I.
La niña de la foto es realmente fea. Debajo de la enorme capota se ve una carita grumosa, de enormes cachetes y diminutos ojos de zarigüeya, vivos y sonrientes. Sobre el labio superior, como un oprobio, la huella mínima, pero inocultable, del dedo torpe del dios que sopló sobre el barro aún fresco para darle vida.
Esa niña soy yo y este relato es, entre otras cosas, el de mis tratos con la belleza. Y, como todo relato verdadero, es también, hasta cierto punto, un ajuste de cuentas con los demás, pero sobre todo conmigo misma. Una lona en cuyas esquinas no hay segundos. Un laboratorio donde remiendo mi propio Frankenstein.
No sé si la mancha sobre el labio es rosa pálido, o violeta o marrón, en parte porque la fotografía es en blanco y negro —uno de esos «retratos» antiguos de bordes blancos y ondulados— y en parte porque ya no tengo el estigma: por alguna razón misteriosa a los tres o cuatro años se diluyó, o lo aspiré en un acto desesperado que me libró de él para siempre.
Todo comenzó para mí, como para cualquier mortal, en el reino del agua: la vieja historia de un sereno flotar que un día cualquiera cesa y se convierte primero en inquietante chapoteo en el vacío y luego en la sensación de que una boca monstruosa te absorbe y te saca de las plácidas tinieblas. Hasta aquí ninguna novedad. En mi caso, sin embargo, la última parte de ese primer capítulo no culminó de la forma sintética, fluida y eficaz que siempre se espera. Cuando mi cabeza empezó a penetrar en el túnel que me conduciría a la salida, me encontré con un obstáculo, el primero de los muchos que iba a tener a lo largo de la vida. Mi persistencia de topo ciego se estrellaba reiteradamente contra un mundo cerrado, un colchón de fulgores violáceos que empezó a provocar estallidos en mi cerebro. Los oídos, que apenas si habían captado hasta entonces pálidos rumores, empezaron a zumbar, como si en cada uno de ellos habitara un abejorro gigante. Todo me daba vueltas. Dentro de mi cuerpo sentía un tum tum de tambores. En mi frente empezó a crecer un resplandor color sangre y en mi boca apareció un sabor amargo. Aquel mar, antes acogedor, comenzó a ahogarme. Yo luchaba como un gladiador diminuto entre las fauces de una fiera. Entonces, en el momento mismo en que mi esfuerzo amenazaba con desfallecer, me convertí en un silbo, en una partícula luminosa que bajaba en espiral desde la eternidad, que es, como se sabe, un mar sin orillas. Un siglo después salí por un agujero sangrante. El Tiempo apareció, me hizo saber que ya no era un renacuajo perpetuo y me instó a usar mis pulmones. Entonces di un alarido pavoroso, que era a la vez de liberación y de miedo.
Mi madre se asustó al verme. Yo era la primogénita y ella había estado esperando un niño rosado, de ojos almibarados como los suyos y una cabeza perfecta, redonda y calva. (La cabeza fue siempre fundamental en su juicio sobre la mayor o menor perfección del prójimo: la proporción, la forma y el vigor capilar eran definitivos.)
Lo que expulsó, en cambio, después de veinticuatro amargas horas de dolores y pujos, fue un ser repulsivo, de cabeza oblonga, que venía envuelto, casi como presagio atroz, en una sustancia llamada meconio, que no es otra cosa —según definición del diccionario— que un excremento negruzco formado por mocos, bilis y restos epiteliales.
Mi madre me dio unos días de plazo para desamoratarme, desarrugarme, y entonces sí develar mi verdadero ser, acorde a su noción de belleza. Imposible que la genética le hubiera jugado esa broma cruel, ignorando las pestañas cerradas, la barbilla perfecta y la piel lechosa de ella misma y de mis innumerables tías y primas. Tendría paciencia, pensó, mientras se recuperaba de los malos tratos de la naturaleza, que había hecho que yo desgarrara su vagina, causándole una hemorragia que obligó a mi abuela y a un par de asistentas a extender al sol sábanas y trapos durante casi dos semanas.
