Orientalismo

Edward W. Said

Fragmento

Prólogo a la nueva edición española

Prólogo a la nueva edición española

Mi libro se publicó originalmente en Estados Unidos y poco después fue traducido a numerosas lenguas en todo el mundo, incluido el español, pero como era de esperar, en cada país se leyó de manera diferente. Aunque creí haber dejado claro que mi propósito no era examinar la historia de los «estudios orientales» en todo el mundo, sino solo en los casos especiales de Gran Bretaña y Francia, y posteriormente en Estados Unidos, ello no impidió que algunos críticos resaltaran el hecho irrelevante de que yo había desatendido el orientalismo alemán, holandés o italiano. En posteriores respuestas a mis críticos reiteré, aunque creo que sin demasiado éxito, lo que no necesitaba repetir: que mi interés se centraba en la conexión entre imperio y orientalismo, es decir, en un tipo especial de conocimiento y de poder imperial. Alguna gente estaba empeñada simplemente en resaltar mi olvido de Alemania y Holanda, por ejemplo, sin considerar en primer lugar si tal crítica era relevante o si tenía algún interés.

Había otra crítica que sí tenía más fundamento: yo había dicho muy poco sobre la extremadamente compleja y densa relación entre España y el islam, que ciertamente no se podía caracterizar simplemente como una relación imperial. Desde 1978, y debido en gran parte a mi creciente familiaridad con la obra de Américo Castro y de Juan Goytisolo, he llegado a darme cuenta no solo de cuánto hubiera deseado saber más acerca del orientalismo español mientras escribía mi libro durante los años setenta, sino de hasta qué punto España es una notable excepción en el contexto del modelo general europeo cuyas líneas generales se describen en Orientalismo.

Más que en cualquier otra parte de Europa, el islam formó parte de la cultura española durante varios siglos, y los ecos y pautas que perduran de tal relación siguen nutriendo la cultura española hasta nuestros días. Esto es algo que he aprendido gracias a la obra y la amistad de Juan Goytisolo, uno de los grandes pioneros en abordar esta cuestión, y por lo que le estaré eternamente agradecido. Sin embargo es crucial insistir en que lo que otorga su riqueza y complejidad a la imagen del islam en España es el hecho de ser parte sustancial de la cultura española y no una fuerza exterior y distante de la que hay que defenderse como si fuera un ejército invasor. El Oriente que describo en mi libro como creado en cierto modo por los conquistadores, administradores, académicos, viajeros, artistas, novelistas y poetas británicos y franceses es siempre algo que está «afuera», algo (como decía Schlegel a principios del siglo XIX) que representaba la forma más elevada, y en cierto modo, más inaccesible de ese romanticismo que los europeos buscan sin descanso.

En este sentido el contraste con España no podía ser mayor, puesto que el islam y la cultura española se habitan mutuamente en lugar de confrontarse con beligerancia. Ciertamente no se puede pasar por alto ni minimizar la larga y a menudo complicada relación entre la ideología de la España católica y el pasado judeomusulmán tanto tiempo suprimido, aunque me atrevería a decir que hasta en tales polémicas existe una relación de complementariedad e incluso de intimidad que raramente se ha repetido fuera de la península Ibérica.

Aunque lo que estoy señalando aquí condena en cierto modo a mi libro por ignorar un episodio verdaderamente significativo en la poco edificante historia de las relaciones entre Oriente y Occidente, me gustaría sin embargo apuntar que, de cualquier modo, el lector español encontrará en estas páginas un contraste implícito entre lo que pasé tanto tiempo investigando, por un lado, y la tan diferente experiencia española, por otro. Por encima de todo me parece que la simbiosis entre España y el islam nos proporciona un maravilloso modelo alternativo al crudo reduccionismo de lo que se ha dado en llamar «el choque de civilizaciones», una simplificación de la realidad originada en el mundo universitario norteamericano que sirve a los propósitos de dominación de Estados Unidos como superpotencia tras el 11 de septiembre, pero que no transmite la verdad de cómo las civilizaciones y culturas se solapan, confluyen y se nutren unas a otras. Es en ese modelo, en el que las culturas «comparten», en el que deberíamos concentrarnos, y es por ello por lo que, tanto para musulmanes como para españoles, Andalucía es un gran símbolo.

EDWARD W. SAID

Nueva York, 3 de abril de 2002

Presentación

Presentación

Un intelectual libre

En 1978, la publicación de Orientalismo, del palestino Edward Said, profesor de literatura inglesa y comparada en la Universidad de Columbia, en Nueva York —conocido hasta entonces por sus excelentes estudios de crítica literaria—, produjo el efecto de un cataclismo en el ámbito selecto, un tanto cerrado y autosuficiente, de los orientalistas anglosajones y franceses. Su examen de las relaciones Occidente-Oriente, la minuciosa exposición de la empresa de conocimiento, apropiación y definición —siempre reductiva— de lo «oriental» en todas sus formas sociales, culturales, religiosas, literarias y artísticas por parte de aquellos en provecho exclusivo, no de los pueblos estudiados, sino de los que, gracias a su superioridad técnica, económica y militar, se apercibían para su conquista y explotación, ponían no solo en tela de juicio el rigor de sus análisis, sino en bastantes casos la probidad y honradez de sus propósitos eruditos. Salvo raras excepciones, nos dice Said, el orientalismo no ha contribuido al entendimiento y progreso de los pueblos árabes, islámicos, hindúes, etcétera, objeto de su observación: los ha clasificado en unas categorías intelectuales y «esencias» inmutables destinadas a facilitar su sujeción al «civilizador» europeo. Fundándose en premisas vagas e inciertas, forjó una avasalladora masa de documentos que, copiándose unos a otros, apoyándose unos en otros, adquirieron con el tiempo un indiscutido —pero discutible— valor científico. Una cáfila de clisés etnocentristas, acumulados durante los siglos de lucha de la cristiandad contra el islam, orientaron así la labor escrita de viajeros, letrados, comerciantes y diplomáticos: su visión subjetiva, embebida de prejuicios, teñía sus observaciones de tal modo que, enfrentados a una realidad compleja e indomesticable, preferían soslayarla a favor de la «verdad» abrumadora del «testimonio» ya escrito.

Con un rigor implacable, Said exponía los mecanismos de la fabricación del Otro que, desde la Edad Media, articulan el proyecto orientalista. La dureza del ataque, como señaló en su día Maxime Rodinson, convirtió a Orientalismo en el centro de una agria polémica cuyos ecos no se han desvanecido aún. Las críticas y defensas apasionadas del libro mostraban en cualquier caso que el autor había dado en el blanco: nadie puede permanecer indiferente a él. Pero mi iniciativa no dio resultado. El tema de la obra resultaba aún exótico en aquellos años y me resigné a acoger Orientalismo en una discreta colección que entonces dirigía y cuya difusión era escasa, por no decir nula. Por fortuna, las cosas han cambiado.

