La mujer del canciller

Dora Glottmann

Fragmento

La mujer del canciller

1

A Bárbara le temblaban las manos. Le faltaba aire, aprisionada entre una de las camionetas blindadas que le habían asignado tras el nombramiento de su marido, Andrés Palacios, como canciller. Camino al palacio presidencial, la que se suponía sería una noche en la que celebrarían la llegada de su marido al Gobierno resultó ser también la que cambiaría a Bárbara Medina para siempre.

Atravesaba la ciudad al lado de su esposo y un séquito de escoltas repartidos en varias camionetas y motos. Iban rumbo a Palacio, donde el mandatario y la primera dama ofrecerían una cena privada en honor del recién nombrado ministro de Relaciones Exteriores. Era un evento protocolario que pretendía afianzar los lazos de amistad entre los hombres que liderarían el país por los siguientes años. Bárbara, o Babis, como le decían casi todos, se había maquillado y peinado con una estilista de confianza, y estaba preciosa. La noche prometía ser una de las más importantes en la vida pública de su marido, quien había escalado en la jerarquía de su partido político con pasos firmes. Después de haber sido un popular gobernador del Atlántico, fue durante ocho años senador y se convirtió en un peso pesado del bloque costeño. Ella lo había acompañado en cada una de esas etapas y entendía el valor de la invitación por parte del mandatario. Para Andrés, y para muchos en el mundo político, su reciente promoción lo convertía en una de las mejores opciones para la presidencia en el próximo periodo.

En el vehículo iba contento. Sobreexcitado, pensaba su mujer. Después de treinta y cinco años de matrimonio lo conocía bien. Cuando estaba entusiasmado, hablaba casi gritando y con un marcado acento caribeño. Ignorándola, su esposo seguía contando por teléfono los pormenores de su nombramiento días antes. Esa noche no lo culpaba por querer llamar a sus amigos de toda la vida para compartirles con orgullo que brindaría con el presidente el haber llegado al cargo de ministro.

Aunque ensimismada, Bárbara lo oía transmitir las felicitaciones que le enviaban sus amigos y sus señoras, pero no se sentía partícipe de su éxito, mucho menos esa noche. Solo recordaba sus denigrantes palabras mientras la ayudaba a vestirse antes de dejar la casa. Reflexionaba sobre cómo el vestido que llevaba puesto había dejado de ser un símbolo de unión entre ella y su pareja para convertirse en el recuerdo de una humillación. “Un grotesco contraste”, pensó, “no podía haber sido menos diplomático el recién nombrado máximo representante de la diplomacia colombiana”. Con esos momentos aún presentes en su mente, Bárbara revisó por última vez su cara en el espejo que cargaba en la cartera y notó la tristeza que escondían sus ojos verdes delicadamente maquillados.

Seis años antes, en Nueva York, cuando se comprometió Andrés, su hijo mayor, al que llamaban Júnior, su esposo la vistió con el traje que le había regalado para la ocasión. Era un elegante vestido en seda negra, que portaba ceñido al cuerpo, de cuello alto, mangas largas en una seda transparente y adornado con una gardenia blanca sobre el corazón. Requería de ayuda para abrochar cada uno de los veinticinco botones negros que cubrían su espalda, desde el coxis hasta la nuca. Mientras en la camioneta de Cancillería Andrés se daba un banquete de halagos y adulación, Bárbara recordaba con cierta nostalgia la conversación con su marido años antes, en Manhattan: “Este primer botón, el que por poco me obliga a besarte el trasero, me recuerda el nacimiento de los niños. En esos días te quise más que nunca”, dijo en esa ceremonia de vestirla que parecía más un ritual que un preparativo para una cena con sus futuros consuegros.

Con cada botón repasó momentos memorables. Como el día que le propuso casarse con él. Su esposa recordó cómo le pidió también que renunciara a la universidad y a su sueño de ser diseñadora de interiores. El político quería tener familia cuanto antes, favorecía su imagen. Asegurando los otros botones, Andrés recordó las Navidades juntos, los cumpleaños de los niños, y reconoció el esfuerzo de su mujer cuando la familia entera lo acompañaba en sus campañas políticas. En la camioneta blindada, mientras miraba por la ventanilla oscura, pensaba que en Nueva York su esposo había cumplido con vestirla como le gustaba y con hacer de su vida, de sus alegrías y frustraciones un inventario. El improvisado ritual que repasó en la mente le sirvió para darse cuenta de cuánto había sacrificado por la ambición política de su marido.

