Todos los cuentos

Sergio Ramírez

Fragmento

El cobarde

El cobarde

Los perros se bebieron la tarde y les quedó el hocico todo lleno de sangre. La montaña arqueó la espalda y se salió de los cafetales el caminito de Las Lajas que pasa por los ojochales. A pie venía bajando por allí el viejo Rafael.

Unas mujeres estaban apaleando a un perro que andaba siguiendo a unas gallinas cuando vieron venir al viejo.

—Vos, ¿no es ése el tata de la Engracia?

El viejo oyó pero se les hizo el distraído.

—Ése es, el de la que le va a tener muchacho a Toño Roque.

El viejo también oyó eso y se hizo más el disimulado, como que se estaba desentumiendo los dedos de la mano derecha y más adelante recogió una varita.

Las mujeres dejaron en paz al perro que salió corriendo y se metió debajo de una mesa en la cocina; la más gorda de ellas se volteó para donde venía caminando el viejo.

—Adiós —dijo el hombre sin volver a ver.

—Adiós pues —dijo la mujer mientras alzaba una tajona.

El viejo quebró la varita y se la metió en la boca. Era verdad. De la hija del viejo se habían burlado y ya iba a tener un hijo, así no más, sin casarse ni nada. Pero el viejo era un cobarde: ni siquiera era rajón, y ni se mosqueaba cuando la gente hablaba de eso.

El caminito se acabó en una de las entradas del pueblón vacío y Rafael contestó los saludos sin volver a ver, llegó a la plaza y los caballos que estaban amarrados en los postes levantaron la cabeza pero no les devolvió el saludo.

Se fue para la cantina a pagarle una cuenta al dueño; tampoco volvió a ver a nadie. Entró y se fue directo al mostrador; se metió la mano en la bolsa y allí se le tuvo que quedar:

—Idiay viejo, ¿cómo está la Engracia?

No volvió a ver.

—Deme razón, ¿ya nació el muchacho?

Bajó la cabeza y con los ojos siguió una humedad que había en la tabla en forma de vientre y que se iba secando.

—¡Qué viejo más cochón!

La voz siguió golpeando y el viejo sacó la mano de la bolsa y puso sobre el mostrador los ocho pesos que debía, en un motetito arrugado que se fue abriendo poco a poco hasta enseñar las monedas que tenía dentro.

—Bueno, pues, suegro, no me va a hablar, ¿que ya no se acuerda de mí? Yo soy su Toño, el de su Engracia…

Ya esa voz la conocía de antes, y por eso no volvió a ver y más porque tenía miedo. No hallaba cómo salirse de allí y al fin empezó a caminar hasta la puerta y ya al salir recibió el último saludo:

—Ahí me lleva al muchacho cuando nazca para conocerlo…

Y le estrelló por detrás una carcajada que se quedó pintada en la etiqueta de las botellas que habían en la mesa.

Cuando se sintió en la calle por fin respiró profundo; al pasar por la plaza ya los caballos no levantaron cabeza y tenían cerrados los ojos.

Agarró el sombrero con las dos manos y se lo metió con fuerza en la cabeza.

A la vuelta ya estaba oscuro y las viejas ya no estaban en el patio; la más alta estaba en la cocina mascando un puro, pero no lo vio. «Mejor», pensó, y siguió caminando.

No sabía en qué parte del cuerpo era cobarde pero sí sabía que lo era cuando le agarraba canillera o el corazón le levantaba el pecho.

Era un cobarde de los que ni siquiera se ponen bravos.

Llegó a su casa y ya la Engracia estaba acostada. Le echó una jícara de agua a los tizones y se fue a acostar; se echó en el tapesco con todo y ropa de domingo y se durmió ya: sin preocuparse por el hombre ese.

La mañana entró sin avisarle a nadie. Se levantó a las cinco y se fue al lavandero de ropa a lavarse la cara.

Por la tranquera vio entrar dos guardias también sin anunciarse; uno de ellos, el que venía atrás, quedó viendo un mango que estaba colgado del palo que había a la orilla de la tranquera: el otro llegó primero donde el viejo.

Lo quedó viendo y botó un poco de agua que tenía en la boca; encaramó el pie en un banco y empezó a amarrarse el caite del pie derecho.

—¿Quiubo? —le preguntó.

—¿Usted es el suegro de Toño?

El viejo apeó la canilla y se abrochó el último botón de la camisa.

—Con mi hija no se ha casado.

—Bueno, pues como sea, ¿pero usté es el tata de la Engracia?

El viejo se arrecostó en un horcón y escupió sobre la sombra que había dejado el agua que botó.

—Pues sí, la Engracia es mi hija.

—Ah, pues va a pasar.

El viejo no entendió y se adelantó donde estaba el guardia que tenía el rifle cruzado sobre los hombros y agarrado con las dos manos.

—Ideay, ¿y por qué?

—Usté ya sabe bien.

Volvió a ver para dentro de la casa donde una gallina estaba escarbando.

—Por Diosito que yo no sé nada.

—No se haga el nuevo, viejo; anoche se voló a su yerno.

El viejo quedó viendo al guardia y cambió de color.

—¿Yo?

—En la Barranca de los López; tiene la cabeza partida de un machetazo.

Ni siquiera se atrevió a pensar porque hasta eso le daba miedo.

La Engracia salió y vio a los guardias.

—Ideay tata, ¿no les ofrece asiento?

—No, si ya nos vamos, dijo el viejo.

—¿Ideay pues, adónde?

—Anoche se volaron al hombre.

Rafael se volteó para donde estaban los guardias y con el caite del pie izquierdo hizo una equis sobre la sombra que había dejado el agua y se pasó llevando la saliva.

Empezó a caminar; el guardia que estaba parado más adelante montó el rifle y el otro recogió un mango que acababa de caer de un palo que estaba a la orilla de la tranquera.

El estudiante

El estudiante

En medio sol, el bus se estiraba sin prisa como un garrobo por la aburrida carretera; el aparato tenía dos horas de sudar sobre el asfalto y por fin el muchacho vio alzarse después de una vuelta una gran antena de radio, y más allá el cementerio, con cruces, como todos los cementerios; el trasto se fue parando poco a poco, el colector del bus se apeó, le dio un peso al guardia y el bus siguió adelante. La ciudad sudaba por todos sus campanarios y el muchacho comenzó a distribuir su mirada: la calle se fue h

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