Tetralogía científica

John Banville

Fragmento

I. Orbitas Lumenque

I. Orbitas Lumenque

Al principio no tenía nombre. Era el objeto mismo, algo vivo, y era su amigo. En los días de viento danzaba, enloquecido, agitando sus brazos con vehemencia; o en el silencio de la tarde se adormecía y soñaba mientras se balanceaba en el aire azul y dorado. Ni siquiera se iba por las noches; arropado en la cama, él podía oír sus sombríos movimientos fuera, en la oscuridad, durante toda la noche. Había otros, más cerca de él y todavía más vivos, que iban y venían, hablando; pero le eran totalmente familiares, casi como si formaran parte de sí mismo, mientras que este, inmutable y lejano, pertenecía al misterioso exterior, al viento, al tiempo y al aire azul y dorado. Formaba parte del mundo, pero aun así era amigo suyo.

¡Mira, Nicolás! ¡Mira qué árbol tan grande!

Árbol, así se llamaba, y también tilo. Eran palabras bonitas y él las conocía desde mucho antes de saber qué significaban. Por sí mismas no tenían sentido, ellas solas no eran nada, solo nombraban aquel objeto que volaba y danzaba allí fuera. Con el viento, en el silencio, por la noche, en medio del aire caprichoso, aquel objeto cambiaba; y sin embargo era el árbol inmutable, el árbol de tilo. Era extraño.

Cada cosa tenía un nombre, pero a pesar de que los nombres no eran nada sin aquello que designaban, a las cosas no les importaba su nombre, no lo necesitaban, se limitaban a ser ellas mismas. Y luego estaban las palabras que significaban algo inmaterial, no como árbol y tilo que describían a aquel oscuro bailarín. Su madre le preguntaba a quién quería más, y el amor no bailaba, no golpeaba las ventanas con dedos furiosos y no tenía brazos llenos de hojas que sacudir, pero cuando ella mencionaba esa palabra que no designaba nada, en el fondo de su alma una cosa indefinible pero real respondía como si la convocaran, como si alguien la hubiese llamado por su nombre. Era muy extraño.

Pronto olvidó esas cuestiones enigmáticas y aprendió a hablar como los demás, con convicción, sin detenerse a pensar.

El cielo es azul, el sol es dorado, el árbol de tilo es verde. El día es luz, luego acaba, cae la noche y entonces oscurece. Uno se duerme y por la mañana se despierta otra vez, aunque llegará el día en que no vuelva a despertar; eso es la muerte. La muerte es triste, la tristeza es lo contrario de la felicidad, y así sucesivamente. Al fin y al cabo, ¡qué simple era todo! Ni siquiera había necesidad de pensar, solo tenía que limitarse a ser y la vida haría el resto, haría que un día siguiera al otro hasta que no quedaran más días para él, entonces lo mandaría al cielo y allí se convertiría en un ángel. El infierno estaba debajo del suelo.

Mateo, Marcos, Lucas y Juan,

bendecid la cama donde duermo

y si muero antes de despertar,

pedidle a Dios que se lleve mi alma.

Por encima de las manos unidas en actitud de rezo espiaba a su madre, arrodillada junto a él a la luz de la vela. Bajo la brillante mata de pelo recogido, su rostro era pálido y hermoso, como la cara de la Virgen en el cuadro. Tenía los ojos cerrados, y sus labios se movían y pronunciaban para sí las piadosas frases que él recitaba en voz alta. Cuando tropezaba con palabras difíciles, ella lo ayudaba dulcemente, con una voz tierna y maravillosa. Le dijo que la quería más que a nadie, y ella lo acunó en sus brazos y le cantó una canción.

Margery Daw sube y baja,

este pequeño polluelo

se perdió entre la paja.

Le gustaba quedarse despierto en la cama, escuchar los ruidos furtivos de la noche a su alrededor, los crujidos, gemidos y súbitos estallidos ahogados que suponía eran la voz de la casa, que se lamentaba bajo el peso de la enorme oscuridad del exterior y, con sigilo, intentaba cambiar de posición o estirar los doloridos huesos de su espalda. El viento cantaba en la chimenea, la lluvia tamborileaba en el tejado y el tilo daba golpecitos, tac, tac, tac. Él estaba abrigado y en la habitación de abajo su padre y su madre hablaban, se contaban las cosas que habían sucedido aquel día en el mundo exterior. ¿Cómo podían estar tranquilos y hablar con tanta suavidad cuando sin duda tenían tantas historias maravillosas que relatar? Sus voces eran similares a la del sueño, que lo llamaba para llevarlo con él. Había otras voces, de campanas solemnes que daban la hora, de perros que ladraban a lo lejos, y también la del río, aunque ella más que una voz era un fluir sombrío y poderoso, algo alarmante, que se precipitaba en la oscuridad y se sentía en lugar de oírse. Todas lo llamaban, lo llamaban al sueño, y él se dormía.

Pero a veces Andreas hacía ruidos raros desde la cama del rincón y lo despertaba. Andreas era su hermano mayor y tenía pesadillas.

Los niños jugaban juntos, al escondite, al pillapilla y a otros juegos que no tenían nombre. Katharina, que era mayor que Andreas, pronto comenzó a despreciar aquellas tonterías infantiles. Andreas también se cansó de los juegos, vivía en su propio mundo, silencioso y lleno de preocupaciones, del que casi nunca salía, y cuando lo hacía era solo para abalanzarse sobre ellos, golpearlos y pellizcarlos, antes de volver a desaparecer con la misma rapidez con que había llegado. Solo Bárbara, a pesar de ser la mayor de los cuatro, se alegraba de tener una excusa para abandonar su desgarbada altura y perseguir a su hermano pequeño a gatas por el suelo y debajo de las mesas, mientras sonreía y gruñía como un alegre galgo, con su hocico, sus patas y su pelaje enmarañado. En realidad era a Bárbara a quien quería más, aunque no se lo había dicho a nadie, ni siquiera a ella. Bárbara iba a ser monja y le hablaba de Dios, que curiosamente se le parecía mucho, pues era una persona amistosa, adorable y triste que solía perder cosas o se le caían. Había sido Él, mientras intentaba sostener en el aire todo a la vez, quien había soltado a su madre y la había dejado caer de su tierno abrazo.

Aquel había sido un día horrible. La casa estaba llena de viejas y del espantoso sonido del llanto. La cara de su padre, siempre tan severa e inexpresiva, estaba impúdicamente desnuda, rosada, sombría y lustrosa. Incluso Katharina y Andreas eran amables entre sí, iban de una habitación a otra despacio y, siguiendo el ejemplo de los mayores, saludaban con pequeños movimientos de cabeza, entrelazaban las manos y hablaban con voz suave, en tono formal y ceremonioso. Todo era muy alarmante, su madre estaba tendida en la cama y tenía las mandíbulas atadas con una tira de tela blanca. Estaba total y absolutamente inmóvil, y en esa inmovilidad total y absoluta parecía haber llegado por fin a la definición verdadera y concluyente de lo que era, ella misma, su propio y claro yo. Todo lo que la rodeaba, incluyendo las criaturas vivas que iban y venían, parecía difuso e incompleto comparado con su presencia contundente. Y a pesar de todo estaba muerta, ya no era su madre, que, según le habían dicho, se había ido al cielo. Pero entonces ¿qué era aquello que seguía allí?

Se la llevaron y la enterraron

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