I
Nunca he visto nada parecido: dos pequeños discos de vidrio que unos aros de alambre sostienen delante de sus ojos. ¿Es ciego? Podría comprenderlo si quisiera ocultar unos ojos sin vida. Pero no es ciego. Los discos son oscuros, parecen opacos, pero ve a través de ellos. Me cuenta que son un descubrimiento nuevo.
—Protegen los ojos del resplandor del sol —dice—. Le serían útiles aquí, en el desierto. No hay que estar entornando los ojos continuamente. Además, ahorran dolores de cabeza. Observe —se toca el rabillo del ojo ligeramente—. Ni una arruga. —Se vuelve a colocar las gafas. Es cierto. Tiene la piel de un hombre más joven—. Allí todos las llevan.
Nos sentamos en la mejor habitación de la posada con una botella y un cuenco de nueces entre nosotros. No abordamos la razón de su presencia en este lugar. Se encuentra aquí a causa del estado de emergencia y con eso basta. En su lugar, hablamos de caza. Me cuenta la última gran cacería en la que participó, cuando mataron miles de ciervos, jabalíes y osos, tantos que tuvieron que dejar pudrirse una montaña de cadáveres («Una verdadera pena»). Yo le hablo de las bandadas de gansos y patos que todos los años descienden al lago en sus migraciones, así como de los métodos de los nativos para atraparlos. Me ofrezco a llevarle a pescar de noche en una canoa indígena.
—No debe perderse esta experiencia —le digo—. Los pescadores llevan antorchas y palmotean el agua para conducir a los peces hacia las redes desplegadas.
Asiente. Me habla de una visita que hizo a otro lugar de la frontera donde sus habitantes comían una clase de serpiente como un bocado exquisito, y también de un enorme antílope que mató.
Casi a tientas se abre camino entre el desconocido mobiliario, pero no se quita las gafas. Se retira temprano. Está hospedado aquí, en esta posada, porque es el mejor alojamiento del pueblo. He advertido a los empleados de que se trata de una visita importante.
—El coronel Joll pertenece al Tercer Departamento —les explico—. El Tercer Departamento es hoy la sección más importante de la Guardia Nacional. —Esto es al menos lo que sabemos por los rumores que con mucho retraso llegan de la capital. El propietario asiente, las camareras inclinan la cabeza—. Debemos causarle buena impresión.
Me llevo la esterilla a las murallas, donde la brisa nocturna proporciona un alivio contra el calor. A la luz de la luna distingo las siluetas de otros que duermen sobre las azoteas del pueblo. Todavía oigo el murmullo de las conversaciones bajo los nogales de la plaza. En la oscuridad una pipa alumbra como una luciérnaga, se apaga, vuelve a brillar. El verano se desliza lentamente hacia su fin. Los frutales gimen bajo su carga. No he estado en la capital desde que era un adolescente.
Me despierto antes del amanecer y, pasando de puntillas junto a los soldados dormidos que se agitan y suspiran soñando con madres y novias, bajo los escalones. Desde el cielo miles de estrellas nos contemplan. Verdaderamente, este lugar es el techo del mundo. Resulta deslumbrante despertarse al aire libre de la noche.
El centinela de la entrada está sentado con las piernas cruzadas profundamente dormido, acunando su mosquete. El habitáculo del portero está cerrado, su carrito se encuentra fuera. Sigo mi camino.
—No tenemos instalaciones para los prisioneros —aclaro—. Aquí no se cometen muchos delitos y las penas se limitan a multas o trabajos forzados. Como puede ver, esta barraca no es más que un almacén anexo al granero. —Dentro la atmósfera es sofocante y maloliente. No hay ventanas. Los dos prisioneros están atados en el suelo. El mal olor proviene de ellos, un olor de orina de varios días. Hago venir al centinela—: Haz que estos hombres se laven, y date prisa, por favor.
