Ahí les dejo esos fierros

Alfredo Molano Bravo

Fragmento

A lo bien

Yo a Tarazá le debo lo que soy, ahí conseguí lo que tengo, ahí aprendí lo que sé. No es como dice mi mamá, que en ese pueblo, que era nuestro, yo no conseguí más que vicios. Cierto que aprendí a tomar, a meter perico y a vivir rico. Andaba relajada en una 4x4 Prado con aire acondicionado, bien uniformada, vistiendo a lo bien y con fierro cortico. Todo mundo nos respetaba. También conocí al Bachiller, un regalito del cielo. ¿Cómo olvidarlo? Aprendí cosas que desde afuera parecen feas pero que desde adentro son necesarias. Allá, por primera vez me tocó demostrar que yo era quien era: me mandaron liquidar a una guerrilla que no había querido colaborar. La habían detectado haciendo una remesa en una cooperativa que era nuestra, pero que nadie sabía. La siguieron y cuando ya tenía todo organizadito y se montaba al carro, le caímos. No supo qué decir ni qué explicar. Temblaba. Se le bregó: que de dónde era, que para dónde iba, que quién era su mando. Pero ella se ranchó. Sólo me confesó su nombre: Graciela. Ni lloraba. Miraba al suelo y por más amenazas, gritos y golpes, nada dijo. Entonces el Bachiller dio la orden: «Al piso. Llévenla al quebradero». Él era así, decía lo que tenía que decir en plata blanca. Y al quebradero la estábamos llevando cuando él, mirándome con esa mirada de diablo que tenía, me dijo: «Aprenda usted a hacerlo. Mire a ver cómo hace, pero cuando yo vuelva a verla, que sea cuando esté ya aprendidita».

A mí se me heló la sangre. No quise, por mujer que éramos ella y yo, dejarla tocar de arma blanca. Yo misma le disparé a la cabeza. Ella no la movió. Estaba amarrada para que en el momento de disparar no se pudiera errar el tiro, y arrodillada para que a uno le quedara el coco a la altura de la cintura. El tiro le abrió la caja de par en par. Así la despedimos porque, como decía el Bachiller, había que hacerla ir humillada.

Ella no fue la primera. Ni supimos su nombre verdadero. Después de la primera vez, me tocó hacerlo muchas veces, hasta perder la impresión. Ella se quedó a vivir en el sueño. Yo cerraba los ojos y la veía desenterrarse, levantarse y perseguirme. Yo la miraba viva en una loma, en la trocha donde se quedó mirando al piso, y aunque se mandó enterrar, nunca se fue. El remedio, me dijo el Bachiller, «es obedecer la orden una y otra vez, y acercársele más al cuerpo del condenado». Un día me dio un machete para completar un despelleje que ya habían comenzado a hacerle a un muchacho que ni era guerrillo. Eso fue más duro porque el vivo grita y babea y bota sangre y a uno lo salpican esas sustancias calientes de miedo.