Como sus lectores españoles bien saben, la obra de Edward Said abarca un área muy vasta de conocimientos, algo bastante insólito, como veremos, en el universo arabomusulmán, tradicionalmente endogámico, replegado sobre sí mismo y con escasa curiosidad por el mundo exterior (compárese, por ejemplo, el número de libros escritos en Occidente sobre esta civilización tan cercana, pero inasimilable a la nuestra —sin duda, varios millares de títulos— con la cincuentena escasa de obras que los viajeros y ensayistas del Oriente Próximo y el Magreb escribieron sobre Europa antes de la Primera Guerra Mundial, y mediremos el abismo que separa el Occidente avanzado de esa nebulosa de culturas, creencias religiosas y lenguas capsuladas en el término «oriental» forjado por nosotros. Quiero precisar aquí que España es un caso aparte: nuestra anorexia cognitiva y asimiladora tocante a otras culturas nos distancia también irremediablemente de Europa).

El lector de Edward Said puede escoger, según sus preferencias, entre las diferentes facetas de su obra: el excelente analista de la ficción autobiográfica de Joseph Conrad; el crítico literario de Intención y método y El mundo, el texto y la crítica; el musicólogo, cuyas inolvidables conferencias en el Collège de France tuve el privilegio de escuchar; el narrador del bellísimo viaje a la tierra nativa que, al serle arrebatada en su niñez, lo convirtió para siempre en un palestino errante; el analista político, implacable observador del mal llamado proceso de paz, consecuencia de los Acuerdos de Oslo…

Pero quiero subrayar ahora un punto que me parece esencial para la comprensión de una labor tan rica y aguijadora. Como otros exiliados a lo largo de la historia, Said ha sabido sacar fuerza de la desdicha propia y la de su pueblo con miras a convertirla en la baza de un reto: el de transformar, conforme a la célebre frase de André Malraux, «el destino en conciencia» y el de servirse de esta para componer una obra cuya exigencia íntima y móvil desinteresado la sitúen por encima de los azares y circunstancias de todo compromiso político concreto. Said nunca ha sacrificado el juicio individual al prejuicio colectivo, y este rasgo de carácter, infrecuente en todas las sociedades, hace de él una rara avis dentro del palomar donde zurean las palomas amaestradas al servicio del poder de turno, ya sea político, empresarial o mediático.

Su condición de exiliado, primero en Egipto y luego en Estados Unidos, le ha concedido, como compensación personal, la fructuosa marginalidad de quien, en razón de las circunstancias, acampa en una zona fronteriza, en la periferia de Occidente y del Oriente Próximo, desde la que contempla su cultura a la luz de otras culturas, y su lengua, a la luz de otras lenguas. Conocedor profundo de la literatura e historiografía anglosajonas y francesas y de las claves de la dominación imperialista de Occidente sobre el mundo arabomusulmán, ha podido examinar a este a la vez con intimidad y a distancia, con amor, pero sin indulgencia.

Ensayo tras ensayo, libro tras libro, Edward Said ha denunciado la perniciosa ausencia de autocrítica en los medios intelectuales árabes: el ensimismamiento de su cultura, su refugio suicida en el pasado, la negación y el no reconocimiento de las realidades que aborrecen y temen, el complejo de amor/odio respecto a Occidente, la falta de democracia real y la instrumentalización de las elites por los gobernantes. Un conjunto de males que le conduce a preguntarse en Palestina. Paz sin territorios: «¿Estamos condenados para siempre al subdesarrollo, la dependencia y la mediocridad?… ¿Estamos escogiendo ser una reproducción del África del siglo XIX a finales del siglo XX?».

Una crítica lúcida como la de Said, dirigida a la vez a los mecanismos de dominación de Occidente y a las raíces del subdesarrollo cultural, democrático y social de los países árabes, resulta más necesaria que nunca. Todos nos hallamos hoy enfrentados al horror sin paliativos de un terrorismo fanático y ciego, y a otros horrores, como los que son el pan diario de los palestinos, interesadamente encubiertos por la hipocresía de muchos gobiernos.

JUAN GOYTISOLO

Para Janet e Ibrahim

No pueden representarse a sí mismos, deben ser representados.

KARL MARX,

El dieciocho brumario de Luis Bonaparte

Oriente es una carrera.

BENJAMIN DISRAELI, Tancred

Introducción

Introducción

I

En una visita que hizo a Beirut durante la terrible guerra civil de 1975-1976, un periodista francés, profundamente entristecido, escribió refiriéndose al devastado centro de la ciudad: «Hubo una época en la que parecía formar parte […] del Oriente descrito por Chateaubriand y Nerval».1 Sin duda, tenía mucha razón en lo que respecta al lugar, especialmente desde el punto de vista de un europeo. Oriente era casi una invención europea y, desde la antigüedad, había sido escenario de romances, seres exóticos, recuerdos y paisajes inolvidables y experiencias extraordinarias. Ahora estaba desapareciendo, en cierto sentido había existido, pero su momento ya había pasado. Parecía irrelevante, tal vez, el hecho de que los propios orientales se estuvieran jugando algo en el proceso, de que incluso en los tiempos de Chateaubriand y Nerval hubieran vivido allí y de que en esos momentos fueran ellos los que sufrían; lo principal para el visitante europeo era la representación que Europa tenía de Oriente y de su destino inmediato, factores ambos que tenían una trascendencia particular y nacional, para el periodista y para sus lectores franceses.

Los estadounidenses no sienten exactamente lo mismo acerca de Oriente, al que tienden a asociar, más bien, con el Extremo Oriente (China y Japón, sobre todo). Al contrario que estos, los franceses y británicos —y en menor medida los alemanes, rusos, españoles, portugueses, italianos y suizos— han tenido una larga tradición en lo que llamaré orientalismo, que es un modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que este ocupa en la experiencia de Europa occidental. Oriente no es solo el vecino inmediato de Europa, es también la región en la que Europa ha creado sus colonias más grandes, ricas y antiguas, es la fuente de sus civilizaciones y sus lenguas, su contrincante cultural y una de sus imágenes más profundas y repetidas de lo Otro. Además, Oriente ha servido para que Europa (u Occidente) se defina en contraposición a su imagen, su idea, su personalidad y su experiencia. Sin embargo, Oriente no es puramente imaginario. Oriente es una parte integrante de la civilización y de la cultura material europea. El orientalismo expresa y representa, desde un punto de vista cultural e incluso ideológico, esa parte como un modo de discurso que se apoya en unas instituciones, un vocabulario, unas enseñanzas, unas imágenes, unas doctrinas e incluso unas burocracias y estilos coloniales. En contraposición, el conocimiento que Estados Unidos tiene de Oriente parece considerablemente menos denso; sin embargo, las aventuras japonesa, coreana e indochina probablemente estén creando ahora una conciencia de lo «oriental» más seria y realista. Por otra parte, la creciente expansión política y económica de Estados Unidos en Oriente Próximo ha influido decisivamente en nuestro conocimiento de esta región.

