Un bárbaro en París: Textos sobre la cultura francesa

Autores Varios
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Mario Vargas Llosa

Fragmento

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Una pasión francesa

Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que cualquier latinoamericano con ambiciones literarias o artísticas soñaba con París. El paso por aquella ciudad era algo más que un rito de iniciación o una experiencia educativa. Representaba la posibilidad de entrar en contacto con las fuentes vivas de la cultura más excitante, innovadora y revolucionaria de la modernidad occidental. Significaba vivir en un lugar donde el pensamiento y las artes tenían importancia e impacto en la sociedad, se valoraban, daban prestigio; significaba hacer parte de algo más grande, de una comunidad de artistas que estaban revolucionando la forma y las ideas que ordenaban el mundo. Nada extraño que muchos aspirantes a creadores, entre ellos Mario Vargas Llosa, albergaran la certeza de que jamás llegarían a convertirse en verdaderos escritores o pintores si no vivían en París.

Enemistados políticamente con Estados Unidos, por lo general desdeñosos de su cultura, los latinoamericanos de los siglos XIX y XX miraron siempre a Francia. El positivismo de Augusto Comte inoculó sueños de progreso y desarrollo en todo el continente, contrarrestados luego por el decadentismo de Verlaine y Rimbaud que sedujo a los poetas modernistas. La vanguardia de los años veinte trepidó con los versos de Apollinaire, Mallarmé y Cendrars, y los renovadores de la novela hallaron en el surrealismo de Breton la clave para entender la manera en que la superstición, la magia y el mito contaminaban la vida cotidiana de los latinoamericanos. Finalmente llegarían Vargas Llosa y sus compañeros del boom, imantados por el existencialismo de Camus, Sartre y Simone de Beauvoir, y por el clima insurreccional y vibrante de la capital francesa.

Todos buscaron esas figuras tutelares que deambulaban por las calles o que se sentaban a escribir, pintar o conspirar con su séquito en algún café de la ciudad. Todos soñaron con ser parte de esas cofradías que estaban determinando el rumbo de la cultura universal y estrechar lazos con los mitos vivos que habían leído o admirado en sus países de origen. Cuando Octavio Paz dijo que París era la capital cultural de América Latina, no exageraba en absoluto. No sólo porque el ambiente de la ciudad resultaba estimulante para la creación, sino porque allá, gracias al encuentro con creadores de todo el continente, los artistas y escritores descubrían que eran algo más que peruanos, colombianos, argentinos o mexicanos: eran latinoamericanos. Para ganar consciencia de ese hecho obvio e inadvertido, debían salir de sus países y pasar una temporada en el extranjero, siempre, ojalá, en el añorado y deslumbrante París.

Mario Vargas Llosa vivió ese síndrome con un fervor inigualable. La atracción que ejerció Francia en él empezó en la infancia, continuó en su juventud, se consolidó en la madurez y sigue vigente hasta el día de hoy, al punto de que siempre le dio más importancia a ser incluido en la Biblioteca de la Pléiade, el panteón de la literatura francesa, que a ganarse el Premio Nobel. Esos autores, que descansan a salvo del tiempo y del olvido en esa colección, fueron sus primeras pasiones literarias. Se inició de niño con Julio Verne y Alejandro Dumas, luego con las ficciones de Victor Hugo y después con las de Gustave Flaubert; y de todas ellas extrajo lecciones invaluables: el furor de la aventura con la saga de D’Artagnan, las ambiciones descomunales y la sensibilidad romántica en Los miserables, el realismo literario gracias a Madame Bovary.

Con Victor Hugo descubrió el apetito insaciable y la curiosidad universal que impulsaban a ciertos creadores a escribir novelas totales. Porque nadie como el francés se había propuesto refundar por completo el mundo en todos sus detalles, con un nivel de complejidad y verosimilitud que competía con la realidad real. El novelista desplazaba a Dios, cometía un deicidio porque su talento y amplitud de miras le permitía convencer al lector de que ese universo de palabras, surgido de su imaginación, era más tangible y palpable que cuanto existía por fuera del libro, en la realidad que yacía bajo sus pies. Victor Hugo sembró esa misma ambición en Vargas Llosa, la de convertirse en un creador de novelas totales que instituían mundos donde se recreaban las pasiones, las mentalidades, los tipos humanos; sus anhelos, luchas, frustraciones y tragedias. Ciertos elementos del romanticismo francés, empezando por el idealismo, la rebeldía o la permanente inconformidad con el mundo, llegaron a él a través de Victor Hugo, pero el estilo que elegiría para contar sus propias historias no lo aprendería de él, sino de Gustave Flaubert.

En 1959, recién instalado en París, el aspirante a novelista compró una copia de Madame Bovary en la edición de Clásicos Garnier, y ahí, como él mismo dijo en el ensayo que años después dedicó a la novela, La orgía perpetua, empezó su historia. Además de quedar hechizado por el poder de persuasión de Madame Bovary (y eternamente enamorado de Emma), Vargas Llosa también descubrió el tipo de escritor que quería ser, realista, un experto en fingir la realidad, no la fantasía. Y no sólo eso. Las páginas de Madame Bovary le revelaron una lección decisiva de técnica narrativa. Flaubert se había dado cuenta de algo fundamental, y es que el personaje más importante de una novela, aquel a quien el escritor debía prestar más atención, era el narrador que contaba la historia. Ésa había sido la aportación de Flaubert al arte de la ficción; con ese hallazgo había marcado una frontera que daba inicio a la novela moderna.

Habiendo asimilado ese precepto, y después de leer las innovadoras novelas de Faulkner, Vargas Llosa entraría de lleno a explorar los problemas técnicos de la novela —el punto de vista del narrador, el manejo del tiempo y del espacio— hasta dominarlos con maestría. Además de todo esto, Flaubert —o más bien Emma— le había revelado un rasgo de la naturaleza humana: la insatisfacción con la vida tal como es, que invitaba a buscar refugio en la ficción y a aferrarse a los deseos y ambiciones como motor del cambio. Porque eso era Emma Bovary, una eterna insatisfecha que no se conformaba con la mediocridad de su vida, que deseaba más pasión, más experiencias, más estímulos, y que acababa exponiéndose al infortunio con tal de acercar su vida pequeña al fulgor existencial que brillaba en las novelas.

La insatisfacción flaubertiana encajó muy bien con un elemento literario que Vargas Llosa había descubierto en otro autor francés, la transgresión. El deseo de ir más allá de los límites sociales y de las convenciones en busca de más intensidad vital lo había expuesto con gran precisión Georges Bataille. Sus libros le mostraron a Vargas Llosa que la creatividad humana se nutría de ese amasijo de instintos y pulsiones irracionales. Ahí se incuban las obsesiones o demonios que carburan la imaginación de un novelista. La lectura de Bataille le había revelado que el escritor tenía control sobre la forma en que escribía —la técnica, los recursos, la estructura—, pero no sobre las obsesiones que se convertían en temas literarios. Nada de eso era consciente. Emanaba de zonas oscuras y se manifestaba a través de demonios literarios que el escritor exorcizaba en sus novelas. El repudio al autoritarismo o el fanatismo, por ejemplo, temas que una y otra vez, con distintos rostros, han aparecido en sus obras, son algunos de los demonios más caracterÃ

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