El Tercer Reich

Roberto Bolaño

Fragmento

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20 de agosto

Por la ventana entra el rumor del mar mezclado con las risas de los últimos noctámbulos, un ruido que tal vez sea el de los camareros recogiendo las mesas de la terraza, de vez en cuando un coche que circula con lentitud por el Paseo Marítimo y zumbidos apagados e inidentificables que provienen de las otras habitaciones del hotel. Ingeborg duerme; su rostro semeja el de un ángel al que nada turba el sueño; sobre el velador hay un vaso de leche que no ha probado y que ahora debe estar caliente, y junto a su almohada, a medias cubierto por la sábana, un libro del investigador Florian Linden del que apenas ha leído un par de páginas antes de caer dormida. A mí me sucede todo lo contrario: el calor y el cansancio me quitan el sueño. Generalmente duermo bien, entre siete y ocho horas diarias, aunque muy raras veces me acuesto cansado. Por las mañanas despierto fresco como una lechuga y con una energía que no decae al cabo de ocho o diez horas de actividad. Que yo recuerde, así ha sido siempre; es parte de mi naturaleza. Nadie me lo ha inculcado, simplemente soy así y con esto no quiero sugerir que sea mejor o peor que otros; la misma Ingeborg, por ejemplo, que los sábados y domingos no se levanta hasta pasado el mediodía y durante la semana sólo una segunda taza de café –y un cigarrillo– consiguen despertarla del todo y empujarla hacia el trabajo. Esta noche, sin embargo, el cansancio y el calor me quitan el sueño. También, la voluntad de escribir, de consignar los acontecimientos del día, me impide meterme en la cama y apagar la luz.

El viaje transcurrió sin ningún percance digno de mención. Nos detuvimos en Estrasburgo, una bonita ciudad, aunque yo ya la conocía. Comimos en una especie de supermercado en el borde de la autopista. En la frontera, al contrario de lo que nos habían advertido, no tuvimos que hacer cola ni esperar más de diez minutos para pasar al otro lado. Todo fue rápido y de manera eficiente. A partir de entonces conduje yo pues Ingeborg no confía mucho en los automovilistas nativos, creo que debido a una mala experiencia en una carretera española, hace años, cuando aún era una niña y venía de vacaciones con sus padres. Además, como es natural, estaba cansada.

En la recepción del hotel nos atendió una chica muy joven, que se desenvuelve bastante bien con el alemán, y no hubo ningún problema para encontrar nuestras reservas. Todo estaba en orden y cuando ya subíamos divisé en el comedor a Frau Else; la reconocí de inmediato. Arreglaba una mesa mientras le indicaba algo a un camarero que, a su lado, sostenía una bandeja llena de botellines de sal. Iba vestida con un traje verde y en el pecho llevaba enganchada la chapa metálica con el emblema del hotel.

Los años apenas la habían tocado.