Es evidente (y a lo largo de las páginas siguientes lo será aún más) que cuando hablo de orientalismo me refiero a bastantes cosas, todas ellas, en mi opinión, dependientes entre sí. En general, la acepción de orientalismo más admitida es la académica, y esta etiqueta sirve para designar un gran número de instituciones de este tipo. Alguien que enseñe, escriba o investigue sobre Oriente —y esto es válido para un antropólogo, un sociólogo, un historiador o un filólogo— tanto en sus aspectos específicos como generales, es un orientalista, y lo que él o ella hace es orientalismo. Si lo comparamos con los términos «estudios orientales» o «estudios de áreas culturales» (area studies), el de «orientalismo» es el que actualmente menos prefieren los especialistas, porque resulta demasiado vago y recuerda la actitud autoritaria y despótica del colonialismo del siglo XIX y principios del XX. Sin embargo, se han escrito muchos libros y se han celebrado muchos congresos con «Oriente» como tema central y con el orientalismo, con su nueva o vieja apariencia, como principal autoridad. La realidad es que, aunque ya no sea lo que en otro tiempo fue, el orientalismo sigue presente en el mundo académico a través de sus doctrinas y tesis sobre Oriente y lo oriental.

En cuanto a esta tradición académica, cuyos destinos, transmigraciones, especializaciones y transmisiones son, en parte, el objeto de este estudio, existe un significado más general del término orientalismo. Es un estilo de pensamiento que se basa en la distinción ontológica y epistemológica que se establece entre Oriente y —la mayor parte de las veces— Occidente. Así pues, una gran cantidad de escritores —entre ellos, poetas, novelistas, filósofos, políticos, economistas y administradores del Imperio— han aceptado esta diferencia básica entre Oriente y Occidente como punto de partida para elaborar teorías, epopeyas, novelas, descripciones sociales e informes políticos relacionados con Oriente, sus gentes, sus costumbres, su «mentalidad», su destino, etc. Este tipo de orientalismo se puede encontrar en Esquilo, Victor Hugo, Dante y Karl Marx. Más adelante, en esta introducción, trataré de los problemas metodológicos que se plantean al estudiar un tema tan vasto como éste.

Siempre se ha producido un intercambio entre el aspecto académico y el más o menos imaginativo del orientalismo, pero desde los últimos años del siglo XVIII la comunicación entre ambos ha sido considerable y bastante sistemática, quizá incluso regulada. Con esto, llego al tercer significado de orientalismo, que se define de una manera más histórica y material que los otros dos. Si tomamos como punto de partida aproximado el final del siglo XVIII, el orientalismo se puede describir y analizar como una institución colectiva que se relaciona con Oriente, relación que consiste en hacer declaraciones sobre él, adoptar posturas con respecto a él, describirlo, enseñarlo, colonizarlo y decidir sobre él; en resumen, el orientalismo es un estilo occidental que pretende dominar, reestructurar y tener autoridad sobre Oriente. Para definir el orientalismo me parece útil emplear la noción de discurso que Michel Foucault describe en L’Archéologie du savoir y en Surveiller et punir*. Creo que si no se examina el orientalismo como un discurso, posiblemente no se comprenda esta disciplina tan sistemática a través de la cual la cultura europea ha sido capaz de manipular e incluso dirigir Oriente desde un punto de vista político, sociológico, militar, ideológico, científico e imaginario a partir del período posterior a la Ilustración. Por otro lado, el orientalismo mantiene una posición de autoridad tal que no creo que nadie que escriba, piense o haga algo relacionado con Oriente sea capaz de hacerlo sin darse cuenta de las limitaciones de pensamiento y acción que el orientalismo impone. En pocas palabras, por el orientalismo, Oriente no fue (y no es) un tema sobre el que se tenga libertad de pensamiento o acción. Esto no significa que tenga que determinar unilateralmente lo que se puede decir sobre Oriente, pero sí que constituye una completa red de intereses que inevitablemente se aplica (y, por tanto, siempre está implicada) siempre que aparece esa particular entidad que es Oriente. ¿Cómo ocurre este proceso? Eso es lo que este libro intenta exponer. También pretende demostrar cómo la cultura europea adquirió fuerza e identidad al ensalzarse a sí misma en detrimento de Oriente, al que consideraba una forma inferior y rechazable de sí misma.

Hay una diferencia cualitativa y cuantitativa, tanto desde un punto de vista histórico como cultural, entre la presencia franco-británica en Oriente y, hasta la ascensión estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial, la presencia de otras potencias europeas y atlánticas. Hablar de orientalismo, pues, es hablar principalmente, aunque no exclusivamente, de una empresa cultural británica y francesa, un proyecto cuyas dimensiones abarcan campos tan dispares como los de la propia imaginación: todo el territorio de la India y de los países del Mediterráneo oriental, las tierras y textos bíblicos, el comercio de las especias, los ejércitos coloniales y una larga tradición de administradores coloniales, un impresionante conjunto de textos, innumerables «expertos» en todo lo referido a Oriente, un cuerpo de profesores orientalistas, un complejo aparato de ideas «orientales» (despotismo, esplendor, crueldad, sensualidad orientales), muchas sectas orientales, filosofías y sabidurías orientales adaptadas al uso local europeo… la lista podría extenderse más o menos indefinidamente. Mi punto de vista es que el orientalismo proviene de una relación muy particular que mantuvieron Francia y Gran Bretaña con Oriente que hasta principios del siglo XIX solo se había limitado a la India y a las tierras bíblicas. Desde el comienzo del siglo XIX, y hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, Francia y Gran Bretaña dominaron Oriente y el orientalismo; desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha dominado Oriente y se relaciona con él del mismo modo en que Francia y Gran Bretaña lo hicieron en otra época. De esta relación, cuya dinámica es muy fructífera, incluso aunque siempre manifieste la fuerza hegemónica de Occidente (Gran Bretaña, Francia o Estados Unidos), proviene el enorme volumen de textos que yo denomino orientalistas.

Debo decir que, además del importante número de libros y autores que examino, existe una cantidad mucho mayor de la que simplemente he tenido que prescindir. Mis tesis, sin embargo, no se apoyan en un catálogo exhaustivo de textos que tratan de Oriente, ni en la colección de escritos, autores e ideas claramente delimitados que forman en conjunto el canon del orientalismo; en su lugar, he basado mi estudio en una alternativa metodológica diferente cuya columna vertebral, en cierto sentido, es el conjunto de generalizaciones históricas que he presentado en esta introducción y que a continuación quiero analizar con más detalle.

II

II

He comenzado asumiendo que Oriente no es una realidad inerte. No está simplemente allí, lo mismo que el propio Occidente tampoco está precisamente allí. Tenemos que admitir seriamente la gran observación de Vico acerca de que los hombres hacen su propia historia, de que lo que ellos pueden conocer es aquello que han hecho, y debemos extenderla al ámbito de la geografía: esos lugares, regiones y sectores geográficos que constituyen Oriente y Occidente, en tanto que entidades geográficas y culturales —por no decir nada de las entidades históricas—, son creación del hombre. Por consiguiente, en la misma medida en que lo es el propio Occidente, Oriente es una idea que tiene una historia, una tradición de pensamiento, unas imágenes y un vocabulario que le han dado una realidad y una presencia en y para Occidente. Las dos entidades geográficas, pues, se apoyan, y hasta cierto punto se reflejan la una en la otra.