Aquel plazo silencioso que ella me había dado empezó a tardar tanto que antes del año ya había perdido las esperanzas. Su lógica cartesiana, que la llevaba a pensar que hasta el más insignificante de los hechos está inserto en una trama de causas y efectos, hizo que sin malicia alguna, sin perversidad, decidiera para sus adentros que, ya que en su familia la belleza era la constante, tanta fealdad debía venir de la familia de mi padre. Este era un hombre normal, de pelo abundante y labios fruncidos, inocente de que en su árbol genealógico existiera una abuela sin gracia. Y que tal vez nunca paladeó el amargor final de la frase con que mi madre catalogó, durante toda mi vida, todo aquello de mí que le resultaba molesto: «Eso es heredado de su papá».
Sin embargo, aquel deslucimiento mío no iba a quedarse así como así, pensó mi madre, educada en la más absoluta disciplina y con una idea muy clara de que un hombre se labra su destino minuciosamente. Algo podría ella hacer, aunque la cosa no pintara fácil.
El impacto de mi fealdad tuvo, sin embargo, rápida compensación para mi madre: cuando mi hermana, con una facilidad pasmosa, sacó su cabeza por el camino ya expedito que yo tan brutalmente había abierto once meses antes, todo en su semblante testimoniaba que se había librado de los genes implacables de la abuela desconocida. Era una niña preciosa, de ojos oscuros, nariz fina y piel transparente como papel de arroz.
Mientras nos miraba, una al lado de la otra, mi madre debió preguntarse secretamente por nuestros destinos. Mi hermana ya llevaba buen trecho ganado, pues la belleza, bien se sabe, es ganzúa que hace ceder todas las cerraduras. Pero ¿qué hacer conmigo? La primera decisión fue elemental: si el espíritu, el carácter, la inteligencia, pueden moldearse, ¿por qué no el cuerpo, máxime si este es reciente, no ha acabado de cuajar, todavía es blando, flexible, maleable? Fue así como se dedicó a frotar mi tabique con manteca de cacao, a peinarme con agua de linaza y de manzanilla, a embadurnar la mancha de mi labio con un pegote de concha de nácar, a darme leche en cantidades colosales para dotar de calcio mis huesos. Todo aquel tratamiento tesonero se combinaba con batas de ojalillo, moños en la cabeza, zapatos blancos y aretes diminutos. Yo fui así altar, tótem, pastel, objeto sagrado frente al que mi madre se doblegaba con reverencia mientras untaba sus sales y sus bálsamos. Yo no sabía que detrás del rito se ocultaba una vocación de alquimista. Mucho tiempo después iba a enterarme de que el amor se manifiesta a veces con desesperación, egoísmo, tretas, trampas. Que el amor jamás es inocente.
Iba a cumplir cinco años cuando un nuevo ser de cejas pobladas, ojos adormecidos y mejillas color merengue, nació dando alaridos en la habitación del fondo. Mis padres no podían estar más ufanos: la criatura no sólo era de una belleza luminosa sino que era un varón, como lo testimoniaba el extraño adminículo color rosa claro que titubeaba entre sus piernas de recién nacido, y que yo conjeturé, a primera vista, que era una excrescencia vil que hacía de mi nuevo hermano un anormal. De modo escueto, aunque con una cierta sonrisa, se me informó que esa subespecie llamada masculina tenía en ese lugar, indefectiblemente, ese tipo de órgano.
Yo recibí al nuevo miembro familiar con una mezcla de curiosidad y recelo. En cuestión de días descubrí el placer de la crueldad, que se tradujo en insólitos experimentos que llevé a cabo a espaldas de mi madre. Metía mis dedos en los ojos de la nueva criatura, tapaba por unos instantes su nariz hasta ver cómo manoteaba con desesperación, mordía uno de sus pies cuando me pedían que la cuidara, mientras mi madre y Narcisa —una joven negra, que llamaban algunas veces la niñera y otras veces la de adentro— mezclaban el agua en la tina. Los berridos de mi hermano me causaban una excitación extraordinaria, un paroxismo de felicidad y terror. Muy tiesa, al lado de la cama, disimulaba, sin embargo, mis emociones y mostraba a mi madre una sonrisa hipócrita cuando me indagaba con una mirada llena de sospechas. La culpa, ese pajarraco que tarde o temprano viene a picotear en nuestra ventana, no hacía todavía sus estragos.