La visión de Frau Else me hizo evocar los días de mi adolescencia con sus horas sombrías y sus horas luminosas; mis padres y mi hermano desayunando en la terraza del hotel, la música que a las siete de la tarde comenzaban a esparcir por la planta baja los altavoces del restaurante, las risas sin sentido de los camareros y las partidas que se organizaban entre muchachos de mi edad para salir a nadar de noche o ir a las discotecas. ¿En aquella época cuál era mi canción favorita? Cada verano había una nueva, en algo semejante a la del año anterior, tarareada y silbada hasta la saciedad y con la que solían cerrar la jornada todas las discotecas del pueblo. Mi hermano, que siempre ha sido exigente en lo musical, seleccionaba con esmero, antes de comenzar las vacaciones, las cintas que habrían de acompañarlo; yo, por el contrario, prefería que fuese el azar quien pusiese en mis oídos una melodía nueva, inevitablemente la canción del verano. Me bastaba con escucharla dos o tres veces, por pura casualidad, para que sus notas me siguieran a través de los días soleados y de las nuevas amistades que iban festoneando nuestras vacaciones. Amistades efímeras, vistas desde mi óptica actual, concebidas sólo para ahuyentar la más mínima sospecha de aburrimiento. De todos aquellos rostros apenas unos cuantos perduran en mi memoria. En primer lugar, Frau Else, cuya simpatía me conquistó desde el primer instante, lo que me valió ser el blanco de las bromas y chirigotas de mis padres, quienes incluso llegaron a burlarse de mí en presencia de la mismísima Frau Else y de su marido, un español cuyo nombre no recuerdo, haciendo alusiones acerca de unos pretendidos celos y de la precocidad de los jóvenes, que consiguieron ruborizarme hasta las uñas y que en Frau Else despertaron un tierno sentimiento de camaradería. A partir de entonces creí ver en su trato conmigo un calor mayor que el dispensado al resto de mi familia. También, pero en un nivel distinto, José (¿se llamaba así?), un chico de mi edad que trabajaba en el hotel y que nos llevó, a mi hermano y a mí, a lugares que sin él no hubiéramos pisado nunca. Cuando nos despedimos, tal vez adivinando que el próximo verano no lo pasaríamos en el Del Mar, mi hermano le regaló un par de cintas de rock y yo mis viejos pantalones vaqueros. Diez años han pasado y aún recuerdo las lágrimas que de pronto se le saltaron a José, con el pantalón doblado en una mano y las cintas en la otra, sin saber qué hacer o decir, murmurando en un inglés del que mi hermano constantemente se burlaba: adiós, queridos amigos, adiós, queridos amigos, etcétera, mientras nosotros le decíamos en español –idioma que hablábamos con cierta fluidez, no en balde nuestros padres llevaban años pasando sus vacaciones en España– que no se preocupara, que el próximo verano volveríamos a estar juntos como los Tres Mosqueteros, que dejara de llorar. Recibimos dos postales de José. Yo contesté, a mi nombre y de mi hermano, la primera. Luego lo olvidamos y de él nunca más se supo. Hubo también un muchacho de Heilbronn llamado Erich, el mejor nadador de la temporada, y una tal Charlotte que prefería tomar el sol conmigo aunque mi hermano estaba loco de remate por ella. Caso aparte es la pobre tía Giselle, la hermana menor de mi madre, que nos acompañó durante el penúltimo verano que pasamos en el Del Mar. Tía Giselle amaba por encima de todo el toreo y su voracidad por esta clase de espectáculo no tenía límites. Imborrable recuerdo: mi hermano conduciendo el coche de mi padre con entera libertad, yo, a su lado, fumando sin que nadie me dijera nada, y tía Giselle en el asiento trasero contemplando embelesada los acantilados cubiertos de espuma bajo la carretera y el color verde oscuro del mar, con una sonrisa de satisfacción en sus labios tan pálidos, y tres pósters, tres tesoros, en su regazo, que daban fe de que ella, mi hermano y yo habíamos alternado con grandes figuras del toreo en la Plaza de Toros de Barcelona. Mis padres, ciertamente, desaprobaban muchas de las ocupaciones a las que tía Giselle se entregaba con tanto fervor, al igual que no les resultaba grata la libertad que ella nos concedía, excesiva para unos niños, según su manera de ver las cosas, aunque yo por entonces rondaba los catorce. Por otra parte siempre he sospechado que éramos nosotros quienes cuidábamos de tía Giselle, tarea que mi madre nos imponía sin que nadie se diera cuenta, de forma sutil y llena de aprensiones. Sea como fuere, tía Giselle sólo estuvo con nosotros un verano, el anterior al último que pasamos en el Del Mar.

Poco más es lo que recuerdo. No he olvidado las risas en las mesas de la terraza, los supertanques de cerveza que se vaciaban ante mi mirada de asombro, los camareros sudorosos y oscuros agazapados en un rincón de la barra conversando en voz baja. Imágenes sueltas. La sonrisa feliz y los repetidos gestos de asentimiento de mi padre, un taller donde alquilaban bicicletas, la playa a las nueve y media de la noche, aún con una tenue luz solar. La habitación que entonces ocupábamos era distinta a esta que ocupamos ahora; no sé si mejor o peor, distinta, en un piso más bajo, y más grande, suficiente para que cupieran cuatro camas, y con un balcón amplio, de cara al mar, en donde mis padres solían instalarse por las tardes, después de comer, a jugar infinitas partidas de naipes. No estoy seguro de si teníamos baño privado o no. Probablemente algunos veranos sí y otros no. Nuestra habitación actual sí que tiene baño propio, y además un bonito y espacioso closet, y una enorme cama de matrimonio, y alfombras, y una mesa de hierro y mármol en el balcón, y un doble juego de cortinas, unas interiores de tela verde muy fina al tacto y otras exteriores, de madera pintada de blanco, muy modernas, y luces directas e indirectas, y unas bien disimuladas bocinas que con sólo apretar un botón transmiten música en frecuencia modulada... No cabe duda, el Del Mar ha progresado. La competencia, a juzgar por el rápido vistazo que pude dar desde el coche mientras enfilábamos el Paseo Marítimo, tampoco ha quedado rezagada. Hay hoteles que no recordaba y los edificios de apartamentos han crecido en los antiguos descampados. Pero todo esto son especulaciones. Mañana procuraré hablar con Frau Else y saldré a dar una vuelta por el pueblo.