Conduzco a mi acompañante a la fresca penumbra del granero.
—Esperamos obtener tres mil brazadas del terreno comunal este año. Solo sembramos una vez. Hemos tenido mucha suerte con el tiempo. —Hablamos de las ratas y de cómo controlar su número. Cuando volvemos a la barraca huele a ceniza húmeda y los prisioneros esperan de rodillas en un rincón. Uno es un anciano, el otro un muchacho—. Los apresaron hace unos días —le digo—. Hubo una escaramuza a doce kilómetros escasos de aquí. Es raro. Normalmente se mantienen alejados del fuerte. A estos dos los detuvieron después. Dicen que no tienen nada que ver con el ataque. No lo sé. Puede que digan la verdad. Si quiere hablar con ellos, naturalmente, puedo ayudarle a traducir.
El muchacho tiene la cara hinchada y magullada y un ojo cerrado por la hinchazón. Me agacho delante de él y le doy una palmadita en la mejilla.
—Escucha, muchacho —le digo en la lengua de la frontera—, queremos hablar contigo.
No responde.
—Está fingiendo —replica el centinela—. Lo entiende todo.
—¿Quién le ha pegado? —pregunto.
—Yo no fui —responde—. Estaba así cuando llegó.
—¿Quién te ha pegado? —le pregunto al muchacho. No me escucha. Mira fijamente por encima de mi hombro no al centinela, sino al coronel Joll, que está a su lado.
Me vuelvo hacia Joll.
—Probablemente nunca ha visto nada parecido —hago un ademán—. Me refiero a las gafas. Debe de creer que es usted ciego. —Pero Joll no me devuelve la sonrisa. Delante de los prisioneros parece que hay que mantener un comportamiento determinado.
Me agacho delante del anciano.
—Abuelo, escúcheme. Les hemos traído aquí porque les detuvimos después de un robo de ganado. Usted sabe que se trata de un asunto serio, que les pueden castigar por ello.
Saca la lengua para humedecerse los labios. Tiene el rostro pálido y agotado.
—Abuelo, ¿ve a este caballero? Ha venido de la capital. Recorre todos los fuertes de la frontera. Su cometido es descubrir la verdad. Es lo único que hace. Descubrir la verdad. Si no habla conmigo tendrá que hablar con él. ¿Me comprende?
—Excelencia —me dice. Emite un sonido ronco y carraspea—. Excelencia, no sabemos nada de los robos. Los soldados nos detuvieron y nos ataron. Sin razón. Veníamos hacia aquí para visitar al médico. Este es el hijo de mi hermana. Tiene una herida que no sana. No somos ladrones. Enséñale tu herida a su excelencia.
Ágilmente, con los dientes y una mano, el muchacho empieza a desliar los harapos que vendan su antebrazo. Las últimas vueltas, apelmazadas por la sangre y el pus, están pegadas a la piel, pero, no obstante, levanta los extremos para mostrarme el cerco rojo e inflamado de la herida.
—Miren —dice el anciano—, no se cura con nada. Le traía al médico cuando los soldados nos detuvieron. Eso es todo.
Regreso con mi acompañante a través de la plaza. Tres mujeres que vuelven de la alberca con barreños de colada sobre la cabeza se cruzan con nosotros. Nos miran con curiosidad manteniendo el cuello erguido. El sol abrasa.
—Son nuestros únicos prisioneros desde hace mucho tiempo —le digo—. Una casualidad: en cualquier otra ocasión no hubiéramos podido mostrarle ningún bárbaro. Esto que llaman pillaje no es muy grave. Roban algunas ovejas, o bestias de carga de las caravanas. A veces realizamos redadas como escarmiento. Se trata sobre todo de parias de las tribus con pequeñísimos rebaños propios que viven a orillas del río. Esto se convierte en su forma de vida. El anciano dice que venían para ver al médico. Puede que sea verdad. Nadie hubiera admitido a un anciano y a un muchacho enfermo en una cuadrilla de ladrones.
