Una voz escondida

Parinoush Saniee

Fragmento

9788415631477-4

1

—Oye, Shahab, ¿éste eres tú?

—Sí.

—¡Qué jovencito! ¿Y el que te abraza con tanta fuerza quién es?

He mirado bien la foto. ¿Quién era? Sí, en serio, ¿quién era? Me ha dado un vuelco el corazón y se me ha secado la lengua. He mirado a mi alrededor en busca de una vía de escape. La casa estaba llena. La mitad de los invitados ya había llegado. ¿De dónde habría sacado mi madre a toda esta gente? ¿De verdad era tan importante hacerse mayor? No tenía la impresión de haber cambiado tanto. Los chicos hablaban entre sí, riendo, y daban vueltas por la casa. Yo no sabía cómo se comporta un anfitrión. Cuando algunos amigos han entrado y se han acercado, he aprovechado para salir corriendo escaleras arriba. He cerrado la puerta tras de mí y me he apoyado en ella. Jadeaba, aunque no estaba cansado.

Dentro de mí, una voz familiar ha dicho: «¿Se puede saber qué diablos ha pasado ahora?»

—No lo sé —he contestado, sin querer, en voz alta.

Las voces de los chicos me resonaban en los oídos. No era ésa la paz que buscaba. He abierto la puerta de la terraza, he salido despacio y he intentado cerrarla del todo. Un viento gélido me ha acariciado la frente, que estaba ardiendo. He respirado hondo. Al ver la escalerilla prohibida que lleva a la azotea he sentido una punzada en la espalda, el mismo dolor que me entraba siempre que miraba esos peldaños, no sabía por qué. Algo estaba ocurriendo en mi mente turbada. He subido por la escalerilla. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez? ¿Un día, cien años? Los recuerdos se mezclaban, confusos, y volvían a mi mente a una velocidad estremecedora. Cuando me he sentado en la pequeña tarima del centro de la azotea, he vuelto a ser aquel niño de cinco años, tonto y atemorizado.

El día que descubrí que era tonto me volví especialmente sensible a esa palabra. Cuando me llamaban «tonto» me ponía furioso, chillaba, rompía algo o pegaba a alguien, y siempre montaba una buena. Sin embargo, en el momento en que acepté la realidad, mi estado de ánimo cambió: al oír aquel epíteto ya no me enfadaba; en vez de eso —como si algo me obstruyera la garganta, como si alguien me aferrara el corazón, como si el sol dejara de brillar y el mundo se quedara en blanco y negro—, buscaba de inmediato un rincón en el que esconderme, con las rodillas pegadas al pecho y la cabeza baja, deseando hacerme aún más pequeño para que nadie me viera. Jugar no me interesaba, no recordaba siquiera lo que era sonreír. No había nada que me hiciera feliz. Aquella sensación me duraba mucho, a veces hasta dos días. ¿Sabéis lo que son dos días para un crío de cuatro años? Quizá lo mismo que uno o dos meses para un adulto.

Cuando reaccionaba con violencia salía mejor parado, por mucho que me castigaran, me riñeran, me pegaran y me pusiera a llorar. Al menos todo pasaba deprisa. No se alargaba más de dos horas.

Al principio me imaginaba que ser tonto era algo bonito, y hasta me gustaba que me lo llamaran, porque lo decían con alegría.

Mi primo Josrow fue el primero en descubrir que era tonto y el primero en endilgarme esa coletilla. Cuando me veía, decía: «Pero ¡qué maravilla, mira que eres tonto! Ven aquí, anda, ven. Ponte a hacer el pino, que te doy un ca­ramelo. ¡Muy bien, así se hace!»

Lo obedecía siempre. Y él reía satisfecho y me premiaba, azuzándome. Por ser tonto, además, le caía muy bien a su hermana, Fereshteh. Me llamaba «mi tontuelo» y me abrazaba. ¡Cómo me gustaba su perfume...! Ella también se entretenía con todo lo que hacía yo: se reía y me compraba chocolate y helados, que me volvían loco, aunque lo que más ilusión me hacía era verla contenta. Cuando me llamaban «tonto» se reían, y yo creía que era una palabra bonita. No sabía que la gente pudiera reírse por otro motivo que no fuera estar contento. En fin, ¿qué iba a hacer, si era tonto?