¿También yo he progresado? Por supuesto: antes no conocía a Ingeborg y ahora estoy con ella; mis amistades son más interesantes y profundas, por ejemplo Conrad, que es como otro hermano para mí y que leerá estas páginas; sé lo que quiero y tengo una perspectiva mayor; soy económicamente independiente; al revés de lo que habitualmente sucedía en los años de adolescencia hoy jamás me aburro. Sobre la falta de aburrimiento Conrad dice que es la prueba de oro de la salud. Mi salud, según esto, debe ser excelente. Sin pecar de exagerado creo que estoy en el mejor momento de mi vida.

En gran medida la responsable de esta situación es Ingeborg. Encontrarla es lo mejor que me ha sucedido. Su dulzura, su gracia, la suavidad con que me mira hacen que lo demás, mis esfuerzos cotidianos y las zancadillas que me ponen los envidiosos, adquieran otra proporción, la justa proporción que me permite enfrentarme con los hechos y vencerlos. ¿En qué terminará nuestra relación? Lo digo porque las relaciones entre parejas jóvenes son hoy tan frágiles. No quiero pensarlo mucho. Prefiero la amabilidad; quererla y cuidarla. Por cierto, si acabamos casándonos, tanto mejor. Una vida entera al lado de Ingeborg, ¿podría pedir, en el plano sentimental, algo más?

El tiempo lo dirá. Por ahora su amor es... Pero no hagamos poesía. Estos días de vacaciones serán también días de trabajo. He de pedir a Frau Else una mesa más grande, o dos mesas pequeñas, para desplegar los tableros. Tan sólo de pensar en las posibilidades que ofrece mi nueva apertura y en los diferentes desarrollos alternativos que se pueden seguir me entran ganas de desplegar el juego ahora mismo y ponerme a verificarlo. Pero no lo haré. Sólo tengo cuerda para escribir un rato más; el viaje ha sido largo y ayer apenas dormí, en parte porque era la primera vez que Ingeborg y yo iniciaríamos unas vacaciones juntos y en parte porque volvería a pisar el Del Mar después de diez años de ausencia.

Mañana desayunaremos en la terraza. ¿A qué hora? Supongo que Ingeborg se levantará tarde. ¿Había un horario fijo para los desayunos? No lo recuerdo; creo que no; en cualquier caso también podemos desayunar en un café del interior del pueblo, un viejo local que siempre estaba lleno de pescadores y turistas. Con mis padres solíamos hacer todas las comidas en el Del Mar y en ese café. ¿Lo habrán cerrado? En diez años ocurren muchas cosas. Espero que aún esté abierto.