Duré ocho meses andando a lo bien. De noche subíamos a la base y de día vigilábamos. El Bachiller me mandaba cada rato a la zona, donde me encargaban de conversar con las mujeres del oficio. Ellas siempre saben mucho y si uno se hace amiga de ellas, cuentan lo que les han contado. Los hombres son flojos en la cama y para compensar cuentan cosas que hacen fuera de ella. Muchas son mentiras, pero una que otra es verdad, y esas verdades son las que una busca y a una la orientan. A una le cuentan de todo y de todos. Ahí una pesca también lo que hacen o no hacen, o mejor, quieren hacer, los nuestros. Es como si una se metiera por boca de ellas, en sus ojos. Que fulanito le lleva la mala al mando, que zutanito quiere volarse, que perencejito habla con la guerrilla. Mucho se conoce por boca de ellas. Yo creo que los mandos permiten que los muchachos vayan a las zonas para saber qué tienen en mente hacer. En cambio a nosotras, las mujeres, sí no nos dejan meter con civiles. Para una meterse con ellos tiene que ser de asiento y de tiempo. Yo no estuve conforme con ese modo de desigualdad ni en las autodefensas ni en la guerrilla. Y eso que en la guerrilla hay más igualdad, más consideración con la mujer. Allá, si se trata de un bulto de remesa, pese lo que pese, lo cargan hombres y las mujeres por igual. ¡Y por aquellos filos! Yo recuerdo en Dabeiba cuando, recién ingresada, todavía en mis seis meses de prueba —que es lo que ellos dan por seguridad, para no reclutar cosas que no sirven—, vi esos filos que nunca terminaban, que parecían una escalera al cielo; o esos rodaderos por donde el bulto llega primero al infierno que una. Los camaradas se apiadaban al comienzo de las primíparas y sobre todo de aquellas como yo, que no éramos netamente campesinas, porque yo nací en Cali y viví ahí en Aguablanca hasta la edad de doce años. A mi papá lo arruinaron. Era carpintero, pero en una de esas bajadas que se pegaba la harina, quedó sin trabajo, no pudo responder por las deudas y nos tocó volarnos para Dabeiba, donde mi mamá tenía un hermano acomodado. Allá llegamos para un 8 de enero: mis papás, mi hermana, mayor un añito que yo, y mi hermano, que apenas medio gateaba. Mi tío comenzó a echarle los perros a mi hermana desde cuando la vio. Ella es bonita, tiene el cuerpo bien hechecito y unos ojos voladores. Mi tío la seguía para donde ella fuera. Le ayudaba en todo oficio que le tocara. La espiaba cuando se bañaba y llegó a gatearle por la noche. Mi hermana nada decía porque tenía miedo de que le desautorizaran la queja; mi mamá también, de fijo, lo sabía, pero, pienso ahora, debía temer un escándalo porque, al fin, de mi tío dependíamos. Ella se fue haciendo señorita con ese miedo.

Hasta que un día llegó a la casa una comisión de la guerrilla. Nosotros no conocíamos más gente armada que los pocos policías que pasaban por el barrio buscando a quién montársela, ni más soldados que los que miraba uno de permiso, por ahí en la terminal. Pero mirar hombres de guerra, nunca. Nos impresionaron. A mi hermana más que a mí, seguro por lo volantona que estaba ya. Tomaron tinto, preguntaron y se fueron. Volvieron como al mes. Y esa vez se quedaron más tiempo. En la comisión venía una mujer anegrada y fuerte que le puso el ojo a mi hermana. Y mi hermana, de seguro, a alguno de los muchachos. Lo cierto es que a mi hermana desde esa vez se le miraba como interesada en esa vida. Hasta que un día la invitaron al comando. Mi papá no se negó porque era difícil un no. Duró no tres días, como habían dicho, sino ocho. Mi mamá ya estaba nerviosa. Darcy, mi hermana, volvió con una sonrisa que no le cabía en la cara. Los muchachos, como llamaban por allá a la guerrilla, cogieron nuestra casa de pasadero y después de posadero. Un día Darcy dijo en la comida: «Mañana me voy con ellos». A mi tío se le atragantó el caldo. Gritó: «Esos son comunistas, son asesinos, son viciosos». Mi mamá se echó a llorar y mi papá se quedó callado, como pensando. Mi hermana se fue a dormir y, de seguro, a soñar. Al amanecer oí que silbaban. Ella se rodó de la cama, se echó al hombro la bolsa de los útiles y hasta ahí fue hija de familia.

A mí me fue gustando esa vida. Una se veía elegante con camuflado y más con fusil. Así que mi Darcy comenzó a hacerme carantoñas y un día me rendí y le pedí ingreso a la mujer que comandaba las comisiones que arrimaban a mi casa y que por nombre de guerra se llamaba Karina. Era fuerte, seria, pero quería mucho a mi hermana y, de paso, a mí. Una madrugada me les pegué y tras el silbido de Ricaurte, el mando de la escuadra y marido de mi hermana, me fui. En el comando me dijer

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