Esa noche, en Bogotá, la historia del vestido cambió. Con cada botón que le abrochó antes de la cena, Andrés le hizo una cruel advertencia:

—No le hables al presidente a menos que él te hable primero —le dijo, mientras cerraba el botón más cercano a la ranura de su trasero—. Tampoco des opiniones políticas o de economía, haces el ridículo —le advirtió y la abotonó en la columna baja—. No trates de hacerte amiga de la primera dama, eso es ser arribista —agregó cuando iba por la mitad de la espalda. Y en tanto abotonaba en su nuca el último botón, le dio la estocada final—: Y no hables de ti.

El convoy se detuvo frente a la entrada del palacio presidencial y, antes de que Bárbara pudiera desearle a Andrés buena suerte, poniendo a un lado su resentimiento, dos edecanes abrieron al tiempo las puertas traseras y él se bajó sin voltearse a mirarla. Ella tomó la mano enfundada en el guante blanco del edecán que la ayudaría a bajarse del vehículo, y olvidó su malestar al poner los dos pies sobre el pavimento y sentirse emocionada por estar frente al majestuoso edificio que era el centro del poder en el país, donde no descartaba vivir algún día. Andrés, acompañado por otro edecán, la esperaba unos pasos más adelante y juntos caminaron hasta la entrada.

El corazón de Bárbara latió con más intensidad al atravesar la puerta de Palacio y a medida que sus acompañantes los guiaban hacia la imponente escalera con tapete rojo. Los llevarían al segundo piso y más adelante al tercero, donde está la residencia privada de la primera familia de la nación. La mujer del canciller no lograba contener los nervios que fácilmente habría podido calmar su marido con una palabra amable, pero desde que entraron, él no la volvió a mirar. Para ella no era inusual estar rodeada por personas influyentes, pero esa noche era diferente: haría parte de una mesa en la que estarían los hombres más poderosos del país y donde se esperaba de ella un comportamiento que hiciera lucir al nuevo canciller.

Bárbara era una mujer alta y delgada que jamás se preocupó por su peso. Pertenecía a la familia Medina, caracterizada por sus figuras esbeltas y por ser de un gusto tan refinado que eran un referente de distinción en la alta sociedad desde la era de la Colonia. De sus antepasados españoles había heredado un tono de piel blanca como la porcelana, y la intensidad de sus ojos verdes la convertía en una mujer hermosa en cualquier lugar del mundo. A sus cincuenta y tres años, Bárbara era impactante. Caminó erguida frente a los retratos deslumbrantes de presidentes anteriores. Se detuvo y sonrió al encontrarse ante el enorme cuadro “La Monja”, del maestro Fernando Botero, y al recordar cómo su mejor amiga, que se llamaba Raquel, se burlaba de ella, llamándola “la monjita”.

El edecán la guio hasta el Salón Amarillo, donde la esperaba su esposo, quien había subido con más agilidad la escalera que su mujer, limitada por sus altos tacones. Andrés se había quitado el anillo y jugaba con él entre sus dedos, un gesto que revelaba lo nervioso que estaba. “Tu papá estaría orgulloso de ti”, le dijo Bárbara, pretendiendo ser dulce, aunque sabía que su comentario le dolería. Después de la denigrante escena con el vestido antes de salir para la cena, herir a su marido era casi satisfactorio. Sabía que el canciller detestaba a su padre y que, secretamente, su afán de éxito había nacido de la obsesión de no ser como él. Él mismo se lo había dicho a Bárbara en una de las pocas noches de novios en que, entre copas, le abrió su corazón y le confesó la herida profunda que había dejado en él su papá el día que cumplió quince años. Andrés ignoró el comentario, se apresuró a ponerse la argolla y a levantarse para saludar a las dos parejas que acababan de entrar.

Se trataba del ministro de Hacienda, Juan R. Vargas, un hombre muy mayor, con cara de cansado y olor a rancio, y su esposa, Mireya, una señora pasada de kilos y de quejas que entró excusando su mal humor. Su esposo la había hecho caminar desde su despacho hasta ahí y le dolían las rodillas y los pies. Junto con ellos estaban el ministro de Defensa, Julio Otero, un hombre reconocido como un respetado historiador. A su lado estaba Elena Vélez, una escritora famosa que en su juventud había sido considerada una leyenda sexual. Después de enviudar de su último marido, tenía una nueva vida como gran intelectual y admirada anfitriona. Esa condición la había convertido en una figura muy cotizada, no solo en el mundo social, sino también en el del poder. No era particularmente alta y, aunque su cuerpo había dejado de ser lo que fue en sus días de gloria, se conservaba atractiva y carismática. Su rostro reflejaba el paso de los años, pero su mirada inteligente, el tono seguro de su voz y su sentido del humor hacían de ella un personaje fascinante.