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21 de agosto

Dos veces he hablado con Frau Else. Nuestros encuentros no han sido todo lo satisfactorios que hubiera querido. El primero tuvo lugar a eso de las once de la mañana; poco antes había dejado a Ingeborg en la playa y volví al hotel para arreglar unos asuntos. Encontré a Frau Else en la recepción atendiendo a unos daneses que se marchaban, según se podía deducir de sus maletas y del perfecto bronceado que ostentaban con orgullo. Sus hijos arrastraban por el pasillo de la recepción unos enormes sombreros mexicanos de paja. Acabada la despedida con promesas de un puntual reencuentro para el año próximo, me presenté. Soy Udo Berger, dije tendiendo la mano y sonriendo con admiración; no era para menos, en ese instante, vista de cerca, Frau Else se me presentaba mucho más hermosa y por lo menos tan enigmática como en mis recuerdos de adolescente. Sin embargo ella no me reconoció. Durante cinco minutos tuve que explicarle quién era, quiénes eran mis padres, cuántos veranos habíamos pasado en su hotel e incluso rememorar olvidadas anécdotas bastante descriptivas que hubiera preferido callar. Todo esto de pie en la recepción mientras iban y venían clientes en traje de baño (yo mismo sólo llevaba unos shorts y unas sandalias) que constantemente interrumpían los esfuerzos que hacía para que ella me recordara. Finalmente dijo que sí: la familia Berger, ¿de Múnich? No, de Reutlingen, corregí, aunque ahora yo vivía en Stuttgart. Por supuesto, dijo, mi madre era una persona encantadora, también se acordaba de mi padre e incluso de tía Giselle. Usted ha crecido mucho, está hecho todo un hombre, dijo con un tono en el que creí notar cierta timidez y que, sin que me lo pueda explicar de manera razonable, consiguió turbarme. Preguntó cuánto tiempo pensaba pasar en el pueblo y si lo notaba muy cambiado. Contesté que aún no había tenido tiempo para salir a caminar, dije que había llegado anoche, bastante tarde, y que planeaba estar quince días, aquí, en el Del Mar, por supuesto. Ella sonrió y con esto dimos por terminada la conversación. Acto seguido subí al cuarto, un poco ofuscado, sin saber el motivo exacto; desde allí llamé por teléfono y pedí que me subieran una mesa; dejé bien claro que por lo menos debía tener un metro y medio de largo. Mientras esperaba leí las primeras páginas de este diario, no estaban mal, sobre todo para un principiante. Creo que Conrad tiene razón, la práctica cotidiana, obligatoria o casi obligatoria, de consignar en un diario las ideas y los acontecimientos de cada día, sirve para que un virtual autodidacta como yo aprenda a reflexionar, ejercite la memoria enfocando las imágenes con cuidado y no al desgaire, y sobre todo cuide algunos aspectos de su sensibilidad que, creyéndolos ya hechos del todo, en realidad son sólo semillas que pueden o no germinar en un carácter. El propósito inicial del diario, no obstante, obedece a fines mucho más prácticos: ejercitar mi prosa para que en adelante los giros imperfectos y una sintaxis defectuosa no desdoren los hallazgos que puedan ofrecer mis artículos, publicados en un número cada vez mayor de revistas especializadas, y que últimamente han sido objeto de variadas críticas, ya sea en forma de cartas en la sección Buzón del Lector, ya sea en forma de tachaduras y enmiendas por parte de los responsables de las revistas. Y de nada han servido mis protestas, ni mi condición de campeón, ante esta censura que ni siquiera se molesta en encubrirse y cuyo único argumento lo constituyen mis deficiencias gramaticales (como si ellos escribieran muy bien). En honor a la verdad debo decir que afortunadamente no siempre es así; hay revistas que después de recibir un trabajo mío contestan educadamente con una notita, en la cual tal vez deslicen dos o tres frases respetuosas, y al cabo de un tiempo aparece mi texto impreso sin ningún corte. Otras se deshacen en halagos, son las que Conrad llama publicaciones bergerianas. Los problemas, en realidad, sólo los tengo con una fracción del grupo de Stuttgart y con algunos tipos engreídos de Colonia a los que alguna vez gané aparatosamente y que todavía no me lo perdonan. En Stuttgart hay tres revistas y en todas he publicado; allí mis problemas son, como quien dice, familiares. En Colonia hay sólo una pero de mayor calidad gráfica, distribución nacional y, lo que no deja de ser importante, con colaboraciones retribuidas. Incluso se dan el lujo de tener un consejo de redacción pequeño pero profesionalizado, con un sueldo mensual nada desdeñable por hacer precisamente lo que les gusta. Que lo hagan bien o mal –yo opino que lo hacen mal– es otra cuestión. En Colonia he publicado dos ensayos, el primero de los cuales, «Cómo ganar en el Bulge», fue traducido al italiano y publicado en una revista milanesa, lo que me valió elogios en el círculo de mis amigos y el establecimiento de una comunicación directa con los aficionados de Milán. Los dos ensayos, como decía, fueron publicados, aunque en ambos noté leves alteraciones, pequeños cambios, cuando no frases enteras que eran eliminadas so pretexto de falta de espacio –¡no obstante todas las ilustraciones que solicité fueron incluidas!– o de corrección de estilo, tarea esta última de la que se encargaba un personajillo al que jamás tuve el gusto de conocer, ni siquiera por teléfono, y de cuya existencia real tengo serias dudas. (Su nombre no aparece en la revista. Estoy seguro de que detrás de ese corrector apócrifo se escudan los del consejo de redacción en sus tropelías a los autores.) El colmo llegó con el tercer trabajo presentado: simplemente se negaron a publicarlo pese a que había sido escrito por encargo expreso de ellos. Mi paciencia tenía un límite; pocas horas después de recibir la carta de rechazo telefoneé al jefe de redacción para manifestarle mi asombro por la decisión adoptada y mi enojo por las horas que ellos, los del consejo de redacción, me habían hecho perder inútilmente –aunque en esto último mentí; jamás considero perdidas las horas empleadas en dilucidar problemas relativos a este tipo de juegos, ni mucho menos aquellas en las que medito y escribo sobre determinados aspectos de una campaña que me interese de manera particular. Para mi sorpresa el jefe de redacción contestó con una sarta de insultos y amenazas que minutos antes hubiera creído imposible escuchar en su remilgado piquito de pato. Antes de cortarle –aunque fue él quien finalmente cortó– le prometí que si algún día lo encontraba le iba a romper la nariz. Entre los muchos insultos que tuve que escuchar, tal vez el que hizo más mella en mi sensibilidad fuera el relativo a mi presunta torpeza literaria. Si lo pienso con tranquilidad es evidente que el pobre tipo estaba equivocado, de lo contrario ¿por qué siguen publicando mis trabajos las revistas de Alemania y algunas del extranjero?, ¿por qué razón recibo cartas de Rex Douglas, Nicky Palmer y Dave Rossi? ¿Sólo porque soy el campeón? Llegado a este punto, me niego a llamarlo crisis, Conrad dijo la frase decisiva: aconsejó que olvidara a los de Colonia (allí el único que vale es Heimito y no tiene nada que ver con la revista) y que escribiera un diario, nunca está de más tener un lugar en donde consignar los sucesos del día y ordenar las ideas sueltas para futuros trabajos, que es precisamente lo que pienso hacer.

