Medio siglo con Borges

Mario Vargas Llosa

Fragmento

libro-2

Borges o la casa de los juguetes

De la equivocación ultraísta

de su juventud

pasó a poeta criollista,

porteño, cursi, patriotero

y sentimental.

Documentando infamias ajenas

para una revista de señoras,

se volvió un clásico

(genial e inmortal).

Llenó su casa,

su vida,

de juguetes:

inventó al viking y al

noroic,

adobó a Schopenhauer

y Stevenson

con las aporías de Zenón

y Las mil noches y

una noche

con las dilaciones, repeticiones,

paradojas y carambolas

del tiempo ido, venido y

congelado.

Su cuarto de juguetes

fue siempre un

bric-à-brac:

tigres, espejos, alfanjes,

laberintos,

compadritos, cuchilleros,

gauchos, sueños, dobles,

caballeros y

asexuados fantasmas.

Demasiado inteligente

para escribir novelas

se multiplicó en cuentos

insólitos,

perfectos, cerebrales

y fríos como círculos.

Las infinitas lecturas,

la imaginación y los sofismas

jugaban allí a las escondidas

y la lenta tortuga

ganaba siempre la carrera

al Aquiles de los pies ligeros.

Hizo del tumultuoso

español

lleno de ruido y furia

una lengua concisa, precisa,

puritana,

lúcida y bien educada.

Inventó una prosa

en la que había tantas palabras

como ideas.

Vivió leyendo y leyó viviendo

—no es la misma cosa—

porque todo en la vida

verdadera

lo asustaba,

principalmente

el sexo y

el peronismo.

Era un aristócrata

algo anarquista

y sin dinero,

un conservador,

un agnóstico

obsesionado con la religión,

un intelectual erudito,

sofista,

juguetón.

Hechas las sumas

y las restas:

el escritor más sutil y elegante

de su tiempo.

Y,

probablemente,

esa rareza:

una buena persona.

Firenze, 4 de junio de 2014

libro-3

Medio siglo con Borges

Esta colección de artículos, conferencias, reseñas y notas da testimonio de más de medio siglo de lecturas de un autor que ha sido para mí, desde que leí sus primeros cuentos y ensayos en la Lima de los años cincuenta, una fuente inagotable de placer intelectual. Muchas veces lo he releído y, a diferencia de lo que me ocurre con otros escritores que marcaron mi adolescencia, nunca me decepcionó; al contrario, cada nueva lectura renueva mi entusiasmo y felicidad, revelándome nuevos secretos y sutilezas de ese mundo borgiano tan inusitado en sus temas y tan diáfano y elegante en su expresión.

Mi estrecha relación de lector con los libros de Borges contradice la idea según la cual uno admira ante todo a los autores afines, a quienes dan voz y forma a los fantasmas y anhelos que a uno mismo lo habitan. Pocos escritores están más alejados que Borges de lo que mis demonios personales me han empujado a ser como escritor: un novelista intoxicado de realidad y fascinado por la historia que va haciéndose a nuestro alrededor y por la pasada, que gravita todavía con fuerza sobre la actualidad. Jamás me ha tentado la literatura fantástica y pocos autores de esta corriente figuran entre mis favoritos. Los temas puramente intelectuales y abstractos, teñidos de inactualidad, como el tiempo, la identidad o la metafísica, nunca me han inquietado demasiado y, en cambio, asuntos tan terrenales como la política y el erotismo —que Borges despreciaba o ignoraba— tienen un papel protagónico en lo que escribo. Pero no creo que estas abismales diferencias de vocación y personalidad hayan sido un obstáculo para apreciar el genio de Borges. Por el contrario, la belleza e inteligencia del mundo que creó me ayudaron a descubrir las limitaciones del mío, y la perfección de su prosa me hizo tomar conciencia de las imperfecciones de la mía. Será por eso que siempre leí —y releo— a Borges no sólo con la exaltación que despierta un gran escritor; también con una indefinible nostalgia y la sensación de que algo de aquel deslumbrante universo salido de su imaginación y de su prosa me estará siempre negado, por más que tanto lo admire y goce con él.

Lima, febrero de 2004

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