Dos semanas después un revoloteo generalizado nos permitió enterarnos, a mi hermana y a mí, de que al día siguiente iba a celebrarse el bautizo del nuevo miembro de la familia. Trajeron vino, flores, postres. En la cocina colgaba, desde hacía diez días, un inmenso pernil salado. Me pareció que era demasiada fiesta para el simple hecho de ponerle a alguien un nombre.
A la ceremonia religiosa fuimos todos: mi abuela materna, los innumerables tíos, algunos amigos de la familia y el cura. Mi hermana y yo parecíamos un par de pasteles con crema entre nuestros vestidos. Y la nueva criatura, con sus puños cerrados, había perdido momentáneamente su condición masculina entre un faldón almidonado que había servido para tal menester por varias generaciones.
—¿Por qué agua? —pregunté.
—Es agua bendita —me explicó la vecina.
—Si se muere, que Dios no lo quiera —añadió una de mis tías—, se irá al cielo y no al limbo, el lugar adonde van los que no están bautizados.
¡El limbo! Hasta entonces sólo sabía del cielo, donde estaba el dios al que le rezaba antes de acostarme. Traté de representarme el limbo y lo que me imaginé resultó muy desagradable: cientos de almas de infantes llorando a un mismo tiempo, acostados en un enorme colchón de nubes.
Durante la fiesta, puesta toda la atención en el recién nacido, en la comida y en las bebidas, mi hermana y yo fuimos felizmente inexistentes. El ajetreo me permitió moverme a mis anchas entre las piernas de los adultos, ensuciando manos y codos y rodillas, y los bordes de mi vestido de organza.
Alguien allá arriba dijo que hacía calor, que sería bueno tomar un poco de aire. Opiné lo mismo. Pero en vez de dirigirme al patio central, que era donde estaba todo el mundo, me escabullí por el corredor y llegué a la puerta de la casa. La larga calle me anunciaba que al final de ella encontraría un mundo novedoso, que me había sido escamoteado hasta entonces. La decisión era sencilla: ir hacia la derecha, donde yo sabía que estaba la plaza, o hacia la izquierda, donde el pueblo se disolvía en una lejana polvareda. Escogí, intuitivamente, el camino de lo desconocido.
Empecé a caminar con una determinación guerrera y una liviandad de ángel. Vi puertas abiertas y zaguanes que daban a jardines y postigos de los que salía música, y muros en los que había gatos enrollados. El hecho de que la gente con la que me topaba parecía no verme y algo en mis mejillas adormecidas me confirmaron que era invisible. Crucé una calle y otra y otra; el pueblo tranquilo por el que había estado caminando se convirtió en cuestión de metros en una especie de enorme jaula donde cantaban muchos pájaros, en una fiesta llena de algarabía y polvo y correteos. Era una alegría distinta a la que yo conocía hasta entonces, una alegría que nada tenía que ver con la que había en la fiesta del bautizo de mi hermano. Me dejé llevar por otra que había dentro de mí, por una desconocida que en medio de un sueño aspiraba en el aire una mezcla de humo y frutas y fango y perfumes chirriantes, mientras sentía en las sienes unos golpecitos deliciosos y en la barriga aleteos y cosquillas.
Anochecía, y las luces de los faroles, que en este momento del relato conviene que sean de un amarillo mortecino, empezaron a encenderse. Giré hacia un callejón lleno de sombra, inesperadamente solitario. Nunca necesitamos tanto de otro como cuando oscurece. La cobarde que siempre ha habitado en lo más hondo de mí empezó a correr alocadamente de un lado para otro, como si mover las piernas con tanto brío garantizara una meta conocida. La desesperación enceguece. El cielo empezó a hacerse cada vez más lejano, como cuando uno cae al fondo de un pozo, y un jadeo animal reemplazó al llanto que pujaba por salir de mi garganta. De repente, una mujer que me había estado observando desde la ventana salió de una casa, me detuvo y, acuclillándose para estar a mi altura, empezó a interrogarme.
