Monólogos de la vagina

Eve Ensler

Fragmento

Introducción a la edición del vigésimo aniversario, de Eve Ensler
INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DEL VIGÉSIMO ANIVERSARIO

Eve Ensler

La primera vez que representé Monólogos de la vagina, estaba segura de que me iban a pegar un tiro. Puede que cueste creerlo, pero en aquel momento, hace veinte años, nadie pronunciaba la palabra «vagina». Ni en los colegios, ni en la televisión... ni siquiera en el ginecólogo. Cuando las madres bañaban a sus hijas, se referían a sus vaginas como «cositas» o «rajitas» o «ahí abajo». De manera que cuando me planté en el escenario de un diminuto teatro en el centro de Manhattan para recitar los monólogos que había escrito sobre vaginas —después de entrevistar a más de doscientas mujeres—, me parecía estar atravesando una barrera invisible e infringiendo un tabú muy profundo.

Pero no me pegaron un tiro. Al final de cada función de Monólogos de la vagina, se formaban largas colas de mujeres que querían hablar conmigo. Al principio pensé que querrían contarme historias de deseo y satisfacción sexual, puesto que ese era el foco de una gran parte del espectáculo. Pero lo cierto es que aguardaban para contarme ansiosamente cómo y cuándo las habían violado o asaltado o pegado o acosado. Me impresionó enormemente ver que, una vez roto el tabú, se había liberado un torrente de recuerdos, rabia y dolor.

Y entonces tuvo lugar algo que jamás habría esperado. El espectáculo fue retomado por mujeres del mundo entero que querían romper el silencio en sus propias comunidades sobre sus cuerpos y sus vidas.

Recuerdo número uno. Oklahoma City, el mismísimo corazón del núcleo republicano. Un local pequeñísimo. La segunda noche, se ha corrido la voz sobre la obra, ha acudido demasiada gente y faltan asientos, de manera que el público se trae sus propias sillas. Yo estoy actuando bajo lo que viene a ser básicamente una bombilla pelada. En mitad de un monólogo, se produce un alboroto entre la audiencia. Una joven se ha desmayado. Interrumpo el show. El público se ocupa de la mujer, la abanican, le llevan agua. Ella se levanta y declara que el espectáculo le ha dado valor para decir, por primera vez: «Mi padrastro me violó.» La gente la abraza mientras ella llora. Luego, a petición suya, prosigo con la función.

Recuerdo número dos. Islamabad, Pakistán. La obra ha sido prohibida, de manera que asisto a una producción clandestina de Monólogos de la vagina, donde valientes actrices pakistaníes representan el texto en secreto. Entre el público hay mujeres que han venido incluso desde el Afganistán de los talibanes. A los hombres no se les permite sentarse en el patio de butacas, de manera que se quedan en la parte trasera, detrás de una cortina blanca. Durante la representación, las mujeres lloran y se ríen con tantas ganas que hasta se les caen los velos.

Recuerdo número tres. Mostar, Bosnia. La función es para conmemorar la restauración del puente de Mostar, que fue destruido durante la guerra. La audiencia se compone tanto de croatas como de bosnios, que tan recientemente han estado masacrándose unos a otros, y en el ambiente se palpa la tensión y la desconfianza. Unas mujeres leen un monólogo sobre la violación de mujeres en Bosnia. La audiencia solloza, gime, grita. Las actrices se interrumpen. Las personas del público se consuelan unas a otras, se abrazan, lloran juntas: croatas abrazando a bosnios y viceversa. La obra se reanuda.

Recuerdo número cuatro. Lansing, Michigan. La legislatura de estado ha silenciado y amonestado a Lisa Brown, una representante estatal, por utilizar la palabra «vagina» al protestar contra una proposición de ley para restringir el aborto. Le dicen que no está permitido usar esa palabra. Dos días más tarde cojo un avión a Lansing y me uno a Lisa y otras diez congresistas en los escalones del Congreso para una representación de emergencia de Monólogos de la vagina. Asisten cerca de cinco mil mujeres, que exigen que las partes de nuestro cuerpo sean nombradas y reconocidas en nuestras propias instituciones democráticas. Se ha roto el tabú. Podemos hablar, somos visibles.

Poco después del estreno de la obra, un grupo de feministas fundamos un movimiento llamado V-Day para apoyar a todas las mujeres (cisgénero, transgénero, de género no binario, y de toda raza y color) que estaban librando estas batallas por todo el mundo. Desde entonces, las activistas del V-Day, a través de sus producciones de los monólogos, han reunido más de cien millones de dólares en ayuda a centros y refugios para supervivientes de violaciones y violencia de género, para financiar teléfonos de asistencia, para enfrentarse a la cultura de la violación.