Me doy cuenta de que estoy defendiéndoles.
—Naturalmente, nunca se puede estar seguro. Pero, incluso si mienten, ¿de qué le pueden servir, gente tan simple como esta?
Intento reprimir mi enojo por sus crípticos silencios, por el misterio teatral y mezquino de las oscuras pantallas que ocultan unos ojos sanos. Camina con las manos entrelazadas por delante, como una mujer.
—No obstante —me dice—, debo interrogarlos. Esta misma noche si es posible. Mi ayudante me acompañará. También necesitaré a alguien que me sirva de intérprete. Quizá el centinela. ¿Habla su lengua?
—Todos nosotros nos podemos hacer entender. ¿Preferiría que yo no estuviera allí?
—Sería aburrido para usted. Seguimos paso a paso pautas establecidas de antemano.
No oigo los gritos procedentes del granero que la gente dice haber oído. Soy consciente en cada momento de la tarde, mientras me ocupo de mis asuntos, de lo que puede estar sucediendo y mi oído incluso sintoniza con el tono del dolor humano. Pero el granero es una recia construcción de pesadas puertas y ventanas diminutas; se encuentra más allá del matadero y del molino, en la parte sur. Además, lo que en tiempos fue un enclave de primera línea y más tarde un fuerte fronterizo se ha convertido en un asentamiento agrícola, un pueblo de tres mil almas en el que el ruido de la vida cotidiana, el ruido que todas esas almas hacen en una calurosa tarde de verano, no cesa porque en algún lugar alguien grite. (Ahora empiezo claramente a defender mi propia causa.)
Cuando vuelvo a ver al coronel Joll en su primer rato libre llevo la conversación al tema de la tortura.
—¿Qué ocurre si el preso dice la verdad —le pregunto—, pero nota que no le creen? ¿No es una situación terrible? Imagíneselo; estar dispuesto a confesar, confesar, no tener nada más que confesar, estar destrozado y sin embargo ser presionado para seguir confesando. ¡Qué responsabilidad para el que le interroga! ¿Cómo puede usted saber cuándo un hombre le ha dicho la verdad?
—Existe un tono especial —dice Joll—, un tono especial penetra en la voz del que dice la verdad. El entrenamiento y la experiencia nos enseñan a reconocer ese tono.
—¡El tono de la verdad! ¿Puede reconocer ese tono en la conversación cotidiana? ¿Oye si yo digo la verdad?
Es el momento más íntimo que hemos tenido hasta ahora, un momento que él ahuyenta con un ligero ademán.
—No, me está malinterpretando. Ahora hablo solo de una situación determinada, de una situación en la que investigo para dar con la verdad, en la que tengo que presionar para encontrarla. Al principio solo obtengo mentiras, así es, primero solo mentiras, entonces hay que presionar; después más mentiras, entonces hay que presionar más; luego el desmoronamiento, tras este seguimos presionando, y por fin la verdad. Así es como se obtiene la verdad.
El dolor es la verdad, todo lo demás está sujeto a duda. Es la conclusión que saco de mi conversación con el coronel Joll, al que siempre me imagino con sus uñas limadas, sus pañuelos malva, sus delicados pies calzados con zapatos flexibles, en la capital que tan manifiestamente añora, chismorreando con sus amigos en los pasillos del teatro durante los entreactos.
(Por otro lado, ¿quién soy yo para querer distanciarme de él? Bebo con él, como con él, le enseño los alrededores, le proporciono todo tipo de ayuda tal y como solicita su orden de destino, e incluso más. El Imperio no exige que sus servidores se amen los unos a los otros, sino únicamente que cumplan con su obligación.)
El informe que me redacta por mi condición de magistrado es breve.