Un grupo de personas se acercó a curiosear.
—Está perdida —dijo la mujer, como si acabara de descubrir América. Alguien mencionó el nombre de mi madre.
Cuando llegué a mi casa de la mano de ese alguien, ya había un puñado de personas en la puerta, alarmadas, esperando la comisión que estaba dedicada a buscarme. Fui recibida con abrazos y reproches. La noticia de que me había escapado se le había ocultado a mi papá, para no enojarlo. Entré a la casa en medio de suspiros de alivio, ufana como nunca, tremendamente satisfecha de mí misma. No sólo había sido capaz de violar el umbral de las prohibiciones, no sólo había sobrevivido, sino que, además, era amada. Amada y necesitada.
Para remediar mi fealdad mi madre recurrió a otros ardides. Como desde temprano creyó ver en mí ojos vivos y mente inquieta, concluyó que también había heredado de mi padre la inteligencia, virtud fundamental por la cual había sido elegido como marido. Pero la mía era aún inteligencia en bruto —valga el oxímoron— susceptible de ser potenciada y dirigida. Tomó entonces, apenas pudo, todo tipo de iniciativas, gracias a las cuales mis neuronas fueron bombardeadas con innumerables estímulos: a través de sus axones y dendritas mis células nerviosas recibieron, mucho antes de pisar un colegio, el impacto del Número y de la Letra Escrita.
Y es que para mi madre, que era maestra, la educación era la única forma de salir adelante. Lo creía así, a pesar de que cuando niña la habían hecho cantar en la escuela una canción que parecía haberse escrito pensando en sus mejillas con hoyuelos y en sus labios de un color rosa idéntico al de la lengua de los gatos:
Pues yo como soy bonita
con poco estudio tendré,
y de ese modo obtendré
ser una gran señorita.
Por fortuna, todo parecía demostrarle a mi madre que, en efecto, yo era una niña lista y sin pereza. De una bolsa de taumaturgo fue sacando, entonces, no palomas asustadas, sino aes y oes y úes. En el cartoncito donde se dibujaba la E había pintado un elefante; en el que había escrito la A había un ángel de amplias alas; aquella literalidad, en lugar de defraudarme, me llenó de fascinación; una parte de mi cerebro, la más oscura, comprendió o creyó comprender uno de los misterios más apasionantes del universo: que cada cosa tangible es susceptible de ser representada por unos signos caprichosos y bellos e irreductibles. Adoré las vocales, mucho más resueltas, directas, ambiciosas, que las ásperas consonantes que dependían de ellas para existir. Sentí cosquillas subiendo por mi columna vertebral cuando conocí la palabra Madagascar. Llover, cristal, arena eran pura música en mis oídos. Y relacioné la luminosidad de la cara de mi madre con la palabra mar, la más bella de todas.
Colgando como cola de cometa de mis recientes descubrimientos llegó entonces la poesía, que en ese entonces no era otra cosa que palabras llenas de aire que se juntaban de manera caprichosa, como los colores del arco iris en un charco de aceite. La poesía era sonido, pero también una manera divertida de jugar a desbaratar la lógica de las cosas. Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa —recitaba mi padre—, y los versos que más me gustaban eran los que entendía muy a medias: érase una alquitara pensativa,/ érase un elefante boca arriba/ era Ovidio Nasón más narizado. Las palabras superlativa, alquitara, narizado creaban en mi cabeza imágenes nítidas de objetos extraordinarios cuya realidad no me interesaba constatar.
Mi madre se encargó de enseñarme poemas, muchos poemas. Descubrí entonces que la memoria, esa potencia de la mente que en la infancia resulta tan irrelevante y en la vejez tan consoladora, podía ponerse al servicio de algo. La consecuencia inevitable fue la práctica abominable de la recitación.