Y ahora, veinte años más tarde, no hay nada que desee más que poder decir que las feministas antirracistas radicales han ganado. Pero el patriarcado, junto con la supremacía blanca, es un virus recurrente. Vive latente en el cuerpo político y se activa por condiciones tóxicas predatorias. Desde luego en Estados Unidos, con un depredador en jefe abiertamente racista y misógino, nos encontramos en pleno brote descomunal. Nuestro trabajo, hasta que se encuentre la cura, es crear condiciones hiperresistentes que fortalezcan nuestra inmunidad y nuestro coraje e imposibiliten nuevos brotes. Y esto comienza allí donde empiezan Monólogos de la vagina y tantos otros actos de resistencia radical feminista: hablando en voz alta. Diciendo lo que vemos. Negándonos a ser silenciadas.

Han intentado evitar que pronunciáramos siquiera el nombre de algunas de las partes más preciosas de nuestro cuerpo. Pero si algo he aprendido es que aquello que no se nombra no se ve, no existe. Ahora más que nunca es el momento de contar las historias cruciales y pronunciar las palabras, ya sean «vagina», «mi padrastro me violó» o «el presidente es un depredador y un racista».

Cuando se rompe el silencio, te das cuenta de cuánta gente esperaba el permiso para hacerlo. Nosotras, las mujeres de toda clase y condición, todas y cada una de nosotras y nuestras vaginas, no volveremos a ser silenciadas.

Prefacio
PREFACIO

«Vagina.» Ya está, ya lo he dicho. «Vagina.» Lo he dicho otra vez. Llevo repitiendo esta palabra una y otra vez los últimos tres años. La he pronunciado en teatros, universidades, salones, bares, cenas con amigos o programas de radio por todo el país. La estaría pronunciando en televisión si me dejaran. La digo ciento veintiocho veces todas las noches que represento mi espectáculo, Monólogos de la vagina, que está basado en entrevistas a un variopinto grupo de más de doscientas mujeres que hablan sobre sus vaginas. La pronuncio en sueños. La digo porque se supone que no debo decirla. La digo porque es una palabra invisible, una palabra que provoca ansiedad, incomodidad, desprecio y asco.

La digo porque creo que aquello que no nombramos no lo vemos, no lo reconocemos, no lo recordamos. Lo que no decimos se convierte en un secreto, y los secretos provocan a menudo vergüenza, miedo y mitos. La digo porque quiero, algún día, sentirme cómoda diciéndola, y no avergonzada y culpable.

La digo porque no se nos ha ocurrido una palabra que sea más inclusiva, que realmente describa toda la zona y sus partes. Probablemente «coño» sea una palabra mejor, pero tiene demasiadas connotaciones. Y, además, no creo que la mayoría tengamos una idea muy clara de lo que hablamos cuando decimos «coño». «Vulva» es una gran palabra, es más específica, pero tampoco creo que sepamos muy bien qué incluye la vulva.

Digo «vagina» porque cuando empecé a decirlo descubrí lo fragmentada que estaba, lo desconectado que se encontraba mi cuerpo de mi mente. Mi vagina era una cosa que estaba por ahí, a lo lejos. Rara vez vivía dentro de ella o la visitaba siquiera. Estaba ocupada trabajando, escribiendo, siendo madre, siendo amiga. No veía mi vagina como mi recurso primario, un lugar de sustento, humor y creatividad. Era más bien algo peligroso, aterrador. Cuando era pequeña me violaron, y aunque crecí e hice todas las cosas que una adulta hace con su vagina, jamás había vuelto a entrar verdaderamente en esa parte de mi cuerpo después de la violación. En esencia había vivido casi toda mi vida sin mi motor, sin mi centro, sin mi segundo corazón.

Digo «vagina» porque quiero que la gente reaccione, y así ha sido. Han intentado censurar la palabra allá donde han ido Monólogos de la vagina, y en todas las formas de comunicación: en los anuncios de la prensa mayoritaria, en las entradas vendidas en grandes almacenes, en los carteles de las fachadas de los teatros, en los servicios de venta telefónica donde la voz solo dice «Monólogos» o «Monólogos de V».

—¿Por qué pasa esto? —pregunto—. «Vagina» no es una palabra pornográfica. Es, de hecho, un término médico, un vocablo para una parte del cuerpo, como «codo», «mano» o «costilla».

—Puede que no sea pornográfica —dice la gente—, pero es sucia. ¿Y si la oyeran nuestras hijitas? ¿Qué íbamos a decirles?

—Tal vez podrían decirles que tienen una vagina —contesto yo—. Si es que no lo saben ya. Quizá podrían celebrarlo.

—Pero es que nosotros no llamamos «vagina» a sus vaginas —dicen.

—¿Y cómo las llaman?

Y me contestan: «cosita», «chochete», «rajita», «conejito»... y la lista no se acaba nunca.

Yo digo «vagina» porque he leído las estadísticas, y en todas partes las vaginas de las mujeres están sufriendo atrocidades: cada año violan a 500.000 mujeres en Estados Unidos; 100 millones de mujeres han sido sometidas a la mutilación genital en todo el mundo. Y la lista no se acaba nunca. Digo «vagina» porque quiero que se ponga fin a todos esos horrores. Sé que no cesarán hasta que reconozcamos que están sucediendo, y la única manera de hacer eso posible es permitir que las mujeres hablen sin miedo al castigo o a las represalias.

