El año del sol negro

Daniel Ferreira

Fragmento

LA CIUDAD QUE OLÍA A TEJADOS CALIENTES

Pronto vendría la noche, cuando cualquiera puede ocultarse. Es una ciudad blanca, asediada por la erosión. Manzanas en cuadrícula demarcadas por postes de palma de macana que sostienen los hilos de telégrafo donde otean palomas pardas, y calles rectilíneas empedradas con arcaduz al centro por las que corren las aguas llovidas. Trescientas casas de paredes resplandecientes que huelen a tejados calientes y que miran la meseta de la que se retiró el mar un día.

Me voy. Cruzaré esa montaña y me uniré a la cuadrilla de Rosario Díaz.

Moriré lejos de este sitio, sin que nadie sepa mi nombre.

El hombre se llama como su padrastro.

No le gustaba ese nombre.

ÚLTIMA BERLINA

Vas camino a las afueras de la pequeña ciudad, a bordo de una calesa descapotada. El caballo saraviado la tira cojitranco. La última berlina que verás en la vida, aunque no lo sepas; la última berlina que conducirás para un patrón, dispuesto a devolverla hoy a sus dueños, gente rica, del otro lado de las cercas de piedra que termiteros de peones anónimos han ordenado una sobre otra desollándose los dedos, reventándose las uñas con pesados machucones, baldados con hernias que inflamaron los testículos y escaldaron las verijas, ¿y todo para qué?¿Qué provecho sacaron de trabajar como mulas?

Vivieron cansados.

Murieron exánimes.

Trabajaron para los bolsefierros: Ricos, godos y tacaños, piensa.

¿Cómo se ponen de acuerdo las hormigas?

CABALLOS ACORRALADOS

Al caballo lo llamas Don Emilio, y se deja guiar de tu mano, y sabes que te extrañará cuando esté encerrado en el establo durante días sin que nadie lo saque y se encabrite de desesperación y relinche y dé coces y vueltas y revueltas y abra los ojos con desmesura como si anticipara una catástrofe. Y tú también lo extrañarás, porque cuando un hombre pasa mucho tiempo aislado puede sentirse igual que un caballo.

Tú, que no extrañas a nadie, ahora crees que extrañarás a un pobre caballo escuálido alimentado con guayabas y verde grama. Todos los piones del mundo extrañan a sus amos, so penco, supones.

La esclavitud es también una costumbre.

¿Por eso extrañará su jornal de esclavo?

Y la paga de agonía.

Y extrañará el plato de mazamorra culpable que debía devorar casi a escondidas en la mesa de la guarnición, tras la cocina de la hacienda junto a los demás obreros, para que la hija y los socios del amo no se avergonzaran de oír los chasquidos, de verlos tragar y sorber y eructar.

LA AVENIDA ENTRE LAS CERCAS DE PIEDRA

El sol de las cuatro era dorado, acariciable y terso como un lulo maduro, y proyectaba ardores y sombras sobre la ciudad tratando de estirarlas hasta hacer que entraran en las casas. La berlina pasó frente a la dentistería, frente a los almacenes de ultramarinos con nombres extranjeros, frente a las barberías, frente a un mercado atestado de piñas anaranjadas, frente a una venta de cerámica con moyas encajadas, frente a un letrero que decía «COMPRO ORO VIEJO», frente a los garitos de licor barato. Más adelante, la calle comercial volteaba al norte por un pasaje de tierra apisonada y amarillenta entre fachadas deshollejadas y tejados de paja, para desplegarse luego en una vasta alameda empedrada con desagüe al centro, rodeada de quintas blanqueadas con cal y separadas por cercas de piedra y adobes entejados. Era la calle más amplia de la ciudad, hecha para que transitaran con comodidad las pocas berlinas que había en esos años, con su cargamento de carne perfumada que vivía en las mansiones.

Avanzas, con el sol sobre el hombro izquierdo. La tarde en tres franjas de ámbar, nacarado y rojo te hiere la mirada. Extrañarás las pesebreras, el olor húmedo y terroso del barro caliente, las cercas de piedra, los abrevaderos entejados, el arco de luz eléctrica, la noria del río, la veleta mecida por el viento, los silos excavados en la tierra para guardar maíz, cebada y trigo, el florecimiento perfumado del naranjal, el color verde insecto del tabaco, el sol indolente que proyecta la sombra del caballo y la berlina que pasan como espectros sobre esa pared que muestra su ropa interior tejida en adobe y argamasas. Eso. Un instante.

¿Qué es lo que te mantiene atado a todo esto?

Todo lo que es hoy desaparecerá mañana.

Todo lo que ves no es lo que parece.

No debes extrañar esto, porque no existe.

Sólo están tú y estos pensamientos que a nadie expresas.

El mundo está vacío, y tú frente a la muerte.

DESPEDIDA EN EL ABREVADERO

La berlina ingresa por el empedrado, pasa junto a los naranjos y se detiene frente al establo. Frenan las ruedas y él desciende a tierra. Esta vez no camina directo a la puerta de la mansión, sino que empieza a quitar los aperos a Don Emilio allí mismo, en el sitio donde al final de cada tarde concluye su jornada de cochero ordinario.

Antes de que venga el patrón a preguntar por qué no acudió a su trabajo, Don Emilio debe estar bañado y pastando junto al abrevadero. Los arneses ordenados y colgados de las grapas.

Toma un balde de madera, lo llena con agua de alberca y baña al animal. Lo cepilla mientras el caballo balancea la cola y hace temblar el cuero para espantar las moscas, y levanta y deja caer un casco, con parsimonia, una y otra vez.

Añorarás sus ollares dilatados que te olfatean cuando lo acaricias y la suavidad aterciopelada de su quijada larga.

Después del baño, llevará al animal enlazado del establo a la sabana y lo dejará libre para que coma.

Don Emilio troncha las ramas de los guayabos a toda carrera hasta detenerse en busca de frutas maduras que triturará con sus belfos suaves. Encuentra una. Muerde. Entonces vuelve el morro y le mira de lejos, sacudiendo la crin.

Animales que perciben el alma.

Adiós, «arrevuar», como decía la hija del patrón antes de volverse loca. Y el caballo relincha y corre más lejos.

Una despedida discreta con la familiaridad del pájaro que salta al lomo de los animales para arrancarles un parásito: la amistad correspondida entre dos amigos que nunca volverán a verse.

Luego el caballo vuelve las ancas y sigue buscando guayabas bajo la hierba.

PALAFRENERO

Entonces el patrón apareció en el establo:

—¿Y tendrá la delicadeza de decir por qué no vino en todo el día, si se puede saber? Lo estuve esperando.

Esquivó la mirada y pensó en las horas muertas que pasó ese día mirando a la gente pasear mientras esperaba a Duque en la cantina de Inés. Le parecía estar viéndolo entrar de pronto con sus saludos a grito herido y su risa estridente y buscarlo con la mirada y luego acercarse y acomodarse en el banco, sólo para que tú le preguntaras si había tenido noticias de Rosario Díaz.

—No se sabe ni mierda —responde Duque, y bebe la copa que le puso la cantinera—. Anoche pasó por Lebrija, pero hoy lo mismo puede estar en el páramo que en el río Chicamocha o entrando en M

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