Después de haber dicho esto, parece razonable exponer algunas puntualizaciones. En primer lugar, sería un error concluir que Oriente fue esencialmente una idea o una creación sin su realidad correspondiente. Cuando Disraeli dijo en su novela Tancred que Oriente era una carrera, quería decir que, para los occidentales jóvenes e inteligentes, estudiar Oriente podía llegar a ser una actividad apasionante; no se debería interpretar lo que dijo como que Oriente fuera solo una carrera para los occidentales. Había —y hay— culturas y naciones, localizadas en Oriente, cuyas vidas, historias y costumbres poseen una realidad obviamente más rica que cualquier cosa que se pueda decir de ellas en Occidente. Sobre este punto, mi estudio no tiene nada que añadir; simplemente constata su existencia. Pero el fenómeno del orientalismo, tal y como yo lo trato aquí, aborda principalmente no la correspondencia entre el orientalismo y Oriente, sino la coherencia interna del orientalismo y sus ideas sobre Oriente (Oriente como una carrera), a pesar de, más allá de cualquier correspondencia o no con un Oriente «real». Creo que la afirmación de Disraeli sobre Oriente se refiere básicamente a esta coherencia creada, a esta verdadera constelación de ideas que es la cuestión esencial siempre que nos ocupamos de Oriente, y no a su mera y pura existencia, por citar a Wallace Stevens.

La segunda puntualización se refiere a que las ideas, las culturas y las historias no se pueden entender ni estudiar seriamente sin estudiar al mismo tiempo su fuerza o, para ser más precisos, sus configuraciones de poder. Creer que Oriente fue creado —o, como yo digo, «orientalizado»— y creer que tales cosas suceden simplemente como una necesidad de la imaginación, es faltar a la verdad. La relación entre Occidente y Oriente es una relación de poder, y de complicada dominación: Occidente ha ejercido diferentes grados de hegemonía sobre Oriente, como señala bastante bien el título del clásico de K. M. Panikkar, Asia and Western Dominance.2 Oriente fue orientalizado, no solo porque se descubrió que era «oriental», según los estereotipos de un europeo medio del siglo XIX, sino también porque se podía conseguir que lo fuera —es decir, se le podía obligar a serlo—. Tomemos, por ejemplo, el encuentro de Flaubert con una cortesana egipcia, encuentro que debió de crear un modelo muy influyente sobre la mujer oriental; ella nunca hablaba de sí misma, nunca mostraba sus emociones, su condición presente o pasada. Él hablaba por ella y la representaba. Él era extranjero, relativamente rico y hombre, y esos eran unos factores históricos de dominación que le permitían, no solo poseer a Kuchuk Hanem físicamente, sino hablar por ella y decir a sus lectores en qué sentido ella era típicamente oriental. Mi tesis es que la situación de fuerza de Flaubert en relación a Kuchuk Hanem no era un ejemplo aislado, y puede servir bastante bien como modelo de la relación de fuerzas entre Oriente y Occidente y del discurso acerca de Oriente que permite este modelo.

Esto nos lleva a una tercera puntualización. No hay que creer que el orientalismo es una estructura de mentiras o de mitos que se desvanecería si dijéramos la verdad sobre ella. Yo mismo creo que el orientalismo es mucho más valioso como signo del poder europeoatlántico sobre Oriente que como discurso verídico sobre Oriente (que es lo que en su forma académica o erudita pretende ser). Sin embargo, lo que tenemos que respetar e intentar comprender es la solidez del entramado del discurso orientalista, sus estrechos lazos con las instituciones socioeconómicas y políticas existentes y su extraordinaria durabilidad. Después de todo, un sistema de ideas capaz de mantenerse intacto, y que se ha enseñado como una ciencia (en academias, libros, congresos, universidades y organismos de asuntos exteriores) desde el período de Ernest Renan hacia finales de 1848 hasta el presente en Estados Unidos, debe ser algo más grandioso que una mera colección de mentiras. El orientalismo, pues, no es una fantasía que creó Europa acerca de Oriente, sino un cuerpo de teoría y práctica en el que, durante muchas generaciones, se ha realizado una inversión considerable. Debido a esta continua inversión, el orientalismo ha llegado a ser un sistema para conocer Oriente, un filtro aceptado que Oriente atraviesa para penetrar en la conciencia occidental; igualmente, esa misma inversión hizo posibles —de hecho, las hizo realmente productivas— las declaraciones que en un principio se formularon dentro de la disciplina orientalista y que más tarde proliferaron en el interior de la cultura general.

Gramsci ha efectuado una útil distinción analítica entre sociedad civil y sociedad política según la cual la primera está formada por asociaciones voluntarias (o, al menos, racionales y no coercitivas), como las escuelas, las familias y los sindicatos, y la segunda por instituciones estatales (el ejército, la policía y la burocracia central) cuya función dentro del Estado es la dominación directa. La cultura, por supuesto, funciona en el marco de la sociedad civil, donde la influencia de las ideas, las instituciones y las personas se ejerce, no a través de la dominación, sino a través de lo que Gramsci llama consenso. Así, en cualquier sociedad no totalitaria ciertas formas culturales predominan sobre otras y determinadas ideas son más influyentes que otras; la forma que adopta esta supremacía cultural es lo que Gramsci llama «hegemonía», un concepto indispensable para comprender, de un modo u otro, la vida cultural en el Occidente industrial. Es la hegemonía —o, mejor, los efectos de la hegemonía cultural— lo que da al orientalismo la durabilidad y la fuerza de la que he estado hablando hasta ahora. El orientalismo no dista mucho de lo que Denys Hay ha llamado la idea de Europa,3 una noción colectiva que nos define a «nosotros» europeos, contra todos «aquellos» no europeos, y se puede decir que el componente principal de la cultura europea es precisamente aquel que contribuye a que esta cultura sea hegemónica tanto dentro como fuera de Europa: la idea de una identidad europea superior a todos los pueblos y culturas no europeos. Existe, además, la hegemonía de las ideas europeas sobre Oriente, que reiteran la superioridad europea sobre un Oriente retrasado y normalmente anulan la posibilidad de que un pensador más independiente o más o menos escéptico pueda tener diferentes puntos de vista sobre la materia.