Imbuido en tales pensamientos me hallaba cuando llamaron a la puerta y apareció una camarera, casi una niña, que en un alemán imaginario –en realidad la única expresión alemana fue el adverbio no– farfulló unas cuantas palabras que tras reflexionar comprendí que querían decir que no habría mesa. Le expliqué, en castellano, que era absolutamente necesario que yo tuviera una mesa, y no una mesa cualquiera sino una que midiera un metro y medio de largo, como mínimo, o dos mesas de setenta y cinco centímetros, y que la quería ahora.

La niña se marchó diciendo que iba a hacer todo lo posible. Al cabo de un rato apareció de nuevo, acompañada por un hombre de unos cuarenta años, vestido con un arrugado pantalón marrón, como si durmiera sin sacárselo por las noches, y con una camisa blanca con el cuello sucio. El hombre, sin presentarse ni pedir permiso, entró en la habitación y preguntó para qué quería la mesa; con la quijada señaló la mesa con la que ya estaba dotado el cuarto, demasiado baja y demasiado pequeña para mis propósitos. Preferí no contestar. Ante mi silencio se decidió a explicar que no podía colocar dos mesas en una sola habitación. No parecía muy seguro de que yo comprendiera su idioma y de tanto en tanto hacía gestos con las manos como si describiera a una mujer encinta.

Un poco cansado ya de tanta pantomima arrojé sobre la cama todo lo que había encima de la mesa y le ordené que se la llevara y volviera con una que tuviera las características que yo pedía. El hombre no hizo ademán de moverse; parecía asustado; la niña, por el contrario, me sonrió con simpatía. Acto seguido cogí yo mismo la mesa y la saqué al pasillo. El hombre salió de la habitación asintiendo perplejo, sin entender lo que había ocurrido. Antes de marcharse dijo que no iba a ser fácil encontrar una mesa como la que yo quería. Lo animé con una sonrisa: todo era posible si uno se empeñaba.

Poco después llamaron por teléfono desde la recepción. Una voz inidentificable dijo en alemán que no tenían mesas como la que yo exigía, ¿deseaba que volvieran a subir la que ya estaba en la habitación? Pregunté con quién tenía el gusto de hablar. Con la recepcionista, dijo la voz, señorita Nuria. Utilizando el tono más persuasivo expliqué a la señorita Nuria que para mi trabajo, sí, yo en vacaciones trabajaba, era absolutamente imprescindible la mesa, pero no la que ya había, las mesas standard que, suponía, tenían todas las habitaciones del hotel, sino una mesa más alta y sobre todo más larga, si no era mucho pedir. ¿En qué trabaja usted, señor Berger?, preguntó la señorita Nuria. ¿Y eso a usted qué le importa? Limítese a ordenar que me suban una mesa como la que he pedido y ya está. La recepcionista tartamudeó, luego con un hilillo de voz dijo que vería lo que podía hacer y colgó precipitadamente. En ese momento recuperé el buen humor, me dejé caer en la cama y me reí con fuerza.

La voz de Frau Else me despertó. Se hallaba de pie junto a la cama y sus ojos, de una intensidad poco común, me observaban preocupados. De inmediato comprendí que me había dormido y sentí vergüenza. Manoteé en busca de algo para cubrirme –aunque de una manera muy lenta, como si aún estuviera en medio de un sueño– pues pese a llevar los shorts la sensación de desnudez era completa. ¿Cómo pudo entrar sin que la escuchara? ¿Tenía acaso una llave maestra de todas las habitaciones del hotel y la usaba sin prejuicios?

Pensé que estaba enfermo, dijo. ¿Ya sabe usted que ha asustado a nuestra recepcionista? Ella sólo se limita a cumplir el reglamento del hotel, no tiene por qué soportar las impertinencias de los clientes.

–En cualquier hotel eso es inevitable –dije.

–¿Pretende saber más que yo acerca de mi propio negocio?

–No, por supuesto.

–¿Entonces?

Murmuré algunas palabras de disculpa sin poder apartar la mirada del óvalo perfecto que era el rostro de Frau Else, en el cual creí ver una levísima sonrisa irónica, como si la situación que yo había creado le resultara divertida.

Detrás de ella estaba la mesa.

