La vida toda

Alma Guillermoprieto

Fragmento

Introducción

Introducción

Esta antología recoge quince textos extensos de no ficción, de los cuales catorce son reportajes de largo aliento publicados en el siglo XXI. Seis fueron escritos por mujeres. Todos salieron a la luz después de dos eventos que marcaron su inicio: el holocausto de las torres gemelas en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, y la aparición de las fuerzas incorpóreas conocidas como «redes sociales». Esta realidad tal vez explique la cantidad de textos que incluí sin darme cuenta de que hablan de manera oblicua o directa de la muerte. Por otro lado, la preponderancia de reportajes internacionales refleja una preferencia mía, pero también habla de un mundo post 11S, post Atocha, post Bombay. El mundo ahora es uno, unido por el terror. Pero también, es obvio, por el cambio climático y las pandemias, la migración y nuestro consiguiente cosmopolitismo, la abolición de las distancias en el universo virtual y una obsesión por viajar que ya se veía venir en el siglo pasado pero que hoy adquiere síntomas de fiebre. Hay que conocer el mundo antes que se acabe.

En este siglo ansioso hay una categoría explosiva de adictos que necesita consumir información por medio de un bombardeo constante de cápsulas informativas, correspondan estas a la verdad o no. Luego parecería fútil que nuestros autores se dedicaran a componer textos complicados, densos, extensos —crónicas, por ponerles algún nombre— que exigen cuidado y tiempo. Parecería ingenuo confiar en que habrá lectores que le dediquen una hora, o tres, a la lectura de un tema serio. Pero esos lectores existen por millones, porque la crónica de largo aliento es un remedio, un oasis en medio del desierto, un silencio en medio del caos. Pausamos, leemos, imaginamos lo que las palabras nos van contando, pensamos, asimilamos paisajes, personajes, ideas, tragedias, absurdos, maravillas, y al salir de ese espacio narrativo somos imperceptiblemente distintos. Es el milagro de la lectura, y sostengo que, sin ella, la civilización se desmorona. Por eso hacemos falta nosotros, los cronistas.

En la crónica se enlazan una serie de hechos comprobables, y en esto —la obsesión por lo comprobable— se distingue de la ficción y se hermana con el periodismo noticioso, pero las diferencias son importantes. La noticia premia la velocidad, la crónica, la lentitud. No es lo mismo cubrir la entrada a Kabul del grupo rebelde talibán —ante semejante cataclismo hay que llenar el vacío de información minuto a minuto— que ocuparse un mes después de lo que ha acontecido con los afganes [1] que estuvieron en el aeropuerto y no lograron salir del país. Ni es lo mismo armar dispendiosamente el relato de Farwooz, intérprete de las fuerzas de ocupación estadounidenses que sus jefes no se encargaron de sacar del país y que murió en el transcurso de las terribles jornadas del aeropuerto. Cada caso exige un gasto distinto de horas de reportería: en el caso de la crónica del intérprete afgano habrá que disponer de mucho tiempo para buscar la información y que los editores puedan asegurar que los hechos narrados son comprobables. (Sin ese proceso no tendríamos manera de saber, por ejemplo, que la historia de Farwooz me la acabo de inventar completa.)

La crónica es veraz, pero también es literatura: al igual que la ficción usa recursos de contador de historias para alarmar, indignar, emocionar, cuestionar, conmover. Queremos provocar estos sentimientos y reflexiones en ustedes, les lectores, sin que se den cuenta, leyendo como si respiraran, y en ello invertimos semanas y hasta meses del más arduo trabajo. Un problema inmediato: ¿cómo hacer que algún exigente lector se tope con un texto nuestro, lea el primer párrafo, y quiera leer enseguida el segundo? Y otro problema ulterior: ¿cómo lograr que al leer el último párrafo del texto al que le hemos invertido tanto, nuestra lectora se quede con ganas de haber leído más y con la intensa satisfacción de haber viajado por nuestras palabras para por fin llegar a buen puerto? Son dos trabajos distintos los que nos tocan: el de reportear hasta el límite de lo posible datos y detalles, y luego el terrible esfuerzo solitario de escribir, buscando a ciegas el hilo del texto, dejando la emoción a un lado para controlar la narración y emocionar más bien a lectores que imaginamos descreídos e impacientes, llamándolos de vuelta a cada rato porque tenemos pánico de haberlos perdido en el párrafo anterior. Desprevenido lector: si alguna vez te sedujo el texto de una cronista, no dudes que la autora escribió con sinceridad, y a la vez con mañas de carterista.

2

Si en el mundo de habla hispana alguien pregunta quiénes son los grandes de la crónica moderna, la lista suele comenzar con Norman Mailer, Truman Capote, Thomas Wolfe, Hunter S. Thompson... y quedarse allí. Fueron escritores audaces, legendarios, ensalzados por Tomás Eloy Martínez y Gabriel García Márquez hace ya bastante más de medio siglo, y ese solo dato bastaría para explicar por qué hace falta una antología de cronistas estadounidenses de nuestro tiempo. No es un problema de edad sino de sensibilidad. En los años sesenta los abuelos del New Journalism hicieron grandes cosas: proclamaron, en primer lugar, que la realidad puede ser más interesante que la ficción. Y conquistaron un espacio permanente en los medios escritos para la narrativa de no ficción de largo aliento; crónicas de miles de palabras y muy altos vuelos literarios. Aunque casi todos ellos se oponían al establishment, al sistema, a las inacabables guerras del imperialismo, su surgimiento y su fama son inseparables del momento de mayor gloria y poder que ha vivido Estados Unidos: las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Había dinero para todo, hasta para financiar este nuevo producto: papel de impresión, presupuesto para viajes largos de reportería, honorarios que daban para vivir correctamente. Había también una clase media de buen nivel educativo y el ocio indispensable para comprar y leer revistas como Playboy, Esquire, el Village Voice, Rolling Stone y tantas otras. En sus textos, los hombres de la nueva no ficción viajaban, se emborrachaban con escándalo, asumían posturas heroicas, narraban con virilidad para la historia y las graderías. (Mientras tanto, la sola mujer famosa del New Journalism, Joan Didion, fumaba callada en un rincón, tomando apuntes.)

Muchos textos de aquellos cronistas se leen bien hoy, pero sin duda llevan el sello de una época romántica y optimista; y por qué no decirlo de una vez, puesto que llevamos un párrafo entero insinuándolo, también de valores pesadamente machistas. Hoy hay más cronistas que antes, hay menos lugares donde publicar y mucho menos dinero para vivir del oficio, pero el contexto es menos jerárquico. No son tantos los que hoy se paran figurativamente en medio de Times Square para tamborearse el pecho como King Kong, y quizá por eso no se me ocurre un o una cronista que tenga el estatus legendario de Hunter S. Thompson. Es un alivio. La autopromoción funciona, ahí está Donald T

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos