niño, había asistido a los preparativos de una boda para la que se estaban elaborando grandes cantidades de cerveza (pues se conservaba la antigua costumbre de fabricar la cerveza en la casa), y con ese fin tenían un enorme barril delante de la puerta. Pues bien, el barril se había volcado y había ido a dar contra la cabeza del niño, con un golpetazo y una fuerza tales que los vecinos habían salido a la puerta, y había hecho falta la intervención de seis de ellos para ponerlo de pie otra vez. El pobre niño tenía la cabeza aplastada y la sangre corría profusamente por todo su cuerpo. Lo metieron en un almacén y, como aún quedaba un soplo de vida en él, mandaron a buscar al doctor y al cirujano. Al padre le dijeron que aceptase la voluntad de Dios, que era imposible que el niño se salvara… Pero he aquí que Dios Todopoderoso bendijo los remedios y logró que volviese a sanar por completo.

Al revivir en su interior aquel terrible incidente, el cónsul tomó de nuevo la pluma y, tras el último «Amén», aún añadió: «¡Oh, sí, Señor, te alabamos eternamente!».

En otra ocasión, también de muy joven, en un viaje a Bergen, Dios le había salvado de morir tragado por las aguas. «Una vez –rezaba el cuaderno–, en que habían venido los marineros del norte en época de tormentas y nosotros teníamos grandes dificultades para abrirnos paso entre sus yates y llegar al nuestro en una gabarra, sucedió que me quedé en el borde de esta, con los pies apoyados sobre los toletes y la espalda contra el casco del yate; para mi desgracia, los toletes de madera donde tenía los pies se rompen y me caigo al agua. Salgo a la superficie por primera vez, pero no hay nadie lo bastante cerca como para agarrarme y sacarme; salgo a la superficie por segunda vez, pero lo único que veo por encima de mi cabeza es la gabarra. No faltaban allí hombres dispuestos a salvarme, pero antes tenían que cambiar la posición para que no se me echasen encima ni el yate ni la gabarra, y todos sus esfuerzos habrían sido vanos si, justo en ese momento, no se hubiera soltado solo un cabo de uno de los yates de los marineros del norte, haciendo que se apartase de tal suerte que, como por designio divino, quedase cierto espacio abierto para mí; y aunque la tercera vez asomé tan poco la cabeza que solo se me veían los pelos, como todas las cabezas estaban asomadas a lo largo de la gabarra pendientes del agua, uno que estaba muy adelantado, con el cuerpo casi fuera, me agarró precisamente por los pelos y yo le agarré a él de un brazo. Mas, como él también se vio a punto de sucumbir, empezó a gritar y a berrear tan alto que los demás le oyeron y corrieron a sujetarlo por las caderas con la fuerza suficiente para que aguantase. Yo, a mi vez, me aferraba a él con todas mis energías, aunque él me mordía el brazo; y así fue cómo, después de todo, también consiguieron salvarme a mí…» Y, a continuación, venía una larga oración de agradecimiento, que el cónsul releyó fugazmente con los ojos húmedos.

«Podría añadir muchas cosas más –decía en otra página– si tuviera la intención de revelar mis pasiones; no obstante…» En fin, esta parte prefirió saltársela el cónsul, y fue en busca de algunas líneas sueltas sobre su boda y sobre la primera vez que había sido padre. Si tenía que ser sincero, esta unión no había sido precisamente lo que se llama un matrimonio por amor. Su padre le había dado unas palmaditas en el hombro y había llamado su atención sobre la hija del acaudalado Kröger, que aportaría a la empresa una dote muy considerable; él se había mostrado de acuerdo sin pensárselo dos veces y, a partir de entonces, había honrado a su esposa como a la compañera que Dios le había dado en la vida…

Después de todo, el segundo matrimonio de su padre no había sido muy distinto.

«Un hombre valiente y cabal, un hombre como Dios manda…» tarareaba este en voz baja en el dormitorio. Era una lástima lo poco dado que era a esos asuntos de las anotaciones y los viejos papeles. Tenía ambos pies en el presente y no se interesaba demasiado por el pasado de la familia, si bien en su momento también él había añadido algún que otro párrafo en el grueso cuaderno de canto dorado, para ser más exactos, sobre todo alguna línea en relación con su primer matrimonio.