«En el curso del interrogatorio se manifestaron contradicciones en el testimonio del prisionero. Confrontado con dichas contradicciones, el prisionero se revolvió con furia y atacó al oficial que le interrogaba. Se originó una pelea durante la cual el preso se golpeó fuertemente contra el muro. Los esfuerzos por reanimarle fueron inútiles.»
Con el propósito de completar el informe, tal y como la ley exige, llamo al centinela y le pido que haga una declaración. Él recita y yo anoto sus palabras: «El preso se volvió incontrolable y atacó al oficial que le interrogaba. Me llamaron para ayudar a contenerle. Cuando llegué, el forcejeo ya había finalizado. El preso estaba inconsciente y sangraba por la nariz». Le indico el lugar donde debe firmar. Reverentemente, coge la pluma que le ofrezco.
—¿Te dijo el oficial lo que tenías que contarme? —le pregunto amablemente.
—Sí, señor —contesta.
—¿Tenía el preso las manos atadas?
—Sí, señor. Quiero decir, no, señor.
Le doy permiso para retirarse y completo la autorización para el entierro.
Pero antes de irme a la cama cojo un farol, atravieso la plaza y, dando un rodeo por las callejuelas, me dirijo al granero. Hay un centinela nuevo en la puerta de la barraca, otro muchacho campesino dormido al calor de una manta. Un grillo deja de cantar cuando me acerco. El ruido del cerrojo no despierta al centinela. Me introduzco en la barraca sosteniendo el farol en alto, violando, me doy cuenta, lo que se ha convertido en tierra santa, o profana, si es que existe alguna diferencia, terreno acotado de los secretos del estado.
El muchacho está echado sobre un camastro de paja en un rincón, vivo, en buen estado. Parece dormir, pero la tensión de su postura le delata. Tiene las manos atadas por delante. En el otro rincón hay un bulto largo y blanco. Despierto al centinela.
—¿Quién te ordenó dejar el cuerpo allí? ¿Quién lo cosió?
Percibe el enfado en mi voz.
—Fue el hombre que vino con su otra excelencia, señor. Estaba aquí cuando entré de servicio. Le oí decirle al muchacho: «Duerme con tu abuelo, dale calor». Hizo como si quisiera meter también al muchacho dentro de la misma mortaja, pero no lo hizo.
Mientras el muchacho todavía yace dormido completamente rígido y con los ojos apretados, sacamos el cadáver. En el patio, mientras el centinela sostiene el farol, localizo el hilo con la punta de mi cuchillo, tiro de él desgarrando la mortaja y dejo al descubierto la cabeza del anciano.
La barba gris está apelmazada por la sangre. Tiene los labios machacados hacia dentro, los dientes rotos. Un ojo está en blanco, el otro es un agujero sanguinolento.
—Ciérralo —le ordeno. El centinela junta la abertura. Se vuelve a abrir—. Dicen que se golpeó la cabeza contra la pared. ¿Qué crees tú? —Me mira con cautela—. Busca un poco de bramante y ciérralo.
Sostengo el farol sobre el muchacho. No se ha movido, pero, cuando me inclino para tocarle la mejilla, retrocede y comienza a temblar con ondulaciones que recorren su cuerpo de arriba abajo.
—Escúchame, muchacho —le digo—, no te voy a hacer daño. —Se echa hacia atrás protegiéndose la cara con las manos atadas. Están hinchadas y amoratadas. Hurgo en las ataduras. Todos mis movimientos relacionados con el muchacho son torpes—. Escucha: tienes que contarle la verdad al oficial. Es todo lo que quiere oír de ti, la verdad. Cuando esté seguro de que dices la verdad, no te hará daño. Pero tienes que decirle todo lo que sepas. Tienes que contestar cada una de sus preguntas con la verdad. Mantén el ánimo incluso si te hacen daño. —Tirando del nudo, por fin consigo aflojar la cuerda—. Frótate las manos hasta que notes correr la sangre.