De una manera bastante constante, la estrategia del orientalismo ha dependido de esa superioridad de posición flexible que sitúa a Occidente ante una serie completa de posibles relaciones con Oriente sin que Occidente pierda nunca la ventaja. ¿Por qué tenía que haber sido de otra manera, sobre todo durante el período de máxima supremacía europea, desde finales del Renacimiento hasta nuestros días? El científico, el erudito, el misionero, el comerciante o el soldado estaban o pensaban en Oriente porque podían estar allí o pensar en él sin que Oriente les ofreciera apenas resistencia. Bajo el lema general de conocer Oriente y dentro de los límites que el paraguas de la hegemonía occidental imponía, a partir de finales del siglo XVIII emergió un Oriente complejo, adaptado a los estudios académicos, a las exposiciones en los museos, a las reconstrucciones en la oficina colonial, a la ilustración teórica de tesis antropológicas, biológicas, lingüísticas, raciales e históricas sobre el género humano y el universo, y a ejemplificar teorías económicas y sociológicas de desarrollo, de revolución, de personalidad cultural y de carácter nacional o religioso. Además, el examen imaginario de las realidades de Oriente se basaba, más o menos exclusivamente, en una conciencia occidental soberana. A partir de la posición central e indiscutida de esta conciencia surgió un mundo oriental, primero de acuerdo a las ideas generales sobre quién o qué era un oriental, y después, de acuerdo a una lógica detallada y gobernada no solo por una realidad empírica, sino también por una serie de deseos, represiones, inversiones y proyecciones. Si bien podemos encontrar grandes trabajos orientalistas de auténtica erudición, como son Chrestomathie Arabe, de Silvestre de Sacy, o An Account of the Manners and Customs of the Modern Egyptians, de Edward William Lane, también tenemos que señalar que las ideas sobre las razas de Renan y Gobineau surgieron del mismo movimiento, al igual que muchas novelas pornográficas victorianas (véase el análisis de Steven Marcus, «The Lustful Turk»).4

En este punto, debemos preguntarnos si lo que importa en materia de orientalismo es un conjunto de ideas generales al que se supedita el resto del material (ideas que, no se puede negar, transmitían doctrinas sobre la superioridad europea, modelos racistas e imperialistas y puntos de vista dogmáticos sobre «lo oriental», como si fuera una abstracción ideal e inmutable), o el trabajo mucho más variado realizado por un número casi incontable de autores a los que podríamos elegir como ejemplos concretos de escritores que se han ocupado de Oriente. En cierto sentido, las dos alternativas, la general y la particular, constituyen realmente dos perspectivas del mismo material: en ambos casos habría que ocuparse de los pioneros en la especialidad, como por ejemplo William Jones, y de los grandes artistas, como Nerval o Flaubert. ¿Y por qué no sería posible emplear las dos perspectivas a la vez, o una después de la otra? ¿No habrá algún peligro evidente de distorsión (que precisamente es a lo que los orientalistas académicos han sido muy propensos) si el nivel de descripción que sistemáticamente se mantenga es demasiado general o demasiado específico?

Mis dos temores son la distorsión y la inexactitud, o, mejor dicho, el tipo de inexactitud producido por una generalización demasiado dogmática y por una concentración demasiado positivista. Al intentar ocuparme de estos problemas, he procurado tratar tres aspectos de mi propia realidad contemporánea que me parece ofrecen la solución a estas dificultades metodológicas y de perspectiva; dificultades que pueden obligar, en el primer caso, a escribir un texto polémico basado en un nivel de descripción tan inaceptablemente general que el esfuerzo no merezca la pena; o, en el segundo caso, a escribir una serie de análisis tan detallados y atomizados que se pierda el rastro de las líneas generales que constituyen la base de la especialidad y le confieren su particular coherencia. ¿Cómo, entonces, admitir la individualidad y conciliarla con su contexto intelectual, general y hegemónico, sin que, de ningún modo, este sea un contexto pasivo o meramente dictatorial?

III

III

A continuación voy a exponer y explicar brevemente los tres aspectos de mi realidad contemporánea a los que me he referido antes, para que se pueda comprender cómo me han conducido por un camino determinado a lo largo de la investigación y de la redacción de este estudio.

1. La distinción entre conocimiento puro y conocimiento político. Es muy fácil sostener que los conocimientos sobre Shakespeare o Wordsworth no tienen interés político, mientras que los conocimientos sobre la China o la URSS contemporáneas sí. Desde un punto de vista formal y profesional a mí se me denomina «humanista», título que indica que las humanidades son mi especialidad y que, por tanto, sería difícil encontrar algún tema de interés político en el trabajo que realizo dentro de esta especialidad. Por supuesto, todas estas etiquetas y términos, según los estoy utilizando, deberían matizarse, pero creo que la veracidad general de lo que estoy señalando es de sobra válida. Una de las razones que se esgrimen para decir que un humanista que escribe sobre Wordsworth o un autor especializado en Keats realizan un trabajo que no tiene implicaciones políticas es que su labor parece no tener ningún efecto político directo en la realidad de todos los días. Un especialista en economía soviética trabaja en un área de estudios muy espinosa y en la que están implicados muchos intereses; los estudios o propuestas que pueda presentar en el proceso de investigación serán tenidos en cuenta por los políticos, los organismos gubernamentales, los economistas de las diferentes instituciones y los expertos de los departamentos de inteligencia. La diferencia entre los «humanistas» y las personas cuyo trabajo tiene una implicación o una trascendencia política se puede ampliar diciendo que las tendencias ideológicas del primero tienen una importancia incidental en la política (aunque quizá tengan gran importancia para sus colegas, que pueden acusarle de estalinista, fascista o liberal), mientras que la ideología del segundo es parte consustancial de su material —de hecho, la economía, la política y la sociología, en el mundo académico moderno, se consideran ciencias ideológicas— y, por tanto, se da por supuesto que es «política».

Con todo, la mayoría de los conocimientos que se producen actualmente en Occidente (y ahora me refiero sobre todo a Estados Unidos) está sometida a una limitación determinante: la concepción de que todo conocimiento está constituido por ideas no políticas; esto es, ideas eruditas, académicas, imparciales y suprapartidistas. Se puede aceptar esta pretensión desde un punto de vista teórico, pero en la práctica, la realidad es mucho más problemática. Nadie ha inventado un método que sirva para aislar al erudito de las circunstancias de su vida, de sus compromisos (conscientes o inconscientes) con una clase, con un conjunto de creencias, con una posición social o con su mera condición de miembro de una sociedad. Todo esto influye en su trabajo profesional, aunque, naturalmente, sus investigaciones y los frutos de ellas intenten alcanzar un grado de relativa libertad con respecto a las restricciones y limitaciones que impone la cruda realidad de todos los días. En efecto, el conocimiento es algo menos parcial que el individuo que lo produce (con sus circunstancias vitales que le enredan y confunden); por tanto, este conocimiento no puede ser no político.

Si las discusiones sobre literatura o filología clásica están impregnadas de significación política o, por el contrario, no se dejan influir por ella es un complicado asunto del que he tratado en otra obra.5 Ahora me interesa señalar que el consenso general y liberal que sostiene que el conocimiento «verdadero» es fundamentalmente no político (y que, a la inversa, el conocimiento abiertamente político no es verdadero), no hace más que ocultar las condiciones políticas oscuras y muy bien organizadas que rigen la producción de cualquier conocimiento. Como hoy día se utiliza el adjetivo «político» para desacreditar cualquier trabajo que se atreva a violar el protocolo de una pretendida objetividad suprapolítica, todo esto nos resulta difícil de entender. Podemos decir que la sociedad civil admite una gradación en la importancia política de los diversos campos del conocimiento. Hasta cierto punto, la importancia política de una materia proviene de que pueda traducirse directamente a términos económicos, y la importancia política será aún mayor si su campo de estudio tiene afinidad con ciertas fuentes reconocidas de poder en la sociedad política. Como ejemplo un estudio económico sobre las fuentes de energía soviéticas a largo plazo y su efecto en la capacidad militar probablemente será subvencionado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos y, en consecuencia, adquirirá una categoría política que no podría conseguir nunca un estudio sobre las primeras obras narrativas de Tolstoi financiado, en parte, por una fundación privada. Sin embargo, los dos trabajos pertenecen a lo que la sociedad civil considera un campo similar: los estudios rusos, aunque uno pueda estar realizado por un economista muy conservador y el otro, por un historiador radical de la literatura. Lo que quiero decir es que «Rusia», como tema general, tiene prioridad política sobre las diferencias más o menos precisas que se puedan establecer entre la «economía» y la «historia literaria», porque la sociedad política, en el sentido en que Gramsci utiliza el término, penetra dentro de los dominios de la sociedad civil, en este caso representada por el mundo académico, y los satura de significaciones que le conciernen directamente a ella.