El cónsul examinó esas páginas, que eran de un papel más fuerte y áspero que los pliegos añadidos por él mismo, y ya comenzaban a amarillear… En efecto, Johann Buddenbrook debía de haber amado de una forma conmovedora a aquella primera esposa, hija de un comerciante de Bremen, y aquel único y breve año que había podido vivir junto a ella parecía haber sido el más hermoso de su vida. «L’anée la plus heureuse de ma vie», decía en el cuaderno, subrayado con una línea ondulada, con el peligro de que lo leyera madame Antoinette.

Pero entonces había nacido Gotthold y con el niño se había consumido la vida de Josephine. Singulares comentarios, los que recogía al respecto el áspero papel. Parecía que Johann Buddenbrook hubiera odiado a aquel nuevo ser, de todo corazón y con toda su amargura, desde el mismo instante en que sus primeros y osados movimientos comenzaron a ocasionar espantosos dolores a la madre, y al fin había nacido, sano y lleno de vida, mientras Josephine exhalaba su último suspiro, exangüe entre las almohadas revueltas; y parecía que jamás hubiera perdonado a aquel intruso sin escrúpulos que luego había ido creciendo, robusto y despreocupado, haber nacido asesinando a su madre. El cónsul no lo comprendía. Ella había muerto, pensaba, cumpliendo con el más alto deber de la mujer, y él, en el lugar de su padre, con toda ternura habría transferido el amor que sentía por su esposa a aquella criatura a la que ella había regalado la vida y que dejaba en sus manos al despedirse… Su padre, sin embargo, nunca había visto a su primogénito sino como al infame destructor de su felicidad. Luego, más adelante, se había casado con Antoinette Duchamps, hija de una acomodada y sumamente respetada familia de Hamburgo, y habían vivido el uno junto al otro en el respeto y la armonía.

El cónsul hojeó el cuaderno al azar. Casi al final, leyó las pequeñas historias de sus propios hijos: de cuando Tom había tenido el sarampión y Tony la ictericia, y de cuando Christian había superado la varicela; leyó el relato de los diversos viajes, a París, a Suiza y a Marienbad, que había realizado con su esposa, y luego se remontó hasta las páginas apergaminadas, rasgadas y con manchas amarillentas escritas por el anciano Johan Buddenbrook, el padre de su padre, con una caligrafía de amplísimas volutas y una tinta gris, ya toda descolorida. Estas anotaciones daban comienzo con una amplia genealogía que seguía la línea principal de la familia: atestiguaban cómo, a finales del siglo XVI, un Buddenbrook, el más antiguo del que se tenía noticia, había vivido en Parchim y cómo su hijo había llegado a ser concejal en Grabau; cómo otro Buddenbrook más cercano en el tiempo, sastre de profesión, había gozado «de una muy buena posición» (y esto estaba subrayado) y había tenido una imponente cantidad de hijos, entre los vivos y los muertos; cómo un tercer Buddenbrook, que ya se había llamado Johann, había permanecido en Rostock dedicándose al comercio, y cómo, por último, al cabo de no pocos años, el abuelo del cónsul se había establecido en la ciudad y había fundado la empresa de exportación de cereales. De este antepasado ya se conocían todos los datos: se sabía cuándo había pasado la fiebre miliar y cuándo la viruela; se sabía que se había caído encima del horno para secar el cereal desde el tercer piso de un almacén y que había salido con vida pese a las numerosas vigas que había en el camino; y se sabía cuándo había enfermado de otras fiebres tan terribles que había llegado a delirar…Todo había sido fielmente consignado en el cuaderno. Y también había añadido algunas notas con buenos consejos para sus sucesores, de entre los cuales destacaba una máxima escrita en esbeltos caracteres góticos y con un marco dibujado alrededor: «Hijo mío, atiende con placer tus negocios durante el día, pero emprende solo los que te permitan dormir tranquilo durante la noche». Y luego, con un lenguaje harto enrevesado, mencionaba que la Biblia antigua, impresa enWittenberg, era de su propiedad y que deseaba que la heredase su primogénito y, más tarde, el primogénito de su primogénito…