Froto sus manos con las mías. Dobla los dedos con dolor. No puedo pretender ser de más ayuda que una madre que consuela a su hijo de la cólera paterna. No me olvido de que un investigador puede llevar dos máscaras, puede hablar en dos tonos, uno desabrido y otro seductor.
—¿Ha comido algo esta noche? —pregunto al centinela.
—No lo sé.
—¿Has comido algo? —le pregunto al muchacho. Niega con la cabeza. Siento que se me encoge el corazón. Nunca deseé verme envuelto en esto. Dónde acabará, no lo sé. Me dirijo al centinela.
—Ahora me voy a marchar, pero quiero que hagas tres cosas. Primero, quiero que, cuando las manos del muchacho se restablezcan, las vuelvas a atar, pero no tan fuerte que vuelvan a hincharse. Segundo, quiero que dejes el cuerpo en el patio, donde está. No lo vuelvas a meter aquí. Por la mañana temprano enviaré a los sepultureros a recogerlo y se lo entregarás. Si hacen preguntas, diles que yo di las órdenes. Tercero, quiero que ahora cierres la barraca y vengas conmigo. Te voy a dar algo de la cocina para que se lo traigas sin falta al muchacho y se lo coma. Ven.
No quería verme enredado en esto. Solo soy un magistrado local, un funcionario responsable al servicio del Imperio, que desempeña su cargo en este tranquilo lugar de la frontera y ya solo espera retirarse. Cobro los impuestos, administro las tierras comunales, me encargo de que la guarnición tenga todo lo que necesita, superviso a los oficiales jóvenes, los únicos oficiales que hay aquí, controlo el comercio y presido el tribunal de justicia dos veces por semana. Por lo demás, contemplo los amaneceres y las puestas de sol, como y duermo, y me siento satisfecho. Cuando muera, espero merecer tres líneas en letra pequeña de la gaceta imperial. No he pedido más que una vida tranquila en una época tranquila.
Pero el año pasado comenzaron a llegar de la capital rumores de agitación entre los bárbaros. Habían atacado y saqueado a comerciantes que viajaban por rutas seguras. Aumentó el número y la audacia de los robos de ganado. Encontraron enterrados en zanjas poco profundas a un grupo de funcionarios del censo desaparecidos. Dispararon contra un gobernador provincial en viaje de inspección. Se produjeron escaramuzas con patrullas fronterizas. Se rumoreaba que las tribus bárbaras se estaban armando. El Imperio debía tomar medidas de precaución, ya que con toda seguridad habría guerra.
Yo en particular no percibí nada de toda esta agitación. Personalmente advertía que, sin falta, una vez en cada generación los bárbaros provocaban un episodio de histeria. No existe a lo largo de la frontera mujer que no haya visto en sueños la mano morena de un bárbaro surgiendo bajo su cama para agarrarle el tobillo. Ni tampoco hombre que no se haya atemorizado con visiones de los bárbaros celebrando orgías en su hogar, rompiendo los platos, incendiando las cortinas y violando a sus hijas. Estas imaginaciones son producto de la excesiva tranquilidad. Que me muestren un ejército de bárbaros y entonces lo creeré.