Una vez terminadas las respectivas presentaciones, las felicitaciones para el nuevo canciller y los comentarios de solidaridad con la señora Vargas por sus pies adoloridos, uno de los edecanes invitó a las parejas al salón donde los esperaba el matrimonio presidencial. Los nervios de Bárbara no cedían.

La incomodidad de su vestido de alta costura cada vez que se movía era un opresivo recordatorio de las palabras de Andrés mientras la vestía. Sentía que esa noche debía combatir internamente sus inseguridades y, sobre todo, evitar que alguien se diera cuenta de que su matrimonio era una farsa.

De no ser por la gardenia blanca que adornaba su vestido y cubría su corazón, todos habrían notado la intensidad con que latía.

2

“¡Canciller, hombre, felicitaciones!”, con un tono alegre, recibió el mandatario a su nuevo ministro de Relaciones Exteriores, mientras le daba un golpe suave en la espalda.

El presidente daba la sensación de ser un hombre cálido y confiable, pero era sabido que, en realidad, era un político frío y calculador. Llevaba tantos años entre los laberintos del poder del país que su manera de ser era la de la clase política a la que pertenecía. Sus opositores ponían en duda que mantuviera la ética con la que había sido criado por su prestante familia oriunda de Caldas.

Su esposa era de pocas palabras. Siempre bajo la sombra de su marido. Esa noche vestía un anticuado traje azul oscuro, una cadena de la que colgaba una cruz, y cumplía, con una sonrisa congelada en el rostro y al pie de la letra, las funciones de su nuevo rol. A Bárbara le pareció impenetrable y fría y pensó que si ella algún día ocupaba esa posición, lo haría con mucho más encanto y trataría de imponer un estilo más moderno en el palacio presidencial. Como se sentía una decoradora frustrada, poder renovarlo a su gusto era uno de los principales atractivos que tenía para ella la posibilidad de ser primera dama. Y aunque no se lo reconocería a nadie, también fantaseaba con la reacción de sus amigas, que siempre la habían considerado la menos interesante del grupo, al verla convertida en la esposa del presidente de la República. En esa posición, viajaría por todo el mundo, conocería gente importante, incluyendo al papa, y tendría a su alcance a toda clase de colaboradores, diseñadores y estilistas, que compensarían la mediocridad conyugal a la que había llegado su vida.

Tras unas palabras impersonales, la primera dama encontró como excusa mostrarles a las señoras las cortinas por las que es famoso el salón en el que estaban, y así las alejó de los señores, que comentaban los titulares del noticiero de esa noche. Mientras las mujeres intercambiaban ridículos comentarios sobre los finos hilos con que fueron confeccionadas las cortinas, Bárbara pudo observar a Elena Vélez más de cerca. A sus sesenta años se había convertido en un mito. Su vida privada y su vida profesional eran igual de apasionantes. Antes de enviudar tuvo tres maridos y múltiples amantes, que siempre fueron la comidilla del momento. Como escritora, sus seis novelas habían sido grandes éxitos editoriales, traducidas a varios idiomas. Se le consideraba una triunfadora tanto en el campo del amor como en el de la cultura. Era inteligente y cultivada, pero también irreverente y pícara. Personificaba, de cierta forma, a la mujer que todas las mujeres querían ser, y a la que todos los hombres querían tener. Ya en su madurez actuaba como decana de la sociedad y las invitaciones a sus comidas eran las más cotizadas de la ciudad. En sus elegantes salones lograba reunir a pesos pesados del mundo de la política, la intelectualidad, los negocios y la farándula. Nadie fuera de Elena Vélez lograba congregar tanto poder bajo un solo techo.

Según los rumores, una de sus más atrevidas aventuras tuvo como escenario, justamente, el palacio donde se encontraban. Contaban en almuerzos, fiestas y cocteles que, previo a su último matrimonio, Elena había sido amante del presidente de turno, en teoría con la complicidad del jefe de escolta del mandatario y su edecán. Sus noches de pasión se daban en una habitación en los cuarteles de los oficiales, que había sido adecuada y reservada para el presidente. Sus secuaces juraban discreción y montaban guardia para que no fuera interrumpido su placer.

