ra inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavÃa en penumbras, adonde habÃa acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él habÃa dejado de ser urgente desde hacÃa muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se habÃa puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.
Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde habÃa dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que habÃa servido para vaporizar el veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y abigarrado que hacÃa al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad de la muerte. Las otras ventanas, asà como cualquier resquicio de la habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. HabÃa un mesón atiborrado de frascos y pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre descascarado bajo un foco ordinario cubierto de papel rojo. La tercera cubeta, la del lÃquido fijador, era la que estaba junto al cadáver. HabÃa revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en placas de vidrio, muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente. Aunque el aire de la ventana habÃa purificado el ámbito, aún quedaba para quien supiera identificarlo el rescoldo tibio de los amores sin ventura de las almendras amargas. El doctor Juvenal Urbino habÃa pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquél no era un lugar propicio para morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por suponer que su desorden obedecÃa tal vez a una determinación cifrada de la Divina Providencia.
Un comisario de policÃa se habÃa adelantado con un estudiante de medicina muy joven que hacÃa su práctica forense en el dispensario municipal, y eran ellos quienes habÃan ventilado la habitación y cubierto el cadáver mientras llegaba el doctor Urbino. Ambos lo saludaron con una solemnidad que esa vez tenÃa más de condolencia que de veneración, pues nadie ignoraba el grado de su amistad con Jeremiah de Saint-Amour. El maestro eminente estrechó la mano de ambos, como lo hacÃa desde siempre con cada uno de sus alumnos antes de empezar la clase diaria de clÃnica general, y luego agarró el borde de la manta con las yemas del Ãndice y el pulgar, como si fuera una flor, y descubrió el cadáver palmo a palmo con una parsimonia sacramental. Estaba desnudo por completo, tieso y torcido, con los ojos abiertos y el cuerpo azul, y como cincuenta años más viejo que la noche anterior. TenÃa las pupilas diáfanas, la barba y los cabellos amarillentos, y el vientre atravesado por una cicatriz antigua cosida con nudos de enfardelar. Su torso y sus brazos tenÃan una envergadura de galeote por el trabajo de las muletas, pero sus piernas inermes parecÃan de huérfano. El doctor Juvenal Urbino lo contempló un instante con el corazón adolorido como muy pocas veces en los largos años de su contienda estéril contra la muerte.
—Pendejo —le dijo—. Ya lo peor habÃa pasado.
Volvió a cubrirlo con la manta y recobró su prestancia académica. En el año anterior habÃa celebrado los ochenta con un jubileo oficial de tres dÃas, y en el discurso de agradecimiento se resistió una vez más a la tentación de retirarse. HabÃa dicho: «Ya me sobrará tiempo para descansar cuando me muera, pero esta eventualidad no está todavÃa en mis proyectos». Aunque oÃa cada vez menos con el oÃdo derecho y se apoyaba en un bastón con empuñadura de plata para disimular la incertidumbre de sus pasos, seguÃa llevando con la compostura de sus años mozos el vestido entero de lino con el chaleco atravesado por la leontina de oro. La barba de Pasteur, color de nácar, y el cabello del mismo color, muy bien aplanchado y con la raya neta en el centro, eran expresiones fieles de su carácter. La erosión de la memoria cada vez más inquietante la compensaba hasta donde le era posible con notas escritas de prisa en papelitos sueltos, que terminaban por confundirse en todos sus bolsillos, al igual que los instrumentos, los frascos de medicinas, y otras tantas cosas revueltas en el maletÃn atiborrado. No sólo era el médico más antiguo y esclarecido de la ciudad, sino el hombre más atildado. Sin embargo, su sapiencia demasiado ostensible y el modo nada ingenuo de manejar el poder de su nombre le habÃan valido menos afectos de los que merecÃa.
Las instrucciones al comisario y al practicante fueron precisas y rápidas. No habÃa que hacer autopsia. El olor de la casa bastaba para determinar que la causa de la muerte habÃan sido las emanaciones del cianuro activado en la cubeta por algún ácido de fotografÃa, y Jeremiah de Saint-Amour sabÃa mucho de eso para no hacerlo por accidente. Ante una reticencia del comisario, lo paró con una estocada tÃpica de su modo de ser: «No se olvide que soy yo el que firma el certificado de defunción». El médico joven quedó desencantado: nunca habÃa tenido la suerte de estudiar los efectos del cianuro de oro en un cadáver. El doctor Juvenal Urbino se habÃa sorprendido de no haberlo visto en la Escuela de Medicina, pero lo entendió de inmediato por su rubor fácil y su dicción andina: tal vez era un recién llegado a la ciudad. Dijo: «No va a faltarle aquà algún loco de amor que le dé la oportunidad un dÃa de éstos». Y sólo al decirlo cayó en la cuenta de que entre los incontables suicidios que recordaba, aquél era el primero con cianuro que no habÃa sido causado por un infortunio de amores. Algo cambió entonces en los hábitos de su voz.
—Cuando lo encuentre, fÃjese bien —le dijo al practicante—: suelen tener arena en el corazón.
Luego habló con el comisario como lo hubiera hecho con un subalterno. Le ordenó que sortearan todas las instancias para que el entierro se hiciera esa misma tarde y con el mayor sigilo. Dijo: «Yo hablaré después con el alcalde». SabÃa que Jeremiah de Saint-Amour era de una austeridad primitiva, y que ganaba con su arte mucho más de lo que le hacÃa falta para vivir, de modo que en alguna de las gavetas de la casa debÃa haber dinero de sobra para los gastos del entierro.
—Pero si no lo encuentran, no importa —dijo—. Yo me hago cargo de todo.
Ordenó decir a los periódicos que el fotógrafo habÃa muerto de muerte natural, aunque pensaba que la noticia no les interesaba de ningún modo. Dijo: «Si es necesario, yo hablaré con el gobernador». El comisario, un empleado serio y humilde, sabÃa que el rigor cÃvico del maestro exasperaba hasta a sus amigos más próximos, y estaba sorprendido por la facilidad con que saltaba por encima de los trámites legales para apresurar el entierro. A lo único que no accedió fue a hablar con el arzobispo para que Jeremiah de Saint-Amour fuera sepultado en tierra sagrada. El comisario, disgustado con su propia impertinencia, trató de excusarse.
—TenÃa entendido que este hombre era un santo —dijo.
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