No quiero extenderme más en el aspecto teórico de este problema; me parece que el valor y la credibilidad de mi propuesta se pueden demostrar de una manera más concreta: siguiendo, por ejemplo, el camino de Noam Chomsky, quien ha estudiado la conexión instrumental que existió entre la guerra del Vietnam y el concepto de erudición objetiva que se utilizó para encubrir algunas investigaciones militares subvencionadas por el Estado.6 Ahora bien, como Gran Bretaña, Francia y, recientemente, Estados Unidos son potencias imperiales, siempre que algún asunto relacionado con sus intereses en el extranjero está en juego, sus sociedades políticas transmiten a sus sociedades civiles una sensación de urgencia y una fuerte dosis de política, por expresarlo de algún modo. Creo que se puede decir, por ejemplo, que un inglés que a finales del siglo XIX se interesaba por países como la India o Egipto, lo hacía sin olvidar nunca el hecho de que eran colonias británicas. Puede parecer, a simple vista, que decir esto no tiene nada que ver con decir que todo el conocimiento académico sobre la India y Egipto está, de alguna manera, matizado, condicionado y violado por la densa realidad política; no obstante, esto es lo que estoy tratando de decir en este estudio. Porque si es cierto que ninguna obra humanística puede permanecer ajena a las implicaciones que su autor tiene en tanto que sujeto humano, determinado por sus propias circunstancias, debe ser cierto también que ningún europeo o estadounidense que estudie Oriente puede renunciar a las circunstancias principales de su realidad: que él se enfrenta a Oriente, primero como europeo o estadounidense y después como individuo. Y ser europeo o estadounidense en esta situación no es sin duda una realidad intrascendente; ha significado y significa ser consciente, aunque sea vagamente, de pertenecer a una potencia con unos intereses muy definidos en Oriente, y, más importante aún, de pertenecer a una parte de la Tierra que ha mantenido una serie de relaciones históricas con Oriente desde prácticamente los tiempos de Homero.

Expuestas de este modo, estas realidades políticas son todavía demasiado indefinidas y generales como para resultar realmente interesantes. Cualquiera estaría de acuerdo con ellas, sin aceptar por ello necesariamente que le importaran mucho a Flaubert, por ejemplo, cuando escribió Salammbo,* o a H. A. R. Gibb cuando escribió Modern Trends in Islam. El problema reside en que existe una diferencia demasiado grande entre la gran realidad dominante, como la he descrito yo, y los detalles de la vida cotidiana que rigen el minucioso ejercicio de escribir una novela o un texto especializado. Pero si, de entrada, descartamos la idea de que esas «grandes» realidades, como la dominación imperial, puedan aplicarse de una manera mecánica y determinista a asuntos tan complejos como la cultura y las ideas, estaremos a punto de iniciar un estudio muy interesante. Pienso que el interés que Europa y Estados Unidos han mostrado hacia Oriente ha sido, sin duda, de orden político, como lo demuestran ciertos hechos históricos que ya he expuesto aquí; pero también considero que la cultura creó ese interés, que contribuyó vigorosamente, junto con razones puramente políticas, económicas y militares, a convertir Oriente en un lugar variado y complejo dentro del campo que yo denomino orientalismo.

Por tanto, el orientalismo no es una simple disciplina o tema político que se refleja pasivamente en la cultura, en la erudición o en las instituciones, ni una larga y difusa colección de textos que tratan de Oriente; tampoco es la representación o manifestación de alguna vil conspiración «occidental» e imperialista, que pretende oprimir al mundo «oriental». Por el contrario, es la distribución de una cierta conciencia geopolítica en unos textos estéticos, eruditos, económicos, sociológicos, históricos y filológicos; es la elaboración de una distinción geográfica básica (el mundo está formado por dos mitades diferentes, Oriente y Occidente) y también, de una serie completa de «intereses» que no solo crea el propio orientalismo, sino que también mantiene a través de sus descubrimientos eruditos, sus reconstrucciones filológicas, sus análisis psicológicos y sus descripciones geográficas y sociológicas; es una cierta voluntad o intención de comprender —y en algunos casos, de controlar, manipular e incluso incorporar— lo que manifiestamente es un mundo diferente (alternativo o nuevo); es, sobre todo, un discurso que de ningún modo se puede hacer corresponder directamente con el poder político, pero que se produce y existe en virtud de un intercambio desigual con varios tipos de poder: se conforma a través de un intercambio con el poder político (como el estado colonial o imperial), con el poder intelectual (como las ciencias predominantes: la lingüística comparada, la anatomía o cualquiera de las ciencias de la política moderna), con el poder cultural (como las ortodoxias y los cánones que rigen los gustos, los valores y los textos); con el poder moral (como las ideas sobre lo que «nosotros» hacemos y «ellos» no pueden hacer o comprender del mismo modo que «nosotros»). De hecho, mi tesis consiste en que el orientalismo es —y no solo representa— una dimensión considerable de la cultura, política e intelectual moderna, y, como tal, tiene menos que ver con Oriente que con «nuestro» mundo.

El orientalismo es una realidad cultural y política, lo que significa que no existe en un espacio vacío carente de archivos; muy al contrario, pienso que es posible demostrar que lo que se piensa, se dice o incluso se hace en relación a Oriente sigue unas líneas muy determinadas que se pueden aprehender intelectualmente. Creo también que al estudiar la manera en que la superestructura ejerce presiones sobre los detalles de la composición, se pueden encontrar ciertos matices, los cuales constituyen las realidades de la intertextualidad. La mayoría de los eruditos humanistas, creo, están perfectamente de acuerdo con la idea de que los textos existen dentro de los contextos, de que existe un concepto que es la intertextualidad y de que la presión ejercida por las convenciones, las generaciones precedentes y los estilos retóricos limitan lo que Walter Benjamin llamó una vez la «sobrevaloración del individuo productivo en nombre del […] principio de “creatividad”», principio según el cual se supone que el poeta ha creado su obra por sí mismo, a partir de su propia inspiración.7 Sin embargo, actualmente existe una especial aversión a reconocer que las fuerzas políticas, institucionales e ideológicas actúan también en el autor, como individuo. Cualquier humanista que haga una interpretación de Balzac, tendrá en consideración la influencia que se aprecia en la Comédie humaine* del conflicto entre Geoffroy Saint-Hilaire y Cuvier; pero, sin embargo, no concederá importancia a la influencia de las teorías monárquicas y reaccionarias que hay en la obra porque considerará que disminuyen su «genio» literario. Del mismo modo —como Harry Bracken ha demostrado sin lugar a dudas—, los filósofos suelen discutir sobre Locke, Hume y el empirismo sin tener nunca en cuenta que hay una conexión explícita entre las doctrinas filosóficas de estos autores clásicos y la teoría racial, la justificación de la esclavitud o los argumentos en favor de la explotación colonial.8 Éstos son los procedimientos más comunes que permiten a la erudición contemporánea conservar su pureza.