Da miedo decir la palabra. «Vagina.» Al principio parece que te estrelles contra un muro invisible. «Vagina.» Te sientes incorrecta, culpable, como si alguien fuera a asestarte un golpe. Luego, después de pronunciar la palabra por centésima o por milésima vez, se te ocurre pensar que es tu palabra, tu cuerpo, tu punto más esencial. De pronto, te das cuenta de que la vergüenza y el apuro que sentías previamente al decir «vagina» ha sido un modo de silenciar tu deseo, de mermar tu ambición.

Entonces empiezas a pronunciar la palabra cada vez más. La dices con una especie de pasión, una especie de apremio, porque intuyes que si dejas de decirla, el miedo volverá a apoderarse de ti y caerás de nuevo en un avergonzado susurro. De manera que la dices cada vez que puedes, la sacas en cada conversación.

Te ilusiona tu vagina; quieres estudiarla y explorarla y presentarte a ella, quieres averiguar cómo escucharla, quieres darle placer y mantenerla sana, sabia y fuerte. Aprendes a satisfacerte y a enseñar a tu amante a satisfacerte.

Eres consciente de tu vagina todo el día, estés donde estés: en el coche, en el supermercado, en el gimnasio, en la oficina. Eres consciente de esta parte de ti, preciosa, hermosísima, portadora de vida, que tienes entre las piernas. Y te hace sonreír. Te enorgullece.

Y a medida que más mujeres pronuncian la palabra, va resultando menos difícil decirla; empieza a formar parte de nuestro lenguaje, parte de nuestras vidas. Nuestras vaginas se integran, se convierten en algo respetado y sagrado. Se convierten en parte de nuestros cuerpos, se conectan con nuestras mentes, dan fuelle a nuestras almas. Y la vergüenza desaparece y las violaciones cesan, porque las vaginas son visibles y reales, y están conectadas a mujeres poderosas y sabias que hablan de vaginas.

Tenemos un larguísimo viaje por delante.

Esto es el principio. Este es un espacio en el que pensar en nuestras vaginas, aprender sobre las vaginas de otras mujeres, oír historias y entrevistas, plantear y responder preguntas. Un lugar para abandonar los mitos, la vergüenza y el miedo. Un lugar para practicar el uso de la palabra, porque, como ya sabemos, la palabra es lo que nos impulsa y nos hace libres. «VAGINA.»

Monólogos de la vagina

Seguro que estáis preocupadas. Yo estaba preocupada. Por eso empecé a escribir esto. Me preocupaban las vaginas. Me preocupaba lo que pensamos sobre las vaginas, y me preocupaba todavía más que no pensáramos en ellas. Me preocupaba mi propia vagina. Necesitaba un contexto de otras vaginas: una comunidad, una cultura de vaginas. Las vaginas están inmersas en demasiada oscuridad y secretismo, como el Triángulo de las Bermudas. De allí no vuelve nadie para contarlo.

En primer lugar, ni siquiera es tan fácil encontrar tu vagina. Las mujeres se pasan semanas, meses, a veces años sin mirarla. En una ocasión entrevisté a una alta ejecutiva que me dijo que estaba demasiado ocupada, que no tenía tiempo. Mirarte la vagina, me dijo, es labor de todo un día. Tienes que tumbarte ahí boca arriba delante de un espejo que se sostenga solo, preferiblemente de cuerpo entero. Tienes que ponerte en la posición perfecta, con la luz perfecta, que entonces queda ensombrecida por el espejo y el ángulo en el que te encuentras. Acabas hecha un ocho, con la cabeza alzada, haciéndote polvo la espalda. A esas alturas estás agotada. Decía que no tenía tiempo para eso. Que estaba muy ocupada.

Así que decidí hablar con mujeres sobre sus vaginas, hacer entrevistas sobre vaginas, que se convirtieron en monólogos de la vagina. Hablé con más de doscientas mujeres. Hablé con mujeres mayores, jóvenes, casadas y solteras, lesbianas, profesoras de universidad, actrices, ejecutivas, prostitutas, mujeres afroamericanas, hispanas, asiático-americanas, nativas americanas, caucásicas, judías... Al principio no estaban muy dispuestas a hablar, se sentían un poco cohibidas. Pero una vez que se soltaban, no había forma de pararlas. En el fondo a las mujeres les encanta hablar de sus vaginas. Les hace mucha ilusión, sobre todo porque nunca les preguntan sobre el tema.

Empecemos con la palabra «vagina». Suena a infección, en el mejor de los casos, tal vez a instrumento médico: «Deprisa, enfermera, alcánceme la vagina.» Vagina. Vagina. Por muchas veces que lo digas, nunca parece una palabra que apetezca pronunciar. Es una palabra totalmente ridícula, absolutamente antierótica. Si la empleas en la cama, quer

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