En un principio ignoraba que habría recompensas adicionales a la de salir triunfante del único reto que tenía: no olvidar ni una sola palabra del poema. Estas recompensas, sin embargo, llegaron pronto.
No podría decir ahora de qué acto se trataba: una luz amarillenta me hace pensar que es de noche, el salón está atiborrado de gente, hay movimientos y ruidos y un acomodarse de familias con niños engalanados. Yo misma parezco un pájaro fantástico con mi vestido azul cielo de volantes. De repente, unas manos me agarran de la cintura, por debajo de la tela, me izan en el aire, me depositan con toda delicadeza sobre una tarima enorme. Frente a esa multitud de ojos clavados en mí, mientras el murmullo de las voces se acalla y da paso a un silencio que me concierne enteramente, que se convierte en una demanda, siento, por primera vez en la vida, que soy un ser enteramente diferenciado, una persona, como dirían los griegos, que ahora carga con una responsabilidad. Alguien susurra algo a mi oído y yo abro mi boca y dejo que las palabras salgan con movimientos ondulantes, como esas cintas de colores que las bailarinas hacen girar en el aire, mientras me afinco en mis piernas y miro a un punto fijo, para que nada se me escape, para que no me traicione la memoria. Cuando termino, otra música se levanta, música de palmas, torrencial y viva como una lluvia, y yo miro a mi madre que me sonríe porque no la he defraudado, porque he hecho mi número con suficiente gracia. Y entonces otra vez las manos misteriosas me levantan y me depositan en la tierra, y alguien me besa en la frente, y alguien más me acaricia el pelo, donde el moño de seda se estremece como a instancia de los latidos de mi corazón.
Como se sabe, en cada uno de nosotros habitan muchos yos. Intuyo que fue aquella vez, en aquel salón de actos, entre la vacilación y el aplauso, donde nació, sin saberlo, mi yo extrovertido e histriónico, el que se alimenta de la mirada y el reconocimiento de los demás. Un yo que es muy útil a los tímidos y a los inseguros, pero sobre todo a los invisibles.
De esto último conozco bien porque hubo momentos de mi vida en que fui invisible. La invisibilidad, en mi caso, no era un don como el de esos personajes de los cuentos que pueden escurrirse en espacios ajenos para espiar a los demás o para llevar a cabo sus picardías. ¡Ya quisiera yo! No. Ser invisible significaba que cada tanto mi identidad se reducía hasta el punto de hacerme dudar de mi propia existencia.
No se crea, sin embargo, que hablo de un debilitamiento de la personalidad. No. Personalidad he tenido, en ocasiones incluso en exceso. La invisibilidad, estoy segura, provenía de la mirada de los otros.
Padecí de cierta invisibilidad en la infancia pero mucho más en otras épocas. Estaba en la mitad de mi veintena y flotaba en un mar de incertidumbres, agobiada por tareas que odiaba y que se chupaban todo el tiempo que alguna vez había soñado para la escritura, cuando pasé por una de esas rachas. Cierta vez vi cómo se abría la puerta de mi pequeña oficina universitaria y un hombre sin maneras, un burócrata mañoso que era nuestro decano, asomó su cabeza, rematada por un odioso copete rizado, echó un vistazo general, y gritó a alguien que estaba afuera: «aquí no hay nadie». Quedé estupefacta, porque ya desde hacía un tiempo tenía la sensación de no ser vista: los amigos de mi reciente marido hablaban entre ellos como si yo no existiera, mi suegra me ignoraba, y los empleados de los talleres de carros o las gasolineras hablaban para sí mismos como si no tuvieran interlocutor. Sólo mis alumnos, con sus miradas estáticas, me conferían existencia.
Recuperar la sensación de ser algo tangible no fue cosa fácil. Lo logré usando un par de estrategias que me reservo. Básteme decir que el yo oculto fue poco a poco transformándose en un yo irónico, y que por tanto, al no necesitar demasiado al histriónico, lo fue moderando.
En la infancia y la adolescencia, sin embargo, hice de l