Antes de descubrir la amarga verdad, los días eran más plácidos. El cielo, más limpio. Podía pasarme horas dando vueltas por el pequeño jardín de casa y dedicarme a observar la tierra, las hojas y las lombrices que asomaban después de la lluvia, y descubrir algo nuevo a cada instante. El arbolito del jardín era un amigo atento que siempre florecía cuando volvíamos del viaje de Fin de Año. Sabía que flo­recía de felicidad, porque aquello pasaba una sola vez y justo a nuestro regreso. Al cabo de unos días, se le caían las flores y cambiaba de aspecto para luego regalarnos exquisitas cerezas rojas. Todos creían que era natural que salieran frutos, pero yo sabía que lo hacía para darme la bienvenida a mí, que lo quería más que los demás.

A veces me ponía a jugar con los haces de luz que se filtraban por la cortina. Me quedaba embelesado con las motas de polvo que se arremolinaban en ellos.

De noche, las estrellas tenían un resplandor extraño, pero la luna... La luna era otra cosa. No estaba sujeta a ninguna regla, a ningún mandamiento. Se comportaba como los niños caprichosos. Su tarea era iluminar el cielo nocturno, pero si no le apetecía ni siquiera se dejaba ver. Al contrario, despuntaba furtivamente en mitad del cielo cuando menos lo esperabas. A veces, por la mañana, la veía al lado del sol. Empalidecía para que nadie la descubriera. Reía con picardía. Algunos días asomaba la cabeza para espiarnos, pero cuando se portaba bien nadie se le resistía. Con su vestido bien puesto, la cara lavada, el pelo arreglado, refi­nada y resplandeciente, se presentaba al anochecer y sorprendía a todo el mundo. Le dedicaban elogios, olvidando sus diabluras. Fuera como fuera, resultaba una compañera de juegos sin igual. Estaba siempre dispuesta a perseguirme, a dar vueltas al hoz, el estanque del centro del patio, y a detenerse en el preciso instante en el que me detenía yo, sin equivocarse ni una sola vez, sin adelantarme ni un centímetro. Por eso me daba la impresión de que nos unía un hilo invisible, de que era amiga mía porque me seguía sólo a mí. Me tumbaba en el tajt, el banco del jardín, y la observaba. La gente iba y venía, pero ella no seguía a nadie, se queda­ba conmigo. De hecho, era yo mismo. Nadie podía obligarla a hacer nada. Yo era la luna y Arash, el sol, que iba y venía puntual y nunca hacía nada mal.

En aquellos días en los que aún no sabía que era tonto, estaba en paz con el mundo. Desde entonces, nunca he vuelto a alcanzar un nivel parecido de serenidad.

El día en que comprendí que, en realidad, ser tonto no era nada bueno fue un día terrible. Sucedió de camino a casa de mi tío, que quedaba a pocas manzanas de la nuestra. Josrow jugaba en la calle con sus amigos. No era como nuestro Arash, que siempre estaba leyendo. Era un gra­nuja.

—¡Aprende de Arash! —le decía mi tío—. Tiene un año menos que tú y vais a la misma clase. Siempre es el primero. Tú, en cambio, suspendes todos los años. ¿Sabes cómo acabará la cosa? Él será médico, y tú, taxista. ¡Recuerda estas palabras!

Fataneh Janum, la madre de Josrow, mortificada por los comentarios desagradables de su marido, replicaba:

—¡Os equivocáis! Mi niño les da mil vueltas a todos los demás.

Y yo me quedaba mirando a mi primo para ver si se ponía a dar vueltas a alguien, pero eso nunca pasaba.

—Además, ¿cómo que tiene un año menos? —añadía mi tía—. Son ellos los que mandaron al

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