Quizá sea cierto que casi siempre que la cultura ha intentado meter las narices en el fango de la política, los resultados han sido enormemente iconoclastas; quizá también, la interpretación social de la literatura en mi propio campo de estudio no ha ido paralela a los enormes avances técnicos del análisis textual detallado. Pero no se puede eludir el hecho de que los estudios literarios, en general, y los teóricos marxistas estadounidenses, en particular, no han realizado grandes esfuerzos por salvar el abismo existente entre los niveles de la superestructura y de la base en la erudición histórica textual; en alguna otra ocasión he llegado a decir que el estamento literario y cultural en su conjunto se ha dejado en el tintero el estudio serio del imperialismo y la cultura.9 Por consiguiente, el orientalismo nos sitúa cara a cara con este asunto; es decir, con el hecho de reconocer que el imperialismo político orienta todo un campo de estudios, de imaginación y de instituciones académicas, de modo que es imposible eludirlo desde un punto de vista intelectual e histórico. Pero siempre quedará la eterna excusa de decir que un erudito literario y un filósofo, por ejemplo, están preparados para hacer literatura y filosofía, respectivamente, y no política ni análisis ideológicos. En otras palabras, que el argumento del especialista puede bloquear con bastante eficacia la perspectiva intelectual, que, en mi opinión, es más extensa y seria.

Me parece que al problema del estudio del imperialismo y la cultura (u orientalismo) se le puede dar una simple respuesta compuesta de dos partes. En primer lugar, casi todos los escritores del siglo XIX (y esto mismo sería válido para los de períodos anteriores) eran extraordinariamente conscientes de la realidad del imperio; este es un tema que no se ha estudiado muy bien, pero un especialista moderno en la época victoriana tendrá que admitir que los héroes de la cultura liberal, como John Stuart Mill, Thomas Arnold, Carlyle, Newman, Macaulay, Ruskin, George Eliot, e incluso Dickens, tenían unas opiniones muy concretas sobre la raza y el imperialismo, que podemos encontrar fácilmente en sus escritos. De igual modo, un especialista debe acabar admitiendo que Mill, por ejemplo, dejó claro en On liberty y en Representative Government* que sus puntos de vista no podían ser aplicados a la India (al fin y al cabo fue funcionario en la India Office durante una gran parte de su vida) porque los indios eran inferiores tanto por su civilización como por su raza. El mismo tipo de paradoja podremos encontrar en Marx; más adelante lo demostraré. En segundo lugar, creer que la política, en forma de imperialismo, tiene un efecto en la producción literaria, en la erudición, en las teorías sociales y en la escritura de la historia no equivale, en modo alguno, a afirmar que, por tanto, la cultura es algo degradado o denigrado; muy al contrario, toda mi tesis consiste en que podremos comprender mejor la persistencia y la durabilidad de un sistema hegemónico, como la propia cultura, cuando reconozcamos que las coacciones internas que estos imponen en los escritores y pensadores son productivas y no unilateralmente inhibidoras. Esta es la idea que, indudablemente, Gramsci, Foucault y Raymond Williams, cada uno a su manera, han intentado exponer. Solamente, una o dos páginas de Williams sobre «Los usos del Imperio», en The Long Revolution, nos dicen mucho más acerca de la riqueza cultural del siglo XIX que la mayoría de los volúmenes de análisis textual hermético.10

Por tanto, yo estudio el orientalismo como un intercambio dinámico entre los autores individuales y las grandes iniciativas políticas que generaron los tres grandes imperios —británico, francés y estadounidense— en cuyo territorio intelectual e imaginario se produjeron los escritos. Lo que, como erudito, me interesa más, no es la gran realidad política, sino el detalle, del mismo modo que, lo que nos interesa en personas como Lane, Flaubert o Renan no es la verdad (para ellos, indiscutible) de que los occidentales son superiores a los orientales, sino el testimonio preparado y modulado que ofrecen los detalles de su obra dentro del enorme espacio abierto por esa verdad. Solo hay que recordar, para que entendamos lo que digo, que Manners and Customs of Modern Egyptians, de Lane, es un clásico de la observación histórica y antropológica por su estilo y sus detalles inteligentes y brillantes y no porque refleje la superioridad racial.

El tipo de cuestiones que el orientalismo plantea, por tanto, son las siguientes: ¿qué tipo de energías intelectuales, estéticas y culturales participaron en la elaboración de una tradición imperialista como la orientalista? ¿Cómo la filología, la lexicografía, la historia, la biología, las teorías políticas y económicas, la narrativa y la poesía lírica se pusieron al servicio de una visión del mundo tan imperialista como la orientalista? ¿Qué cambios, modulaciones, refinamientos e incluso revoluciones sufrió el orientalismo? ¿Qué significado adquieren en este contexto la originalidad, la continuidad y la individualidad? ¿Cómo se transmite o reproduce el orientalismo de una época a otra? En fin, ¿cómo podemos estudiar el fenómeno cultural e histórico del orientalismo considerándolo como una obra humana voluntaria —y no como una especie de razonamiento en el vacío—, con toda su complejidad histórica y con todo su detalle y valor, sin, al mismo tiempo, perder de vista la alianza entre la acción cultural, las tendencias políticas, el Estado y las realidades específicas de dominación? Un estudio guiado por estas preocupaciones puede abordar, de modo responsable, cuestiones políticas y culturales. Pero esto no significa que este estudio establezca una regla inmutable sobre las relaciones entre conocimiento y política. Mi tesis es que toda investigación humanística debe establecer la naturaleza de esta relación en el contexto específico de su estudio, de su tema y de sus circunstancias históricas.

2. La cuestión metodológica. He dedicado una de mis obras a analizar y exponer la importancia que, para trabajar en el campo de las ciencias humanas, tiene el hecho de encontrar y formular un primer paso, un punto de partida, un principio inicial.11 Lo que aprendí entonces e intenté exponer fue que no existe algo dado o fácil de encontrar que pueda ser considerado como un punto de partida: los principios tienen que establecerse de acuerdo a cada proyecto, de tal manera que posibiliten la realización de lo que viene a continuación. Jamás había comprobado, de una manera tan consciente, la dificultad que entraña esta regla, como en mi estudio de orientalismo (si la he resuelto con o sin éxito, no lo puedo decir). La idea de un comienzo, el acto de comenzar implica necesariamente un acto de delimitación, un acto por el que algo se separa de una gran masa de material y se extrae de ella para que represente y sea un punto de partida, un comienzo. Para alguien que se dedique al estudio de los textos, esta noción de delimitación inicial es lo que Louis Althusser llamó la problemática, una unidad determinada y específica de un texto o de un grupo de textos que ha surgido a través del análisis.12 Pero, en el caso del orientalismo (al contrario que en el de los textos de Marx, que es el que Althusser estudia), no solo existe el problema de encontrar un punto de partida o problemática, sino también el de designar qué textos, autores y períodos son los que más convienen al estudio.