Durante un almuerzo unas semanas antes, alguien contó frente a Bárbara los pormenores de las aventuras de Elena. Dijo que el mandatario era tan descarado que la mandaba a recoger en un carro oficial a altas horas de la noche y ella llegaba cubriendo su fabuloso cuerpo solo con un abrigo de piel, bajo el cual lo único que llevaba puesto era su sensual ropa interior, adornada en los muslos por ligueros, y altísimos tacones. Pasaban horas juntos, mientras la primera dama dormía en la casa residencial unos pisos más arriba. También se rumoraba que el presidente se las arreglaba para que Elena se encontrara con él en sus viajes a las principales capitales del mundo, donde sus noches pecaminosas podían durar hasta la madrugada. A Bárbara le dio la sensación de estar frente a una mujer que se comportaba como una gran señora, aunque su pasado indicara lo contrario. O se era una mujer decente o se era una mujer sexual; no se podía ser ambas, eso era lo que le habían inculcado a Bárbara siempre. Pero Elena parecía haberlo logrado con gracia y aceptación.

Mientras las mujeres conversaban, Bárbara solo tenía ojos para Elena; concluyó que conservaba el atractivo que no pierden nunca las mujeres seguras de sí mismas. Esa noche vestía una larga falda negra y una camisa morada con los primeros botones desabrochados, lo que le permitía lucir un espectacular collar de diamantes.

Cuando los grupos se unieron, bebieron un whisky en el frío y amplio salón y se pusieron de pie cuando uno de los edecanes sugirió subir al ascensor que los llevaría a la residencia privada. La primera dama guio a sus invitados hacia la derecha en dirección al comedor privado y, al pasar frente a un piano de cola, Elena acarició con sensualidad el instrumento y comentó que la música era una de sus pasiones y que le gustaría tocar más adelante una pieza, si el presidente se lo permitía.

Una vez en el comedor, el mandatario, quien ocuparía la cabecera de la mesa, honró a Bárbara, por ser la esposa del nuevo ministro, al sentarla a su derecha, mientras que Andrés fue ubicado a la derecha de la primera dama. El efecto del whisky había logrado calmar un poco los nervios de Bárbara, y se permitió una leve sonrisa al notar la belleza del florero en el centro de la mesa y recordar el comentario burlón de su amiga Raquel horas antes: “Tú encárgate de estar bonita, que tu función en la mesa es ser el florero”. Aunque era un chiste cruel, la hizo reír, pues algo tenía de cierto.

Siguiendo las instrucciones de su marido antes de salir de la casa, Bárbara solo le habló al presidente cuando él le preguntó por sus hijos y otras amabilidades. El resto de la cena estuvo en silencio. Los hombres y Elena comentaron con seriedad las novedades políticas del momento, haciendo caso omiso de las primeras críticas que ya los medios registraban sobre el Gobierno. Dos meseros uniformados sirvieron en bandejas de plata delicadas porciones de lomo en salsa de pimienta, papa gratinada a la perfección y espárragos a la plancha. Ante el delicioso aroma de la comida, la realidad del resto del país quedó en un segundo plano.

Pero la actualidad no fue el único tema. Conversaron también sobre los chismes sociales y otras frivolidades. Elena opinaba con la misma seguridad que los hombres sobre política, la película del momento y los affaires de la alta sociedad. A Bárbara, escuchar hablar abierta y desfachatadamente sobre infidelidades en la mesa del presidente la sorprendió y ofendió, pero pronto se dio cuenta de que a Elena todo se le permitía y que su irreverencia les fascinaba a los señores. Mireya, la esposa del ministro Vargas, una extranjera que no hacía parte de la alta sociedad bogotana, preguntó con inocencia:

—¿Cuántos maridos has tenido, Elena?

—¿Propios o ajenos? —contestó, y con ese apunte todos soltaron una carcajada. Menos Bárbara.

La indignó como pocas veces en su vida la manera en que Andrés miraba a Elena. El canciller no podía desprenderse del imán que era la legendaria seductora. Bárbara no sintió celos; ese sentimiento ya no existía en ella. Pero se sintió humillada porque notó en su esposo algo que jamás había visto en él cuando se dirigía a una mujer: admiración.