Me incorporé hasta quedar de rodillas sobre la cama; Frau Else no hizo el menor gesto de moverse para que pudiera contemplar la mesa a mi antojo; aun así me di cuenta de que era tal como la había deseado, incluso mejor. Espero que sea de su agrado, he tenido que bajar al sótano a buscarla, perteneció a la madre de mi marido. En su voz persistía el retintín irónico: ¿le servirá para su trabajo?, ¿pero piensa trabajar todo el verano?, si yo estuviera tan pálida como usted me pasaría todo el día en la playa. Prometí que haría ambas cosas, un poco de trabajo y un poco de playa, en la justa medida. ¿Y por las noches no irá a las discotecas? ¿A su amiga no le gustan las discotecas? Por cierto, ¿dónde está? En la playa, dije. Debe ser una muchacha inteligente, no pierde el tiempo, dijo Frau Else. Se la presentaré esta tarde, si usted no tiene ningún inconveniente, dije. Pues sí, tengo varios inconvenientes, posiblemente pase todo el día en la oficina, otra vez será, dijo Frau Else. Sonreí. Cada vez la encontraba más interesante.

–Usted también cambia la playa por el trabajo –dije.

Antes de marcharse me advirtió que tratara con mayor delicadeza a los empleados.

Instalé la mesa junto a la ventana, en una posición ventajosa para recibir el máximo de luz natural. Luego salí al balcón y durante largo rato estuve mirando la playa e intentando distinguir a Ingeborg entre los cuerpos semidesnudos expuestos al sol.

Comimos en el hotel. La piel de Ingeborg estaba enrojecida, ella es muy rubia y no le hace bien tomar tanto sol de golpe. Espero que no haya cogido una insolación, sería terrible. Cuando subimos al cuarto preguntó de dónde había salido la mesa y tuve que explicarle, en una atmósfera de paz absoluta, yo sentado junto a la mesa, ella recostada en la cama, que había pedido a la dirección que me cambiaran la antigua por una más grande pues pensaba desplegar el juego. Ingeborg me miró sin decir nada pero en sus ojos advertí un atisbo de censura.

No podría decir en qué momento se quedó dormida. Ingeborg duerme con los ojos semiabiertos. De puntillas cogí el diario y me puse a escribir.

Hemos estado en la discoteca Antiguo Egipto. Cenamos en el hotel. Ingeborg, durante la siesta (¡qué rápido se adquieren las costumbres españolas!), habló en sueños. Palabras sueltas como cama, mamá, autopista, helado... Cuando se despertó dimos una vuelta por el Paseo Marítimo, sin adentrarnos en el interior del pueblo, envueltos en la corriente de paseantes que iban y venían. Luego nos sentamos en el contramuro del Paseo y estuvimos hablando.

La cena fue ligera. Ingeborg se cambió de ropa. Un vestido blanco, con zapatos blancos de tacón alto, un collar de nácar y el pelo recogido en un moño premeditadamente descuidado. Aunque menos elegante que ella, yo también me vestí de blanco.

La discoteca estaba en la zona de los campings, que es también la zona de las discotecas, las hamburgueserías y los restaurantes. Hace diez años allí sólo había un par de campings y un bosque de pinos que se extendía hasta la vía del tren; hoy, según parece, es el conglomerado turístico más importante del pueblo. El bullicio de su única avenida, que corre paralela al mar, es comparable al de una gran ciudad en una hora punta. Con la diferencia de que aquí las horas punta comienzan a las nueve de la noche y no terminan hasta pasadas las tres de la madrugada. La multitud que se arracima en las aceras es variopinta y cosmopolita; blancos, negros, amarillos, indios, mestizos, pareciera que todas las razas hubieran acordado hacer sus vacaciones en este sitio, aunque por supuesto no todos están de vacaciones.

Ingeborg se encontraba radiante y nuestra entrada en la discoteca produjo miradas subrepticias de admiración. Admiración por ella y envidia por mí. Yo, la envidia, la cojo al vuelo. De todas maneras no pensábamos estar mucho rato. Fatalmente no tardó en sentarse en nuestra mesa una pareja de alemanes.

Explicaré cómo sucedió: a mí el baile no me vuelve loco; suelo bailar, sobre todo desde que conozco a Ingeborg, pero antes tengo que entonarme con un par de copas y digerir, por llamarlo de algún modo, la sensación de extrañeza que me producen tantos rostros desconocidos en una sala que por regla general no está bien iluminada; por el contrario, Ingeborg no tiene ningún empacho en salir a bailar sola. Puede permanecer en la pista el tiempo que duran un par de canciones, volver a la mesa, beber un sorbo de su bebida, regresar a la pista y así estar toda la noche hasta caer rendida. Yo ya me he acostumbrado. Durante sus ausencias pienso en mi trabajo y en cosas sin sentido, o tarareo muy quedito la melodía que resuena por los altavoces, o medito en los oscuros destinos de la masa amorfa y de los rostros imprecisos que me rodean. De vez en cuando Ingeborg, ajena a mis preocupaciones, se acerca y me da un beso. O aparece con una nueva amiga y un nuevo amigo, como esta noche la pareja de alemanes, con quienes apenas ha cruzado un par de palabras en el tráfago de la pista de baile. Palabras que unidas a nuestra común condición de veraneantes bastan para establecer algo semejante a la amistad.