En mi opinión, no tenía sentido intentar escribir una historia del orientalismo narrativa y enciclopédica, en primer lugar porque, si el principio directriz de mi estudio era «la idea europea de Oriente», el material del que me hubiera tenido que ocupar no habría tenido límites, en segundo lugar porque el modelo narrativo no se ajustaba a mis intereses descriptivos y políticos, y en tercer lugar porque obras como La Renaissance orientale, de Raymond Schwab; Die Arabischen Studien in Europa bis in den Anfang des 20. Jahrhunderts, de Johann Fück, y más recientemente The Matter af Araby in Medieval England, de Dorothee Metlitzki,13 ya incluyen trabajos enciclopédicos acerca de ciertos aspectos de los contactos entre Europa y Oriente, y sus objetivos se diferencian de la labor crítica que yo he esbozado en un contexto general, político e intelectual.

Se me planteaba también el problema de reducir un archivo muy denso a dimensiones manejables y, lo que es más importante, el de destacar dentro, de ese grupo de textos algún concepto de naturaleza intelectual sin por ello descuidar el orden cronológico. Mi punto de partida, por tanto, ha sido la experiencia británica, francesa y estadounidense en Oriente, en un sentido global, las bases históricas e intelectuales que la hicieron posible y sus cualidades y características. Por razones que explicaré a continuación, he limitado el ya de por sí limitado (pero todavía excesivamente vasto) conjunto de cuestiones a la experiencia que británicos, franceses y estadounidenses han tenido en el mundo árabe y en el mundo islámico, los cuales, durante casi un milenio han representado Oriente. Al hacer esto, parece que de entrada he eliminado una gran parte de Oriente —India, Japón, China y otras zonas del Extremo Oriente—, no porque estas regiones carezcan de importancia (que, evidentemente la tienen), sino porque es posible estudiar la experiencia que Europa tuvo en Oriente Próximo y en los países islámicos independientemente de su experiencia en el Extremo Oriente. Sin embargo, en ciertos períodos de esta historia general de intereses europeos en Oriente, determinadas regiones, como Egipto, Siria o Arabia, no se pueden abordar sin estudiar también la implicación que Europa tuvo en lugares más remotos como son Persia y la India: un ejemplo importante a este respecto es la conexión que tuvieron Egipto y la India para la Gran Bretaña de los siglos XVIII y XIX. Otros ejemplos importantes son el papel desempeñado por Francia descifrando el Zend Avesta, la preeminencia de París como centro de estudios de sánscrito durante la primera década del siglo XIX, y el hecho de que el interés que mostró Napoleón por Oriente estuviera determinado por su conocimiento del papel británico en la India; toda esta preocupación por el Extremo Oriente influyó directamente en el interés que Francia manifestó por el Oriente Próximo, el islam y los árabes.

Gran Bretaña y Francia dominaron el Mediterráneo oriental desde finales del siglo XVII. Pero al estudiar esta dominación sistemática, no he hecho justicia a las importantes contribuciones que Alemania, Italia, Rusia, España y Portugal hicieron al orientalismo ni al gran impulso que la revolución en los estudios bíblicos —estimulada por sus pioneros, el obispo Lowth, Eichhorn, Herder y Michaelis— dio, en el siglo XVIII, al estudio de Oriente. En primer lugar, tenía que centrarme rigurosamente en el material británico y francés, y, después, en el estadounidense porque me parecía indiscutible, no solo que Gran Bretaña y Francia fueron las naciones pioneras en Oriente y en los estudios orientales, sino también que mantuvieron estas posiciones de vanguardia gracias a los dos entramados coloniales más grandes que la historia anterior al siglo XX ha conocido. En lo que se refiere a Oriente, Estados Unidos, desde la Segunda Guerra Mundial, ha seguido, creo que bastante conscientemente, las sendas trazadas por las dos potencias europeas. En consecuencia, considero que por su calidad, coherencia y cantidad, los escritos británicos, franceses y estadounidenses sobre Oriente superan a los trabajos, indudablemente cruciales, hechos en Alemania, Italia, Rusia y cualquier otro lugar. Pero también pienso que es verdad que los avances más decisivos que se hicieron en la erudición oriental fueron realizados primero por Gran Bretaña y Francia, y, después, por los alemanes. Silvestre de Sacy, por ejemplo, no fue solo el primer orientalista europeo moderno y profesional que se ocupó del islam, de la literatura árabe, de la religión drusa y de la Persia sasánida, sino que también fue el profesor de Champollion y de Franz Bopp, fundador de la lingüística comparada alemana. El mismo derecho a recibir este trato prioritario y preeminente tienen William Jones y Edward William Lane.

En segundo lugar —y esto que voy a decir compensa ampliamente las lagunas que pueda presentar este estudio del orientalismo—, recientemente se han publicado importantes trabajos sobre la tradición de los estudios bíblicos que se realizaron hasta el comienzo de lo que llamo el orientalismo moderno. El mejor, el más relevante y claro es el impresionante «Kubla Khan» and The Fail of Jerusalem, de E. S. Shaffer,14 un estudio indispensable sobre los orígenes del romanticismo y sobre la actividad intelectual que subyace en gran parte de la obra de Coleridge, Browning y George Eliot. Hasta cierto punto, la obra de Shaffer desarrolla las ideas proporcionadas por Schwab, articulando los materiales relevantes que se pueden encontrar en los especialistas alemanes de textos bíblicos, y utilizándolos para leer, de una manera inteligente y siempre interesante, las obras de tres grandes escritores británicos. Pero el libro carece del sentido político e ideológico que los escritores británicos y franceses de los que yo me ocupo dieron al orientalismo; además, al contrario que Shaffer, yo intento aclarar las evoluciones posteriores del orientalismo académico y literario: por un lado, las conexiones entre el orientalismo británico y el francés, y por otro, la ascensión de un imperialismo de inspiración puramente colonial. También quiero demostrar que todos estos temas se reproducen con más o menos exactitud en el orientalismo americano posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, hay un aspecto en el que mi estudio no es acertado: aparte de alguna referencia ocasional, no analizo de manera exhaustiva los progresos de los eruditos alemanes después del período inicial dominado por Silvestre de Sacy. Cualquier estudio que pretenda ofrecer unos conocimientos sobre el orientalismo académico y preste poca atención a eruditos como Steinthal, Müller, Becker, Goldziher, Brockelmann, Nöldeke —por mencionar solo a unos pocos—, se merece algunos reproches que, en mi caso, yo mismo me

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