Gabriel(a)

Raúl Vallejo
Raúl Vallejo

Fragmento

Ni siquiera supo en qué momento cogió la piedra y la lanzó contra el parabrisas de la camioneta. Tiró la piedra sin esconder la mano porque en ese gesto también liberaba la ira de otros momentos en los que, abandonada al borde de la cama, revolvió la rabia y el llanto.

Su madre ya se lo había dicho; que te controles, que un día de estos te vas a meter en algún lío. Oh, no, de nuevo, no. Yazmín le espetó en la cara la última vez que se vieron en Socios, vos te creés el último bareto de la fiesta, o qué. La diva… la que no admite que la miren. Yazmín es una paisa que llegó al país huyendo de los paramilitares de Perico, la vereda en donde vivía con sus abuelos.

La piedra, el resentimiento, la mano, su cólera, y el parabrisas roto. Un acto de soberbia que habría de romper el rutinario y apacible devenir de aquel sábado.

Simplemente sucedió.

Todo junto y en un instante: en uno de esos días quiteños en los que parece que se estuviera en alguna ciudad costera, pues la mañana soleada estaba particularmente calurosa. El cielo era de un azul tan feliz que cualquier atisbo de tristeza parecía imposible. La rebelde… la que no se acomoda al mundo tal como es. Lo de coger la piedra y lanzarla fue un gesto ciego, salido de tanto ahogo atravesado en la garganta.

La camioneta era una Chevrolet LUV – DMAX, 4 x 4, doble cabina, color plata; en su interior, cuatro hombres duros no salían de su asombro. Su madre, una manteña guapetona, vivía diciéndole, los hombres jamás te perdonarán que pongas en duda su hombría. Los tipos de la camioneta nunca imaginaron que Gabriela fuera a responder sin titubeos. Yazmín le advertía, delante de los amigos, un día de estos te van a patear el culo, peliteñida alevosa; allá en Envigado, de donde vengo, por menos te revientan la cabeza de un balazo.

Yazmín trabajaba de mesera en uno de esos antros de La Mariscal que se hacen llamar club nocturno y que apestan a puchos de cigarrillo, restos de cerveza y sudor de sexo. «De peluquería no sé mucho». Mide alrededor de un metro con sesenta pero casi siempre usa unos tacones que le forman un perfil estilizado, como el de una muchacha que alguna vez fue Señorita Deportes de su barrio. Ella solía proponerle que hiciera unos dólares más el fin de semana y se enojaba porque Gabriela se resistía a completar su salario de manicurista en el canal de televisión en un sitio donde los hombres las toqueteaban y, cuando se les acababa el buen humor, les pegaban. Nos tratan como si fuésemos objetos de usar y botar a la basura.

Lanzar la piedra fue un gesto acumulado en las tripas después de tantos años de tener que vérselas con hombres de rostros machos y lengua floja lo mismo para los piropos que para los insultos.

—¡Ahora sí te jodiste, marica hijo de la gran puta!

La escena quedó congelada; momento tan denso como una visita turística al ex penal García Moreno.

Todo sucedió como si ella estuviera de paso en el paradero y se contemplara a sí misma desde la vereda de enfrente. ¿Fue por culpa del calor de esa mañana, que le hizo arrepentirse del suéter que llevaba puesto? ¿O fue por causa del hastío ante ese tipo de burlas que se repetían como el libreto de esos programas de la TV en que las chicas trans son representadas por unos hombres sin afeitar, con las piernas velludas, travestidos de mujer? Madre, ¿por qué Dios me dio el cuerpo equivocado?

En el colegio salesiano donde estudió, cuando vivía en Guayaquil, sus amigos le halaban el pelo o le agarraban la nalga y todo lo soportaba imaginándose que los observaba desde un balcón del colegio que daba al patio central.

Desde el balcón podías ver que Henry, el rubio pecoso, te ponía el pie y te lanzaba besos; que el petiso Ricardo te buscaba la entrepierna para apretarte los testículos; que Juan, el marihuanero del curso, te tomaba de la cadera por atrás y te punteaba lascivamente. Y todos tus compañeros se doblaban de la risa. Desde el balcón imaginas que persigues y pisas a esos que te atormentaban, igual que si fueran cucarachas rociadas con baygon.

En otras ocasiones, cuando te invadía el desasosiego, también se te pasó por la cabeza que desde ese mismo balcón podías lanzarte hacia el patio para que todo acabara.

Gabriela dudó entre salir corriendo de inmediato o enfrentar al cuarteto de machos con una retahíla de su mejor repertorio de palabrotas.

Minutos antes, ella esperaba el bus en el paradero pensando en su madre viuda, en las zancadillas que le ponían para que no ascendiera a presentadora del canal, en su padre asesinado por equivocación en Lago Agrio; en Miguel, ese ejecutivo joven que la miraba con ojos cargados de fascinación; y en esa pueril rivalidad, desde cuando fueron presentadas, con Yazmín, la colombiana que les contaba de sus amores con un sicario que terminó asesinado, porque se negó a cumplir una consigna de limpieza por la plaza Botero, allá en Medellín. Un minuto después, Gabriela se extraviaba en el laberinto de la violencia de los hombres.

¿Por qué tenía que pasarle justamente hoy, cuando quería estar tranquila para disfrutar de una noche de rumba y saberse querida? Otra vez no, por el Cristo del Consuelo, la vergüenza en la sala de urgencias. Siente que se le jorobó la cita de esta noche con Miguel. Pero también siente que ella es la Mamba Negra de Kill Bill, y que corta las cabezas de cada uno de los cuatro machos, de un solo tajo, justicieramente.

La venganza es la cabeza del enemigo servida en un platón de peltre.

Sonríe frente al chorro de sangre que fluye, igual que el agua de las piletas, de cada uno de los cuellos cercenados, y, al final, se ve mirando hacia un cielo cargado de nubes que se han teñido de rojo.

—Te vamos a recontracomer el culo, loca de mierda —los hombres duros prefieren ser Hannibal Lecter.

El piedrazo impactó en el centro del parabrisas y una línea zigzagueante se dibujó en un segundo, atravesándolo de arriba abajo, igual que cuando se abrió la tierra durante el sismo del 16 de abril. No quiero recibir otra vez las miradas burlonas de los médicos.

Ella esperaba ir al gimnasio, hacer su rutina de Pilates, tonificar brazos y piernas, fortalecer los abdominales, chica fitness, hacerse atender por la manicurista, las uñas de rojo excepto las de los anulares que iban de blanco con un corazón amarillo, pequeñito, en la parte de arriba; y, luego, aguardar a que llegara la noche con su luna de enamorados para la cita con su chico. Pero este sábado de agosto se detuvo a las nueve y veinticinco y se convirtió, de súbito, en un día de tormenta seca y violentos truenos. ¿Me defenderás cuando nos toque enfrentar juntos estas situaciones?

El asombro de los hombres duros se transformaría rápidamente en la ira de los vengadores, así que tuvo que salir corriendo.

Corre que te agarran para escarnecerte, corre que si te alcanzan otra vez te golpearán entre todos porque cada uno de ellos querrá descargar su frustración en algún rincón de tu cuerpo.

Saco de c

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