En la capital la preocupación se centraba en la supuesta unión de las tribus bárbaras del norte y del oeste. Enviaron a oficiales del estado mayor en inspecciones fronterizas. Se reforzaron algunas guarniciones. Se otorgó escolta militar a los comerciantes que así lo solicitaron. Por primera vez se vieron oficiales del Tercer Departamento de la Guardia Nacional en la frontera, guardianes del estado, especialistas en los mecanismos más oscuros de la sedición, devotos de la verdad, doctores en el interrogatorio. De manera que ahora parece que mis años cómodos se acaban, años en que podía dormir tranquilo, sabiendo que, sin grandes esfuerzos, el mundo seguiría su inalterable curso. Si tan solo hubiera entregado estos dos absurdos prisioneros al coronel, pienso —«Aquí tiene, coronel, usted es el especialista, vea de qué le pueden servir»—, si me hubiera marchado de caza durante unos días, como debería haber hecho, tal vez una excursión río arriba, y hubiera vuelto, y hubiera estampado mi sello en este informe sin leerlo, o después de haberlo ojeado sin interés, sin preguntarme sobre el verdadero significado de la palabra «investigación», sobre lo que se oculta bajo ella como un espectro amenazador, si hubiera actuado con sensatez, entonces tal vez ahora pudiera volver a la caza y la cetrería, a mi plácida concupiscencia, en espera del cese de las provocaciones y el apaciguamiento de la agitación en la frontera. Pero, ¡ay de mí!, no me marché: durante un rato cerré los oídos al ruido que llegaba de la barraca cercana al granero, donde se guardan las herramientas; después, ya por la noche, cogí un farol y fui a ver por mí mismo.
La nieve cubre la tierra de blanco de un horizonte a otro. Cae de un cielo en el que la fuente de luz es difusa pero está presente en todos lados, como si el sol se hubiera descompuesto en neblina, o convertido en aura. En el sueño atravieso la entrada del cuartel; dejo atrás el asta desnuda de la bandera. La plaza se extiende ante mí, mezclándose en sus extremos con el luminoso cielo. Los muros, los árboles, las casas han menguado, han perdido su solidez, desplazados más allá del confín del mundo.
Al deslizarme por la plaza, oscuras siluetas se destacan entre la blancura, niños que juegan a construir un castillo de nieve sobre el que han colocado una banderita roja. Llevan guantes, botas, bufandas para protegerse del frío. Con un puñado tras otro de nieve fijan los muros del castillo hasta completarlo. Dejan escapar blancas bocanadas de aliento. La muralla del castillo está a medio construir. Aguzo el oído para comprender el curioso e irregular farfulleo de sus voces, pero no lo consigo.
Soy consciente de mi corpulencia, de mi aspecto amenazador, y por lo tanto no me sorprende que los niños desaparezcan por todos lados cuando me acerco. Todos menos una niña. Mayor que los otros, quizá ya ni siquiera una niña, está sentada en la nieve de espaldas a mí, construyendo la puerta del castillo, con las piernas extendidas, cogiendo nieve, apelmazándola, moldeándola. Me paro detrás de ella y la observo. No se vuelve. Intento imaginarme el rostro entre los pétalos de la puntiaguda capucha, pero no puedo.
El muchacho está tendido boca arriba, desnudo, dormido, respirando agitada y superficialmente. Le brilla la piel por el sudor. Por primera vez la venda no le cubre el brazo y veo en carne viva la herida purulenta que escondía. Acerco el farol. Tiene en el vientre y las ingles pequeñas costras, cardenales y arañazos, algunos con rastros de sangre.
—¿Qué le han hecho? —le susurro al centinela, el mismo joven de la noche pasada.
—Un cuchillo —me responde con otro susurro—. Con un cuchillo pequeño, así. —Extiende el pulgar y el índice. Agarrando su pequeño cuchillo de aire, da un golpe seco en el cuerpo del muchacho dormido y lo gira delicadamente, como una llave, primero a la izquierda, después a la derecha. Luego lo suelta, deja caer la mano en el costado, y se queda esperando.
Me arrodillo delante del muchacho acercando la luz a su rostro y le zarandeo. Abre los ojos con languidez y los vuelve a cerrar. Suspira, se le calma la respiración.
—Escucha —le digo—. Has tenido un mal sueño. Tienes que despertarte. —Abre los ojos y me mira a través de la claridad.
El centinela le ofrece un cazo de agua.
—¿Puede sentarse? —le pregunto.
El centinela asiente con la cabeza. Incorpora al muchacho y le ayuda a dar unos sorbos.
