Coleccionistas de polvos raros

Pilar Quintana

Fragmento

Coleccionistas de polvos raros

9:45 p.m.

No sé qué me dijo el domingo, dice la Flaca. Ese hombre que nunca nada conmigo de pronto se portó amorosísimo todo el día y toda la noche. Que Flaca para acá, que Flaca para allá, que tomate este ron, que este aguardientico, que vení te prendo el cigarrillo, que agarrá la rienda así.

Van a caballo por un potrero espectacular. El atardecer gris en la espalda, mierda de vaca debajo, matorrales de espinas por este lado, alambre de púas por el otro, mosquitos por todas partes. Mejor dicho, un cuento de hadas. Entonces el hombre se le acerca.

—Flaca, te voy a decir una cosa —se pone muy serio, le explica—: es de una canción de Pink Floyd.

Se acerca tanto que las dos frentes se tocan y a la Flaca se le alborotan las mariposas en el estómago. Y ahí fue cuando me soltó la dichosa frase que no entendí, Aurelio me habló en inglés y yo de inglés no sé ni un carajo. Si en cambio le hubiera cantado un vallenato. «A mí celos me dan cuando la veo llegar con su señor marido». Eso sí lo hubiera entendido: Aurelio me quiere toda para él, estaría dichosa. Pero no lo está. Aurelio es gente bien y solo como gente bien podía hablar, es decir, en inglés, ese idioma que a la Flaca le parece tan bien, y más tratándose de un asunto tan fundamental. La Flaca está convencida de que aquella frase fue la decisiva entre ellos dos, de que encierra el misterio de todo lo que pasó antes y después. La esencia, la naturaleza, la razón, o sinrazón, de las intenciones de él, y ella se quedó sin saber, eso me pasa por igualada, si lo que dijo fue: a. Quedate conmigo esta noche vos que sos tan puta y mañana si te vi no me acuerdo, y yo que soy tan puta voy y me acuesto con él, o, b. Quedate conmigo esta noche y todas las demás solo conmigo, Flaca de mis amores. Pero entonces por qué no llama, se pregunta la Flaca y luego dice: qué desesperación.

Mis tetas eran un par de tetas normales. Eran pequeñas como las tetas de una modelo italiana anoréxica. Breves. Concisas. No estorbaban, lucían en todas las camisas. Pero eran jugosas, en ese sentido no se parecían en nada a las de las modelos italianas, que tienen las tetas muertas. Las mías estaban vivas, cuando yo brincaba ellas también brincaban, y estaban bien alimentadas. Eran redondas y carnosas. Daban ganas de chuparlas, y si me las chupaban los pezones se dejaban estirar. Eran tetas elásticas, un par de juguetones y provocativos chupos Gerber. O no sé, ellos dirán. Pero a mí me gustaban.

Un día Alguien me consigue una cita con un doctor. No estoy enferma pero vamos de todos modos. El doctor, gafufo y encorvado, les toma fotos a mis tetas. De lado. De frente. Por el otro lado. Luego me las muestra en el computador.

—Estas son sus tetas.

—No, doctor, mis tetas no están tan hinchadas, mis tetas son más como las de una modelo anoréxica.

Pero él insiste en que esas son mis tetas y Alguien confirma, emocionado, que esas sí son. Luego me cubren nariz y boca con una máscara y yo aspiro y veo una lámpara redonda en el techo y entonces solo la luz azul. Me despierto toda trabada y con las tetas del computador.

—¿Vio que sí eran? —pregunta el doctor.

—¿Vio que sí? —corrobora Alguien con satisfacción.

Todos los jueves Alguien viene a su apartamento. Alguien es un tipejo de lo más desagradable. Barriga chorreada. Patas de pollo. Bozo incipiente. Pelo tupido hasta casi el hombro. Rebelde. Grasiento. Usa camisas tornasoladas de arabescos caprichosos multicolores y seda legítima y las lleva desabotonadas hasta el cuarto botón. Por supuesto, se le ve esa inmunda cicatriz queloide que tiene en el pecho y que se vive rascando. La Flaca le ha dicho que se eche una crema antipruriginosa, pero a él le entra por un oído y le sale por el otro. Alguien se cuelga el celular en el cinto, usa botas vaqueras en este calor y se llama John Wilmar. Entra como si fuera el dueño del apartamento (porque lo es), y doña Martha Lucía se le enrosca en las piernas. Bate juguetonamente su juego de llaves a medida que avanza por el pasillo y con la otra mano saca la pistola que siempre lleva encaletada en cierto punto estratégico de su anatomía, con aires de gran capo (porque no lo es).

—Quitate todo —le ordena—, pero dejate los tacones, mami.

—Sí, papi —responde la Flaca.

Hoy es jueves.

Basura, dice la Flaca, incoherencias de loco perdido. Hay que entenderla. Primero, Aurelio no la ha llamado. Segundo, está la barrera idiomática: eso fue lo que aquella frase le pareció. Un amasijo de sonidos deformes, ridículos, curvados en perpetua doble u. Y luego está el bareto que se fumaron detrás del guadual. Aurelio estaba fumado. Y estaba tomado también, ya se habían bajado caneca y media de Blanco. Apenas eso y el poquito de ron que el jinete de rojo nos ofreció, dice la Flaca. Tampoco estaba tan pasado como para no saber lo que decía, rectifica la Flaca y anota, con énfasis, que el caballo en ningún momento lo tumbó. Además, añade, como todo el mundo sabe, los borrachos siempre dicen la verdad.

La Flaca no tiene ni idea de cuál es esa verdad. Pero se puede imaginar. Un sentimiento que tenía atrancado en ese pecho peludo tan bello que tiene, dice y casi al mismo tiempo: esto no puede ser. Ella no se siente capaz de inspirar algo tan, cómo dijéramos, recíproco. Y menos en ese hombre precisamente. Un perro, un misógino, la indiferencia en persona, lo único que ha hecho en la vida es ignorar su existencia, mejor dicho, un príncipe azul. La Flaca lo ve, montado y de todo, por fin susurrándole todo lo que ella ha deseado sin esperanza desde que lo conoció. Claro que esto no puede ser, esto es solo lo que yo quiero ver.

La Flaca se pregunta qué vio él. No seré una reina del certamen nacional de belleza, pero fea no soy. La blusita le resalta las tetas, los pezones están erizados por culpa del viento, y la silla el culo, si uno se fija bien. Y Aurelio se fijó muy bien, dice la Flaca: Puras ganas de manosear lo que tenía a la vista. En cambio esto es algo que sí se siente capaz de inspirar. Morbo. Hambre. Deseos de incrustárselo por cada orificio del cuerpo. Pero cómo saber. Cómo llegar a tener la certeza. Quiero saber cada una de sus palabras, pero más por qué las escogió, quiero saber qué les inyectó, qué quiere él, qué siente por mí, lo quiero todo, verme a través de sus ojos, sentirme correr por su sangre, leerme en las abstracciones de su materia pensante.

En realidad las palabras son lo de menos, la Flaca quiere penetrar en su seso y abrirse paso y descubrir lo que Aurelio guarda ahí. El problema es que uno no puede ir traspasando paredes así como así. Primero está esa delgada pero incorruptible barrera de piel y luego la poderosa concha craneal, esmaltada para mayor seguridad. Los pensamientos están protegidos, sellados herméticamente a prueba de intrusiones externas. La Flaca está aquí, metida en su propia envoltura de la que ni siquiera puede salir, y Aurelio está allá. Muy cerca, la

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