El cónsul Buddenbrook se acercó la carpeta de cuero para sacar y releer algunos de los papeles que le quedaban. Había cartas muy, muy antiguas, amarillas, ajadas, que las madres amantísimas habían enviado a sus hijos mientras se encontraban trabajando lejos del hogar y en las que los destinatarios habían añadido el comentario: «Felizmente recibida. He tomado buena nota de su contenido». Había cartas oficiales con el escudo y el sello de la ciudad (Ciudad Libre y Hanseática), pólizas, poemas de felicitación y cartas de padrinos a sus ahijados. Ahí estaban también algunas cartas comerciales conmovedoras, en las que, por ejemplo, un hijo escribía a su padre y socio desde Estocolmo o Amsterdam y añadía, a las tranquilizadoras palabras acerca de la seguridad con que se había cerrado el correspondiente trato referente al trigo, el ruego encarecido de que al mismo tiempo transmitiese sus saludos a su esposa y sus hijos… La carpeta contenía también un diario muy especial que el cónsul había escrito durante su viaje por Inglaterra y Brabante, un cuaderno en cuya cubierta se veía el castillo de Edimburgo con el gran mercado a sus pies. Como documentos tristes, ahí estaban las odiosas cartas de Gotthold a su padre y, finalmente, como despedida feliz, el último poema laudatorio de Jean Jacques Hoffstede.

Se oyó el suave tintineo de una campanilla. La torre de la iglesia representada en la pintura de colores apagados que tenían colgada encima del secreter (la plaza de un mercado de un tiempo anterior) tenía en su interior un reloj de verdad, y ahora, a su manera, daba las diez. El cónsul cerró la carpeta familiar y la guardó con cuidado en un compartimento trasero del secreter. Luego se dirigió hacia el dormitorio.

Las paredes estaban tapizadas con una tela oscura de grandes flores, la misma con que estaban hechos los cortinajes de la cama de la parturienta. Una sensación de paz y reposo, la que suele experimentarse tras haber superado dolores y miedos, se respiraba en el aire, un aire que, suavemente caldeado por la estufa, estaba impregnado por una mezcla de olores a agua de colonia y medicamentos. Las cortinas corridas solo dejaban que entrase una luz muy velada.

De pie, inclinados sobre la cuna, estaban los abuelos, el uno junto al otro, contemplando a la niña dormida. La consulesa, en cambio, con una elegante mañanita de encaje y el cabello rojizo perfectamente arreglado, todavía un poco pálida pero con una sonrisa de felicidad, tendió a su esposo su bonita mano, haciendo tintinear suavemente (también ahora) una pulsera de oro. Como tenía por costumbre hacer, abrió la palma de la mano todo lo posible, lo que parecía conferir aún mayor cordialidad al gesto.

–Y bien, Bethsy, ¿cómo estás?

–De maravilla, de maravilla, mi querido Jean.

Con la mano de su esposa en la suya, el cónsul, situado frente a sus padres, acercó su cara a la de la niña, quien justo en ese momento tomaba aire rápida y ruidosamente, y, durante un minuto, respiró el aliento calentito, benéfico y conmovedor que emanaba.

–Dios te bendiga –le dijo en voz baja, besando la frente de la criaturita, cuyos deditos amarillos y arrugados guardaban un cierto parecido con las patas de una gallina.

–Ha tomado la leche estupendamente –comentó madame Antoinette–. Fíjate, lo hermosa que está…

–¿Queréis creer que le veo parecido con Nette? –La cara de Johann Buddenbrook hoy casi resplandecía de felicidad y orgullo–. Tiene los ojos negros como el azabache… ¡Qué demonios!

La abuela lo negó discretamente:

–¿Quién puede hablar de parecidos a estas alturas? ¿No querías ir a la iglesia, Jean?

–Sí, son las diez… Es hora de marchar, estoy esperando a los niños.

Y ya se oía venir a los niños. Bajaban por la escalera armando un alboroto improcedente, y al mismo tiempo se oía el siseo de Tilda intentando calmarlos; luego, sin embargo, entraron en la habitación (con sus abriguitos de piel, pues, naturalmente, en la Marienkirche todavía hacía un frío invernal) con absoluto sigilo; en primer lugar, para ver a la hermanita recién nacida y, en segundo, porque tenían que reunirse todos antes de ir al servicio religioso. Sus caras estaban rojas y excitadas. ¡Qué día de celebración! La cigüeña (una cigüeña con muy buenos músculos, sin lugar a dudas) había traído toda suerte de regalos magníficos además de la hermanita: una nueva cartera para el colegio, de piel de foca, para Thomas, una muñeca con pelo de verdad (y eso era lo extraordinario: con pelo de verdad) para Tony, un libro con ilustraciones en color para Klothilde (quien, no obstante, en actitud callada y agradecida, dedicaba casi toda su atención a las bolsas de dulces que también habían recibido), y, para Christian, un completo teatrillo de guiñol: hasta con marionetas del Sultán, la Muerte y el Diablo.