Karl –aunque prefiere que lo llamen Charly– y Hanna son de Oberhausen; ella trabaja de secretaria en la empresa donde él es mecánico; los dos tienen veinticinco años. Hanna está divorciada. Tiene un niño de tres años y piensa casarse con Charly apenas pueda; todo lo anterior se lo dijo a Ingeborg en los lavabos y ésta me lo contó al volver al hotel. A Charly le gusta el fútbol, el deporte en general, y el windsurf: ha traído su tabla, de la que dice maravillas, desde Oberhausen; en un aparte, mientras Ingeborg y Hanna estaban en la pista, preguntó cuál era mi deporte favorito. Le dije que me gustaba correr. Correr solo.

Ambos bebieron mucho. Ingeborg, a decir verdad, también. En esas condiciones resultó fácil comprometernos para el día siguiente. Su hotel es el Costa Brava, que queda a pocos pasos del nuestro. Convinimos encontrarnos a eso del mediodía, en la playa, junto al sitio donde alquilan patines.

Sobre las dos de la madrugada nos marchamos. Antes, Charly pagó una última ronda; estaba feliz; me contó que llevaban diez días en el pueblo y aún no habían trabado amistad con nadie, el Costa Brava estaba lleno de ingleses y los pocos alemanes que encontraba en los bares eran tipos poco sociables o venían en grupos compuestos exclusivamente por hombres, lo que excluía a Hanna.

Por el camino de vuelta Charly se puso a cantar canciones que nunca antes había escuchado. La mayoría eran procaces; algunas se referían a lo que pensaba hacerle a Hanna no bien llegaran a la habitación, por lo que deduje que, al menos en las letras, eran inventadas. Hanna, que caminaba del brazo de Ingeborg un poco más adelante, las celebraba con carcajadas esporádicas. Mi propia Ingeborg también se reía. Por un instante la imaginé en brazos de Charly y me estremecí. Sentí cómo el estómago se me contraía hasta quedar del tamaño de un puño.

Por el Paseo Marítimo corría una brisa fresca que contribuyó a despejarme. Casi no se veía gente, los turistas volvían a sus hoteles tambaleándose o cantando y los coches, escasos, circulaban con lentitud en una y otra dirección como si todo el mundo de pronto estuviera agotado, o enfermo, y el esfuerzo fluyera ahora en dirección a las camas y a los cuartos cerrados.

Al llegar al Costa Brava Charly se empeñó en mostrarme su tabla. La tenía sujeta con un entramado de cuerdas elásticas sobre la baca del coche en el estacionamiento al aire libre del hotel. ¿Qué te parece?, dijo. No tenía nada de extraordinario, era una tabla como hay millones. Le confesé que no entendía nada de windsurf. Si quieres te puedo enseñar, dijo. Ya veremos, contesté sin meterme en ningún compromiso.

Nos negamos, y en este punto Hanna nos apoyó con firmeza, a que nos fueran a dejar a nuestro hotel. De todas maneras la despedida se prolongó un rato más. Charly estaba mucho más borracho de lo que yo creía e insistió en que subiéramos a conocer su habitación. Hanna e Ingeborg se reían de las tonterías que decía pero yo me mantuve inalterable. Cuando por fin lo habíamos convencido de que lo mejor era ir a acostarse señaló con la mano un punto en la playa y echó a correr hacia allí hasta perderse en la oscuridad. Primero Hanna –quien seguramente estaría acostumbrada a estas escenas–, luego Ingeborg y, tras Ingeborg y de mala gana, yo lo seguimos; pronto las luces del Paseo Marítimo quedaron a nuestras espaldas. En la playa sólo se oía el rumor del mar. Lejos, a la izquierda, distinguí las luces del puerto adonde mi padre y yo fuimos una mañana, muy temprano, en un infructuoso intento de comprar pescado: las ventas, al menos en aquellos años, se realizaban por las tardes.

Nos pusimos a llamarlo. Sólo nuestros gritos se oían en la noche. Hanna, por descuido, se metió en el agua y se mojó los pantalones hasta la rodilla. Más o menos entonces, mientras escuchábamos las imprecaciones de Hanna, el pantalón era de satén y el agua de mar lo arruinaría, Charly contestó a nuestras llamadas: estaba entre nosotros y el Paseo Marítimo. ¿Dónde estás, Charly?, chilló Hanna. Aquí, aquí, sigan mi voz, dijo Charly. Nos pusimos en marcha otra vez hacia las luces de los hoteles.

–Tengan cuidado con los patines –advirtió Charly.