Sintió vergüenza con las otras mujeres de la mesa. Al lado de la carismática Elena, ella no era más que una niña de colegio católico, y no se le había ocurrido nunca tener maridos ajenos. Se había casado a los diecinueve años y había sido incondicional a su esposo, a pesar de que él siempre le había sido infiel. También se había acostumbrado a que Andrés no se tomara en serio las opiniones de las mujeres y a que su admiración estuviese reservada exclusivamente para hombres blancos, heterosexuales y de su clase social.

Al terminar la cena y pasar a la sala, Elena le dijo al presidente que le gustaría tocar un vals en el piano mientras los meseros repartían aromática y café. Bárbara no fue capaz de mirar a Andrés a los ojos para que no advirtiera el resentimiento que se instaló en ella. Se acercó al piano como una excusa para observar aún más de cerca a esa mujer, que a ratos le parecía una sacerdotisa del amor y, en otros momentos, el demonio mismo que vino para recordarle lo pequeña que era.

Terminado el breve performance musical, todos aplaudieron y los hombres y las mujeres se dividieron en ambientes distintos. Elena se sentó junto a Bárbara y la sorprendió al invitarla a almorzar con ella esa semana. Bárbara no podía creerlo; se limitó a sonreír con timidez, lo cual la escritora interpretó como un “sí”, y dijo con entusiasmo, “¡delicioso! Mi asistente tiene tu teléfono. Te escribo por WhatsApp en la mañana”. Bárbara no entendía qué interés podía tener en conocerla mejor, en especial después de una noche en la que nunca se escuchó su voz. En todo caso, se sentía muy halagada por que una persona tan fascinante y popular quisiera pasar tiempo con ella. Minutos después se unieron a las señoras los tres ministros y el presidente. Con palabras amables, deseándole éxito a Andrés en su nuevo cargo, el mandatario dio por terminada la velada. La pareja presidencial los despidió en el ascensor que los llevaría al segundo piso del palacio, desde donde serían acompañados hasta sus carros.

Andrés y Bárbara emprendieron su regreso a casa sin intercambiar ni una sola palabra. Bárbara solo podía pensar en la mirada de su esposo a Elena. Vio en sus ojos excitados una admiración que ella asumió como una ofensa. Su malestar solo empeoraba cuando recordaba cómo, horas antes, cuando la ayudaba a vestirse, le insistía en que no se escuchara su voz, y mucho menos sus opiniones; reglas sociales que evidentemente no aplicaban de la misma manera a todas las mujeres. Lo que le aterraba era que, en la mirada de Andrés, descubrió una verdad sobre sí misma que no le gustó: a Elena la consideraba un adulto inteligente e interesante, y a ella, una niña, una ignorante. Una mujer que solo servía para parir hijos.

Al llegar a la casa y a su habitación, Andrés se dirigió a ella por primera vez en horas. Sin mostrarse de verdad interesado, y más como una amabilidad, le preguntó:

—¿Te ayudo a desabotonar el vestido?

—No —contestó Bárbara. Alzó sus brazos a la altura de la nuca, como quien se quita una camisa de fuerza, y rasgó el vestido, haciendo volar los botones, que cayeron al piso.

—¿¡Estás loca?! —le gritó el canciller—. Ese vestido me costó una fortuna.

—No me importa —respondió mientras buscaba bajo la almohada su pijama—, no me lo quiero volver a poner nunca.

Él recogió en silencio algunos de los botones, ignorando una escena que vaticinaba una crisis matrimonial para la cual no tenía interés ni tiempo.

—Buenas noches, mañana tengo un día pesado —dijo, bostezando, y se metió en la cama. Ella no le contestó y entró al baño.

Antes de acostarse, Bárbara se sentó sobre la cama a mirar a su esposo dormir. Había derramado por él muchas más lágrimas de las que merecía. Su premio de consolación era vivir como una princesa en una burbuja y alejada de la cruel realidad que enfrentaba el resto del país. “¿Tal vez soy yo la patética?”, se preguntó.

La torturó por años imaginar a las amantes de su marido y lo que hacía con ellas. Pero esa noche, ya sin dolor, sintió curiosidad por su doble vida, la que ella misma le había acolitado siempre con su silencio. El pacto no verbal al que habían llegado consistía en que las amantes de Andrés serían mujeres de otra clase social con las que Bárbara nunca se encontraría. Esas eran las reglas del juego bajo las cuales ambos habían sido criados. Cuando Andrés se encariñaba o encoñaba con alguna mujer, se ausentaba más seguido. S

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