Todos besaron a su madre y recibieron permiso para, rápidamente y con mucho cuidado, asomarse por la cortinilla de seda verde de la cuna; después emprendieron el camino hacia la iglesia en silencio y con paso tranquilo en compañía de su padre, que se había echado sobre los hombros el abrigo con esclavina de piel y llevaba en la mano el libro de cánticos…Y a esto siguió el estridente llanto del nuevo miembro de la familia, que acababa de despertarse.

Capítulo II

CAPÍTULO II

En verano, o a veces antes, en el mes de mayo, o en junio, Tony Buddenbrook se trasladaba a casa de sus abuelos, al otro lado del Burgtor, y lo hacía encantada. Se vivía a las mil maravillas allí, al aire libre, en aquella villa amueblada con todo lujo, con amplias dependencias, viviendas para la servidumbre y cocheras, con aquellos espléndidos jardines con flores y árboles frutales y aquellas huertas que se extendían por toda la pendiente hasta el Trave. Los Kröger vivían a lo grande y, a pesar de que existían otras diferencias entre aquella forma de riqueza deslumbrante y la riqueza sólida aunque también un tanto pesada de la casa paterna de Tony, saltaba a la vista que, en casa de los abuelos, todo lucía con dos grados de esplendor más que en la suya; y eso causaba impresión a la joven demoiselle Buddenbrook.

Cooperar en cualquier tarea del hogar, por no hablar de la cocina, era algo impensable allí, en tanto que, en la Mengstraße, aunque mamá y el abuelo tampoco le concedían demasiada importancia, papá y la abuela la exhortaban no pocas veces a que limpiase el polvo, poniéndole como ejemplo a la dócil, piadosa y diligente prima Tilda. Las ínfulas feudales de la familia materna salían a la luz en la joven señorita cuando, por ejemplo, daba una orden desde el columpio a la doncella o al criado. Además de estos, dos muchachas y un cochero completaban el servicio de los ancianos señores.

A decir verdad, es agradable que lo primero que encuentre nuestra mano al despertar por la mañana en el dormitorio tapizado en tela de color claro sea un edredón de satén; y es digno de mención que para el primer desayuno, en el salón con terraza de la parte delantera, mientras la brisa de la mañana viene desde el jardín a acariciarnos a través de la puerta cristalera abierta, en lugar del café o té de siempre nos sirvan una taza de chocolate; sí: cada mañana una taza de chocolate de cumpleaños con un buen pedazo de un esponjoso bizcocho incluso aunque no fuera su cumpleaños.

Naturalmente, este desayuno había de tomarlo Tony sin compañía de nadie, a excepción de los domingos, puesto que los abuelos no solían bajar hasta mucho después de la hora de irse ella al colegio. En cuanto se terminaba el bizcocho que acompañaba al chocolate, cogía la cartera con los libros, bajaba desde la terraza con un suave trotecillo y atravesaba el cuidado jardín de la parte delantera de la casa.

La pequeña Tony Buddenbrook era verdaderamente encantadora. Bajo el sombrerito de paja se veía una espléndida mata de pelo, con rizos naturales de un rubio que se iba oscureciendo con los años, y aquel labio superior un poco abultado daba a su rostro, lozano y de vivos ojos azul grisáceo, cierta expresión de picardía muy acorde con su figura menuda y grácil; su esbeltas piernecillas, con medias blancas como la nieve, pisaban el suelo con tanta agilidad como confianza. Mucha gente conocía y saludaba a la joven hija del cónsul Buddenbrook cuando salía a la Kastanienallee por el portón del jardín. Quizá, una vendedora de verduras con sombrero de paja atado con cintas verdes que justo llegaba al pueblo en su carreta le dedicaba un amable: «¡Mu’ buenos días, mamsell!», o quizá era Matthiesen, el cochero de la empresa, un hombre muy alto con uniforme negro (pantalones bombachos, medias blancas y zapatos con hebilla), quien se cruzaba en su camino y hasta se quitaba su tosca chistera para presentarle sus respetos.

Tony solía detenerse un momento para esperar a su vecina Julchen Hagenström, con quien solía recorrer el camino hasta el colegio. Julchen era una niña con los hombros demasiado altos y unos grandes ojos negros y brillantes, que vivía en la villa de al lado, una casa completamente cubierta de parras. Su padre, el señor Hagenström, cuya familia se había establecido en el lugar no hacía mucho, había contraído matrimonio con una joven de Frankfurt, una dama de cabello extraordinariamente negro y espeso que llevaba unos pendientes con el brillante más grande de toda la ciudad, y que, por cierto, de soltera se apellidaba Semlinger. El señor Hagenström, socio de una empresa de exportación, Strunck & Hagenström,

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