Como animales abisales, los patines formaban una isla negra en medio de la penumbra uniforme que se extendía a lo largo de la playa. Sentado sobre el flotador de uno de esos extraños vehículos, con la camisa desabrochada y el pelo revuelto, Charly nos aguardaba.

–Sólo quería mostrarle a Udo el sitio exacto donde nos veremos mañana –dijo ante los reproches de Hanna y de Ingeborg, que le echaban en cara el susto que nos había dado y su comportamiento infantil.

Mientras las mujeres ayudaban a Charly a ponerse de pie observé el conjunto de patines. No podría decir con exactitud qué fue lo que me llamó la atención. Tal vez la curiosa manera en que estaban ordenados, diferente de cualquier otra que hubiera visto en España, si bien no es éste un país metódico. La disposición que tenían era por lo menos irregular y poco práctica. Lo normal, incluso dentro de la anormalidad caprichosa de cualquier encargado de patines, es dejarlos de espaldas al mar, alineados de tres en tres, o de cuatro en cuatro. Por cierto, hay quienes los dejan de cara al mar, o en una sola y larga línea, o no los alinean, o los arrastran hasta el contrafuerte que separa la playa del Paseo Marítimo. La disposición de éstos, sin embargo, escapaba de cualquier categoría. Algunos estaban encarados al mar y otros al Paseo, aunque la mayoría, de lado, apuntaban en dirección al puerto o a la zona de los campings en una especie de alineación de erizo; pero aún más curioso era que algunos habían sido levantados, manteniéndose en equilibrio solamente sobre un flotador, e incluso había uno dado vuelta del todo, con los flotadores y las paletas hacia arriba y los sillines enterrados en la arena, posición que no sólo resultaba insólita sino que requería de una considerable fuerza física y que de no haber sido por la extraña simetría, por la voluntad que emanaba del conjunto a medias cubierto por unas viejas lonas, hubiera tomado por obra de un grupo de gamberros, de los que recorren las playas a medianoche.

Por supuesto, ni Charly, ni Hanna, ni siquiera Ingeborg notaron nada fuera de lo normal en los patines.

Cuando llegamos a nuestro hotel pregunté a Ingeborg qué impresión le habían causado Charly y Hanna.

Buenas personas, dijo. Yo, con algunas reservas, estuve de acuerdo.

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22 de agosto

Desayunamos en el bar La Sirena. Ingeborg tomó un english breakfast consistente en una taza de té con leche, un plato con un huevo frito, dos lonjas de bacon, una porción de judías dulces y un tomate a la plancha, todo por 350 pesetas, bastante más barato que en el hotel. En la pared, detrás de la barra, hay una sirena de madera con el pelo rojo y la piel dorada. Del techo todavía cuelgan unas viejas redes de pescar. Por lo demás, todo es distinto. El camarero y la mujer que atiende la barra son jóvenes. Hace diez años aquí trabajaban un viejo y una vieja, morenos y arrugados, que solían charlar con mis padres. No me atreví a preguntar por ellos. ¿Para qué? Los de ahora hablan catalán.

Encontramos a Charly y Hanna en el sitio convenido, cerca de los patines. Dormían. Después de extender nuestras esterillas junto a ellos, los despertamos. Hanna abrió los ojos de inmediato pero Charly gruñó algo ininteligible y siguió durmiendo. Hanna explicó que había pasado muy mala noche. Cuando Charly bebía, según Hanna, no conocía límites y abusaba de su resistencia física y de su salud. Nos contó que a las ocho de la mañana, casi sin haber dormido, salió a hacer windsurf. En efecto, la tabla estaba allí, junto a las costillas de Charly. Luego Hanna comparó su crema bronceadora con la de Ingeborg y al cabo de un rato, ambas extendidas de espaldas al sol, la conversación giró hacia un tipo de Oberhausen, un administrativo que al parecer tenía intenciones serias con respecto a Hanna aunque ésta sólo «lo apreciaba como amigo». Me desentendí de lo que decían y dediqué los minutos siguientes a observar los patines que tanta inquietud me habían producido la noche anterior.

No eran muchos los que estaban en la playa; la mayoría, ya alquilados, se deslizaban lentos y vacilantes por un mar en calma y de un intenso color azul. Por descontado, en los patines que aún no habían sido alquilados no se advertía nada inquietante; viejos, de un modelo superado incluso por los patines de otros puestos, el sol parecía reverberar sobre sus superficies agrietadas en donde la pintura se descascaraba inexorablemente. Una cuerda, sostenida por unos cuantos palos enterrados en la arena, separaba a los bañistas de la zona acotada de los patines; la cuerda apenas se levantaba unos treinta centímetros del suelo y en algunos sitios los palos se habían inclinado y estaban a punto de caerse del todo. En la orilla distinguí al encargado, ayudaba a un grupo de clientes a hacerse a la mar cuidando que el patín no golpeara la cabeza de alguno de lo

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