—Escucha —le digo—. Me dicen que has confesado. Dicen que has admitido que tú y el anciano y otros hombres de tu tribu habéis robado ovejas y caballos. Has dicho que los hombres de tu tribu se están armando, que en primavera todos vosotros vais a uniros para declarar la guerra al Imperio. ¿Es verdad? ¿Te das cuenta de lo que tu confesión supone? ¿Te das cuenta?
Hago una pausa; observa esta vehemencia con la mirada perdida, como alguien cansado después de haber corrido una larga distancia.
—Esto quiere decir que los soldados atacarán a tu gente. Habrá matanzas. Morirán parientes tuyos, puede que incluso tus padres, tus hermanos y hermanas. ¿De verdad es esto lo que quieres?
No contesta. Le zarandeo, le doy una bofetada. No reacciona; es como abofetear carne muerta.
—Creo que está muy enfermo —susurra el centinela a mi espalda—, tiene muchos dolores y está muy enfermo.
El muchacho cierra los ojos desentendiéndose de la conversación.
Hago venir al único médico que tenemos, un anciano que se gana la vida sacando muelas y preparando afrodisíacos de huesos triturados y sangre de lagartija. Le pone un emplasto de arcilla en la herida y le aplica un ungüento en el centenar de pequeñas costras. Me asegura que en una semana el muchacho podrá caminar. Recomienda alimentos nutritivos y se va corriendo. No pregunta cómo se hizo el muchacho las heridas.
Pero el coronel está impaciente. Tiene el proyecto de realizar un ataque por sorpresa contra los nómadas y hacer más prisioneros. Quiere llevar al muchacho de guía. Me pide que le deje treinta de los cuarenta hombres de la guarnición y les proporcione caballos.
Intento disuadirle.
—Sin querer faltarle al respeto, coronel —le digo—, usted no es un soldado profesional, nunca ha tenido que luchar en estos lugares inhóspitos. No tendrá más guía que un muchacho que le tiene terror, que dirá lo primero que se le ocurra con tal de complacerle, y que además no se encuentra en condiciones de viajar. No puede confiar en la ayuda de los soldados, solo son reclutas campesinos, la mayoría de ellos nunca ha estado a más de ocho kilómetros del pueblo. Los bárbaros que persigue olfatearán su llegada y desaparecerán en el desierto cuando usted todavía se encuentre a un día de marcha de ellos. Han pasado aquí toda su vida, conocen el territorio. Usted y yo somos forasteros, usted incluso más que yo. Sinceramente, le recomiendo que no vaya.
Me escucha hasta el final, incluso (tengo esa sensación) me anima a hacerle saber mi opinión. Estoy convencido de que después anotará esta conversación con el comentario de que soy un «inepto». Cuando ya ha oído lo suficiente acaba con mis objeciones:
—Tengo que cumplir un servicio, magistrado. Solo podré emitir un juicio cuando termine mi trabajo. —Y continúa con los preparativos.
Viaja en un carruaje negro de dos ruedas, con un catre y un escritorio plegable amarrados al techo. Le suministro caballos, carretas, forraje y provisiones para tres semanas. Le acompaña un teniente de la guarnición. Hablo en privado con el teniente:
—No confíe en el guía. Está débil y atemorizado. Tenga en cuenta los cambios climáticos y los puntos de orientación. Su primer deber es traer a nuestro visitante sano y salvo.
Él inclina la cabeza.
Vuelvo a dirigirme a Joll, con el propósito de hacerme una idea aproximada de sus intenciones.
—Sí —dice—. Por supuesto, no quisiera atenerme a un plan prefijado. Pero, a grandes rasgos, localizaremos el campamento de esos nómadas y después actuaremos dependiendo de la situación.
—Únicamente se lo pregunto —continúo yo— porque si se pierden es nuestra obligación encontrarlos y traerlos de vuelta a la civilización. —Hacemos una pausa, saboreando desde nuestras diferentes posiciones la ironía de esta palabra.
—Sí, claro —di