Cuando seas mayor

Miguel Gane

Fragmento

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La cálida voz de mi madre me despertó la mañana de Navidad. Era casi una costumbre que, al tiempo que yo abría los ojos y me quejaba entre bostezos, ella se sentara en el borde de la cama para acariciarme la cabeza mientras me susurraba alguna canción. Esa noche no había pasado tanto frío como las anteriores, aunque me desvelé varias veces. Todo estaba oscuro y el único ruido de la casa era el tictac del reloj. Pero enseguida volvía a dormirme, accionando un mecanismo automático con la promesa de que sorprendería a Papá Noel dejándome el regalo debajo del árbol. A las seis y media, con su puntualidad característica, el canto de los gallos me despertó por segunda vez y comencé a revolverme debajo del edredón, pero volví a dormirme una hora más, hasta que mamá me agarró las axilas y, de un tirón, me incorporó sobre la cama. Todavía algo aturdido me dijo que fuese al salón. Entonces, como si me hubiesen echado un cubo de agua helada sobre la cara, abrí los ojos de par en par y esbocé una sonrisa. ¡Mi regalo! Me puse en pie y empecé a saltar sobre el colchón. Mis padres me lo tenían prohibido porque decían que me iba cargar el somier y las patas de madera, pero ese día no me importaba. Sentía que con cada salto llegaba un poco más arriba. Mi madre no decía nada, tan solo se limitaba a recoger cuidadosamente las almohadas y las mantas que se deslizaban al suelo. De un último impulso caí sobre la moqueta. Estaba fría. Por debajo del pijama una brisa de aire helado me puso la piel de gallina. Pero no importaba, había llegado el momento. Me metí la blusa en los pantalones y me los subí por encima del ombligo. Al tirar de las mangas del pijama para cubrirme los brazos, vi lo pequeño que me quedaba. Mis nueve años ya no cabían en él. En aquel momento deseé haber pedido uno nuevo, pero ya no podía ser. Ese año detallé en mi carta, con una precisión casi milimétrica qué era lo que quería.

Me fascinaban los soldados. Puede que fuera porque en mi pueblo había una base militar y me pasaba el día avistando militares, camiones y coches blindados del ejército rumano. De vez en cuando se escuchaban disparos de cañón y las montañas resonaban con fiereza. Pedí una bolsita con cien soldaditos de plástico. Verdes y grises. Y cien, ni uno más ni uno menos. En mi mente ya me veía organizando todas las batallas que imaginara. Tenía absolutamente claro que siempre sería el general de los verdes porque los soldados de mi pueblo iban de ese color. Le conté a Papá Noel que, además, cuando fuese mayor, quería ser militar y que los juguetes podrían ayudarme a aprender tácticas de combate y a familiarizarme con el entorno marcial. También le avisé de que había sacado buenas notas, que no me había metido en líos en todo el año y que siempre que mis padres me requerían para algo, obedecía. Le había dicho todo esto porque en el pueblo éramos pocos los niños a quienes se nos regalaba lo que pedíamos. Incluso éramos pocos a quienes se nos regalaba algo parecido a lo que pedíamos. Hasta aquel momento yo nunca había querido nada en particular y tenía la tranquila sensación de que Papá Noel siempre había acertado.

El árbol de Navidad desprendía su olor característico por todo el salón. Lo había elegido yo mismo a principios de diciembre, antes de que cayesen las primeras nevadas, cuando subí con mi padre a la magura[1] para buscar uno. Ese año había sido el primero en el que papá me había dejado llevar el hacha durante unos minutos. Me sentía muy orgulloso y estaba deseando contárselo a mis amigos, sobre todo a Eduard. Casi toda la colina estaba llena de vecinos que iban a hacer lo mismo que nosotros. Mi padre los saludaba e intercambiaba unas pocas palabras sobre el tiempo con algunos. Desde todos los rincones se escuchaba cómo las hachas impactaban en los troncos. Una y otra vez. Yo escogí un pino mediano. No medía más de dos metros y estaba repleto de ramas. Tenía una estructura perfecta. Era como un triángulo isósceles. Parecía estar hecho a medida para nuestro pequeño salón. Mi padre no tardó mucho rato en tirarlo abajo. Como no podíamos arrastrarlo por la colina, lo ayudé a llevarlo sobre los hombros, aunque yo cargaba con la punta, que era la parte que menos pesaba. Cuando lo metimos en la casa vimos que habíamos acertado porque encajaba a la perfección. Mi madre ya tenía preparadas sus cajas con todo tipo de decoraciones. Había bolas rojas, amarillas, azules, doradas y plateadas. Además, lo envolveríamos con una tira de luces que brillaban mucho y le colgaríamos bombones y chocolatinas. Me pasé varias horas haciendo agujeritos en los envoltorios y pasando un hilo para poder atarlas a las ramas. Fue duro resistirme a la tentación de comérmelos, pero lo hice por el placer de devorarlos poco a poco a lo largo de las fiestas, aunque me comí alguno a escondidas y volví a cerrar el envoltorio de plástico para que mis padres no se diesen cuenta. Ojalá tuviéramos una cámara para hacerle una fotografía, pensé. El resultado era una amalgama de colores sin ningún sentido. Algunas de las bombillitas no se encendían y le daban un aspecto un tanto bochornoso y cutre, pero a nosotros no nos importaba.

Esa mañana vi apoyada en el tronco una bolsa de plástico con un pequeño lazo rojo atado a los bordes. Visualicé los hombrecitos diminutos esperándome. Estaba feliz y excitado. La agarré y rompí la atadura de un tirón. No quise mirar lo que había dentro, pero por el peso calculé que perfectamente podía ser lo que había pedido. Ojalá, ojalá, ojalá, repetía mi cabeza. Estuve a punto de rezar un padrenuestro. Pero no lo hice. Sentía el tacto del plástico en mis yemas y en el antebrazo, hundí la mano dentro de la bolsa y dejé de pensar completamente. Agarré un par de calcetines y, algo sorprendido, los saqué. Entonces abrí las asas todo lo que pude y vi dos plátanos y un huevo Kinder. Nada de soldados verdes. Nada de soldados grises. La dejé caer al suelo, poco a poco, hasta quedar arrugada junto a las hojas de pino muertas y a lo más vivo de la miseria.

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2

La vida era complicada para un niño en un mundo de adultos, quiero decir, uno en el que a los niños no se les permitía serlo en cuanto tomaban conciencia del entorno en el que vivían; un mundo que no reía.

Después de descubrir mis regalos, mi madre asomó por la puerta del salón. Su rostro esbozó la sonrisa más triste que había visto en mi vida. Yo me sentía decepcionado con Papá Noel, y en aquel instante pensé que mi madre también. Me acerqué a ella y, sin mediar palabra, rodeé su cintura con mis pequeños brazos y sentí cómo sus manos subían y bajaban por mi espalda, consolándome. No entendía qué había hecho mal para que Papá Noel no hubiera tenido en cuenta mi carta. Mi madre no decía nada, tal vez era su forma de protegerme. Pero sus ojos hablaban, gritaban a su manera que no habían podido darme más, que ese era el límite de lo que teníamos. Le devolví la sonrisa y, con los regalos en la mano, seguí abrazado a su cuerpo. Pensé en compartirlos con ella y con mi padre, me daba mucha pena que a ellos no les

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